Entre pesares y la Navidad

Marlon Puertas
Guayaquil, Ecuador

Qué complicado resulta celebrar una fiesta cristiana cuando el resentimiento con dios está fresco. Cuando todavía no se terminan de  aceptar los desenlaces que los pensamos divinos, solo para dejar abierta la cortina de la esperanza y esperar, en algún momento, el reencuentro tan deseado con ese ser amado que se fue.

Qué difícil es pronunciar deseos repetidos de felicidad a conocidos y desconocidos, cuando la existencia viene marcada por capítulos terribles que te destrozan el alma. Y aún así, hacemos el esfuerzo. Seguimos los libretos escritos por siglos, solo para sentirnos parte de un festejo que, ciertamente, refresca el oscuro panorama cotidiano, caracterizado por el egoísmo, la falta de solidaridad y el quemeimportismo con los demás. Que haya, aunque sea un día de 365, en que los malos se disfrazan de buenos, no puede ser sino una bendición enviada por esas fuerzas incomprensibles que nos someten a su inquebrantable voluntad.

Qué   traidora resulta la frase, pronunciada en plan de resignación, de que hay que seguir. El reloj de la vida social continúa como si nada y solo se detiene un instante cuando uno de sus  miembros ha perdido todas sus fuerzas y se retira de la batalla. Para los demás, el show debe seguir. Asumiendo los papeles que nos ha tocado en suerte o los buscamos afanosamente, hasta conseguirlos. Con distintos propósitos, todos marcados con el punto de llegada al que llamamos felicidad. No asumimos frontalmente que aquello es una utopía, necesaria  para mantener encendidos los motores que mueven al mundo. La felicidad, que muchos confunden con la supremacía, sin darse cuenta que ese es el camino más distorsionado, confundido en los enredos que siempre trae el ganar dinero, fama y poder.  Y con gente que paga las consecuencias.

Muchos hemos conseguido momentos felices sin nada de eso. En el anonimato, la felicidad se sirve en platos de cartón, pero su sazón sabe más rica que en un hotel cinco estrellas. Con las carencias, no se podrán comprar muchas cosas, pero  el no tener seis ceros en las cuentas bancarias da esa libertad que no puede ser adquirida ni con todo el oro del mundo. Sin poder sobre los demás, solo somos uno más: entonces aprendemos a sobrevivir, unos con malas artes, otros con su talento, la mayoría con su fuerza. Pero, allá abajo, todos somos iguales.

De todas formas, a los buenos deseos nunca hay que hacerles el quite. A los brazos abiertos, nunca hay que dejarlos extendidos, vengan de donde vengan. Eso me enseñaron. Hacen bien, reconfortan, alivian las penas y alimentan un optimismo sin bases, pero valedero para la ocasión. Forman la base de una esperanza necesaria para continuar este largo y pesado recorrido que tenemos por delante, y que debemos culminar. Por nosotros mismos. Pero sobre todo, por quienes creyeron en nosotros, se la jugaron por nosotros y apostaron todo lo que tenían para que hagamos algo   en este pequeño espacio que ocupamos, como hombres y mujeres de bien. Ese es el compromiso, reiterado en  estos tiempos mezclados de fiesta y pesares, de júbilo y llanto, de baile y luto.

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