Correa en el cine

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Tal y como vamos, no veo improbable que el Presidente Correa, o la Revolución Ciudadana, que a estas alturas dan lo mismo, se gestionen una película. Como ésta es una revolución de manos limpias, mentes lúcidas y corazones ardientes, y como Correa es épico y competitivo y tiene fervor por las cámaras, la película será a lo sumo una versión ordinaria de Ben Hur. Solamente que en lugar de Charlton Heston, quien aparecerá será el Mashi. Y a imagen y semejanza de  los espacios televisivos que pagamos todos en nuestros impuestos, el presidente emergerá superando montes agrestes en su bici, venciendo oligarquías satánicas con su verbo de Mesías tropical, destrozando periódicos acerca de los cuales desaconsejará madurar aguacates y lanzando bromas de dudoso gusto sobre la belleza de sus asambleístas mujeres. Ojo: todo esto, con infinito amor. O con infinita testosterona, como suele aparecer Putin, al que solamente le falta fotografiarse luchando con osos septentrionales.

Sin embargo, si hay algo que reconocerle a la Revolución lúcida y ardiente, es el impulso que le ha dado a la gestación, producción y difusión de cine local. El trabajo del Consejo Nacional de Cine y del Ministerio de Cultura ha sido inédito, y esto no es trivial: acostumbrados como hemos estado a que los enlatados gringos y las telenovelas mexicanas nos representen, nos imaginen y nos problematicen,  no habíamos dado la más mínima importancia a la necesidad de fundar una instancia de creación y distribución de productos culturales autónomos, que escapen la regla de oferta y demanda de las cadenas comerciales de cine mediante lo que en Europa se ha dado por llamar “excepción cultural”. Para observar lo que la ausencia de estas herramientas produce,  solo hace falta acercarse en este instante a las ofertas de cine de las cadenas comerciales que operan en Ecuador: una elegía a la sosería, una oferta de una vacuidad inimaginable. O acordarse de lo que les hicieron a Lisandra Rivera y Manolo Sarmiento con su excelente documental sobre Jaime Roldós.

El Consejo Nacional de Cine, aunque politizado y correísta, ha invertido dinero en jóvenes creadores y ha juntado esfuerzos para que sus realizaciones se proyecten en festivales de distinto calibre. Además, ha propuesto que los espectadores no sean siempre los mismos. El cine, pues, a otros barrios, otra gente, otras latitudes. El resultado ha sido dispar, aunque innegablemente positivo: el país al fin produce obras propias, algunas vergonzosas, todo hay que decir, pero se da el trabajo de mirarse a sí mismo en un ejercicio crítico, complejo y poco complaciente consigo mismo. Todo lo contrario de ese nacionalismo de alcantarilla que promueven los spots televisivos o las vallas al borde de las carreteras. Por supuesto, además de las instancias gubernamentales, el éxodo de cineastas ecuatorianos a prepararse en otras escuelas, la diversidad de intereses y propuestas de los alumnos de cine de la Universidad San Francisco de Quito y los primeros intentos por formalizar la crítica cinematográfica en el país, han coadyuvado a mirar a la industria del cine como acaso el único espacio prometedor en las artes ecuatorianas.

Es de esperar que con el tiempo, el cine ecuatoriano madure y se repregunte sus constantes lugares comunes: ese amor obsesivo por las herramientas de edición digital, por la dirección de fotografía paisajista o tardovanguardista,  y aquella fijación por retratar a una clase media joven y bella con angustia existencial. Y por ello, ojalá, con el tiempo, el cine ecuatoriano imagine ficciones o documentales que den cuenta de esta época. Y se vuelva un ente crítico de ella (un evaluador, en ese sentido hablo), como de sus épocas se volvieron los pulsos cinematográficos brasileños, argentinos o italianos.

Cuando el Consejo Nacional de Cine deje de ser una entidad habitada por partidarios de la Revolución Ciudadana, y cuando Correa haya abandonado el poder y su Revolución comience a ser evaluada con rigor y con el decantamiento que le dará el tiempo, una escena imaginaria podría ser útil para saber qué ha hecho el cine ecuatoriano con su capacidad crítica pero, sobre todo, creativa: imaginarse a Correa, ya despojado de las decenas de guardaespaldas, del pedante aparato publicitario de su gobierno y de sus groupies esperando puestitos en el sector público o perpetrando improcedentes consignas revolucionarias.  Correa solo, como un ciudadano más, asistiendo a una película que hable no de él, pero sí de sus tiempos, de su época. Haciéndole frente, sin alaridos, a una generación que su proyecto político ayudó a gestar, provista de un bagaje técnico e intelectual incuestionable, tanteando en pequeñas historias lo que se vivía o se vive en estos lados.

Seguramente esto no sucederá. Correa tal vez se exiliará en su departamento de Bélgica y es poco probable que su cariz histriónico desaparezca y le permita acudir a una sala de cine, a confundirse con los demás en la oscuridad. Pero es estimulante la tarea que el cine ecuatoriano tiene con su realidad: la de dar cuenta de su complejidad, la de discutir y proponer su espacio en el canon cinematográfico latinoamericano y global, la de generar cineastas que se repregunten qué pasó cuando empezaron a surgir, a través de otros gestos, otras voces, otras historias, más insignificantes pero más elocuentes que esa cara que no se cansa de aparecer, generalmente insultando.

 

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