Cuenca, ciudad amada

Maricruz González C.
Quito, Ecuador

Con el pretexto de la Bienal de Cuenca, Ir para volver, un nombre que hicieron bien en no especificar bienal de qué es y que fue traducido literalmente al inglés sin ninguna connotación, un grupo de amigas decidimos pasar tres días en esa magnífica ciudad ecuatoriana, cuyo número de habitantes –no llega al medio millón– en mi opinión, es el perfecto cuando el lugar ofrece cultura, belleza, naturaleza y huéspedes que han transformado su trato al visitante, conscientes de que el turismo es un imán para el desarrollo (sostenible, eso sí) indefinido en el tiempo (si el buen manejo persiste, eso sí).

Cuenca es un ejemplo en el Ecuador. Por mi trabajo de intérprete he estado visitándola desde hace más de una década y he podido ver su ®evolución, así con marca registrada. Al margen del alcalde que hubiera estado en funciones en mis diferentes visitas –no quiero pecar ni omitir ningún nombre– me parece que ese maravilloso desarrollo se fue dando en forma paulatina. A pesar de las críticas a las autoridades municipales de turno hechas por los cuencanos con los que me topaba en cada visita, como foránea siempre callé y pensé por dentro cuánto me gustaría ver ese desarrollo en mi ciudad que, da la casualidad, es capital de la república, con cosas inigualables qué ofrecer.

Hace unos cinco años fui a Cuenca en compañía de un grupo de representantes de un gobierno europeo, líder en manejo urbano, interesados en el sistema de reciclaje de basura. En esa ocasión tuve la suerte de ver de primera mano, no lo que “pensaban” hacer, no proyectos políticos que se anunciaban, sino proyectos terminados y otros que continuaban para el manejo de basura: visitamos un botadero que ya había sido cerrado y ahora es un parque, todo cubierto de verde, con las debidas chimeneas para desfogue de gases y un centro de rescate de animales en peligro; otro botadero en donde se produce humus para la agricultura local; nos enseñaron los camiones recolectores de basura con división vertical para diferentes tipos de desechos; y en las oficinas nos enseñaron las obligaciones de la ciudadanía de colocar la basura a las horas indicadas, en bolsas de colores específicos según el contenido y otras más que se impusieron para hacer de Cuenca lo que es hoy. Recuerdo que el consejero comercial de la embajada de ese país europeo bromeó con el entonces director de Etapa diciéndole que seguramente había mandado a limpiar todas las calles para el recorrido que nos haría durante el día, pero solo era broma. La limpieza de la ciudad es algo que salta a la vista.

En otra ocasión en que debí permanecer siete días para un evento, el fin de semana visité el parque El Paraíso, en plena ciudad, entre los ríos Tomebamba y Yanuncay. Era sábado y estaba lleno de familias, con sus niños y mascotas; además de su hermosura y naturaleza perfectamente bien cuidadas, me sorprendí, como quiteña caminadora de La Carolina, de la limpieza: ni un solo palo de helado ni desecho de perro. Recuerdo haber visto a un grupo de metaleros sentados en círculo haciendo picnic, de donde se levantó una muchacha, con pelo morado medio rapado, con cadenas y botas de punta de acero, a dejar algo en un basurero que le quedaba más bien lejos. Esa imagen me sobrecogió y me hizo pensar en por qué dejé de pasear a mi perrita los lunes en La Carolina, en donde varias veces se ha indigestado por comer todo lo que queda botado, eses humanas incluidas, en cada centímetro del parque luego del fin de semana.

Los árboles son otro gran patrimonio de Cuenca. Parecidos a esos majestuosos eucaliptos que permanecieron más de un siglo en la Avenida Naciones Unidas, en Quito (hasta que órdenes asesinas los reemplazaron por cemento privado), a lo largo de los cuatro ríos de Cuenca continúan erguidos, majestuosos, ejemplares remanentes del bosque que seguramente fue todo el Ecuador antes de la urbanización. Los árboles son patrimonio cuencano y del mundo y están obligados a cuidarlos, como no hicimos ni hacemos nosotros en Quito. Al caminar bajo su sombra, al escuchar la música que logra el viento con sus ramas y hojas junto a ríos o veredas, uno entiende mejor el significado de haberlos perdido en ciudades en donde ya no los hay. Ciudades que creyeron que el desarrollo significaba convertirse en un mundo gris en donde ni la estética ni los peatones tienen dónde guarecerse de los rayos del sol.

Claro, nada es perfecto, algo tendrán que hacer los cuencanos con el tráfico en el centro y los pitos de carro; por ahí escuché que había un plan de peatonización… En todo caso, viendo cómo he visto esa evolución, no tengo dudas de que sabrán hacerlo, y hacerlo bien, en beneficio de la gente de Cuenca y de los visitantes de afuera y, sobre todo, de la ciudad misma, ese hermoso patrimonio arquitectónico, cultural y natural. La cantidad y calidad de hoteles, hostales, restaurantes y bares que se han multiplicado en la ciudad dan cuenta de lo que hacen los ciudadanos por su ciudad.

Volviendo a la Bienal, alguna de mis acompañantes se quejó de la “lejanía” entre obras y tener que caminar tanto para verla toda. A mí eso me pareció que da al turista primerizo la oportunidad de conocer la ciudad mejor y a los reincidentes la posibilidad de reconocerla y adentrarse en edificaciones representativas de Cuenca, como el espectacular Colegio Benigno Malo, la Casa de Los Arcos, el antiguo hospital, la Casa del Pueblo, obviamente la antigua Casa de Temperancia, ahora Museo de Arte Moderno, etc. Al margen de que se trata de una Bienal ciento por ciento conceptual, de que personalmente, como espectadora, no me gusta un arte que deban explicarme o, si no, ni entiendo ni me gusta –en eso discreparía con el artículo Bienales de Alexandra Kennedy, ella, sí, experta, publicado en El Comercio–, la sensación que me queda siempre que visito Cuenca es que es una ciudad amada, por sus ciudadanos. Fuera de politiquerías y autoridades de turno, ignorante a consciencia como soy de lo que sucede dentro de su municipio, como turista, salí con el corazón más que contento de Santa Ana de Los Cuatro Ríos de Cuenca.

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