Un déjà vu político

Juan Jacobo Velasco
Manchester, Reino Unido

Recuerdo la sensación de estupefacción del Gobierno en la consulta popular de 2011. El cambio desde la celebración desaforada de esa tarde de mayo cuando el exit poll les daba un “triunfo por paliza” al desconcierto que produjeron los resultados efectivos de las preguntas, fue un aterrizaje forzoso que devino en un guión parecido al que se usó este domingo 23. El Gobierno y Alianza País reiteraron su triunfo como la primera fuerza política del Ecuador. Se había ganado en todas las regiones y eso implicaba una progresión respecto de las elecciones –seccionales o en la consulta- pasadas. Y el resultado confirmaba que el color verdeflex es un fenómeno político sin precedentes en la historia del Ecuador, que ha recibido constantemente el apoyo de un país que cree y confía en el curso que está teniendo la autodenominada revolución ciudadana.

Y, no obstante, tal como había ocurrido hace casi tres años, se sentía que el discurso triunfalista deliberadamente omitía muchas historias. Por una parte, que las expectativas de victoria eran  mucho mayores. Sobre todo en la ambición de extender las esferas del poder acumulado. En 2011 como ahora, el objetivo de aumentar la tajada electoral –con un triunfo por doblaje en la consulta, o la victoria en Guayaquil y Quito en 2014- lucía como una opción factible. Los precedentes electorales más próximos –sobre todo ahora, tras el triunfo arrasador de Rafael Correa en las presidenciales de 2013- solo permitían presagiar una victoria aún más abultada.

A ello se sumaba una coyuntura eleccionaria muy particular tanto en 2011 como en 2014: el oficialismo prácticamente corrió solo. En la consulta, el Gobierno, como promotor de la misma, tenía todo el interés y los recursos para apostar por una consigna única y sin fisuras. Para las elecciones de 2014, la victoria presidencial de 2013 abrió un interés inusitado en alcaldes y prefectos por tomarse la foto con el primer mandatario. En la presidencial pasada, Correa había dado una demostración contundente de lo que representa como el gran elector nacional.

Eso lo notaron propios y extraños, que durante 2013 jugaron el juego de convertirse en los ungidos del líder. Una vez que su lista quedó conformada, el Presidente no escatimó recursos ni oportunidad –además de contar con la cooptación total del aparato estatal, con el ejemplo más palpable del rol fantasmal del CNE en estas elecciones- para ejercer la capacidad de la que hace gala en cada campaña, marcando agenda y guiando el curso de los debates. Y, de paso, convertir las elecciones en una contienda “personal” en la que se discute sobre la gestión de su gobierno.

Pero ahí viene el problema que se observó en 2011 y se apreció este domingo: tanto la consulta popular como las seccionales no son unas elecciones sobre Correa. Para eso el primer mandatario tuvo las presidenciales, en donde el tema de fondo que se discutía –quién era el candidato más idóneo para llegar a Carondelet- tenía sentido. El domingo 23, y hace tres años, las elecciones revistieron una naturaleza distinta: la opinión respecto de diferentes temas –desde el control de los medios en 2011 a la idoneidad de candidatos a alcaldes y prefectos en 2014- sobre los que existen muchos matices y en los que la gente puede estar o no de acuerdo con el Gobierno, incluso habiendo votado por Correa en las presidenciales.

El electorado demostró, en los dos casos, que puede tener una opinión distinta, pero sobre todo propia, y eso no significa que nadie haya traicionado a nadie. Lo que sí demuestra, particularmente ahora en que lo que estaba en juego eran personas y no proyectos de ley, es que el estilo asfixiante y claramente hegemónico del Presidente puede generar rechazo incluso en las huestes propias. La gente puede diferenciar a la hora de elegir alcaldes y prefectos, votando por combinaciones que significan apoyos o desafectos respecto de la línea de Gobierno. Y no hay problema. No existen proyectos que quieran poner en riesgo a la revolución. Excepto la sobreexposición y el hiperpersonalismo de Correa, que llevaron al electorado a preguntarse si los candidatos seccionales podían establecer proyectos independientes o eran solo una proyección local del gran elector.

Algo que ocurrió en 2011 -y quizás pueda producirse desde hoy- fue que el Presidente tomó nota del resultado y sus errores. La consulta de 2011 le generó a Correa una pauta que le permitió reinventarse con mucho éxito de cara a las presidenciales de 2013. Quién sabe si el trago amargo de las derrotas, durísimas en los casos de Guayaquil y, sobre todo, Quito, no gatille en el Presidente el deseo de “defender su revolución”. Y, con ese pretexto, mover todas sus fichas y aprendizajes de cara a una re-elección presidencial en 2017.

Lo cierto es que si la revolución ciudadana no quiere inaugurar con estos resultados un ciclo irreversible de caída, debe darse cuenta que en el juego de la política no basta con ser dueño de la pelota y tener a los árbitros y a las reglas del juego de su lado. Hay, sobre todo, que respetar a la afición. La simpatía gatilla afectos electorales. Pero la arrogancia termina agotando y pasando cuentas que los poderosos, demasiado obnubilados, pueden vivir como duros momentos repetidos.

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