La cuenta pendiente de García Márquez

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

No hace falta decirlo pero, en esta época pascual, “es justo y necesario” hacerlo: García Márquez fue un gran escritor. Uno cuya presencia e influencia es indiscutible y perdurará, más allá de los homenajes y frases evocatorias –genuinas o protocolares- que se acumulan innumerables a la velocidad del clic. Su figura caribeña dará una sombra plácida a tantos latinoamericanos, literal y metafóricamente hablando, en futuros parques, colegios y bibliotecas que llevarán su nombre. Porque el Gabo y su obra se convirtieron en un ícono. Y en uno de pedestal y estatua. Aunque a diferencia de muchos de cascarón vacío, la suya fue, en nuestra América, una omnipresencia que se alimentaba de la esencia narrativa viva, espumeante, embaucadora y orgiástica que nos regaló el de Aracataca. No fue el primero pero fue el mejor en retratar esa mezcla de excesos, de humor, de pobreza y de tragicómico destino que es nuestro Continente, en que realidad e imaginación juegan a trastocarse.

Es difícil pedirle a García Márquez algo que no puede hacer ahora que fue a reencontrarse con la familia cuya historia narró para la posteridad. Los muertos, por lo general, no regresan. A veces sus cadáveres son trasladados por las calles romanas para ver al Papa. O se transforman en seres fantasmales que generan más lástima que miedo. No obstante, el colombiano regresará a través de su voz colorida y poderosa, que desarma al lector desde el primer párrafo de ese torrente diluvial que son sus crónicas periodísticas, cuentos y novelas. En toda esa Obra, con mayúscula, no se le puede pedir nada más allá de la excelencia y el efecto narcótico que regala página a página, generación tras generación de lectores. Más que pedir, solo queda agradecer.

Pero a mí siempre me rondará algo pendiente. Una cuenta que está condenada a volverse impagable en mil años más: por qué no escribió un libro o un cuento sobre deportes. Nunca se lo pude preguntar en persona y tampoco nadie me ha dado un indicio que permita destrabar ese enigma. La pregunta (o más bien, la necesidad) se fue construyendo como un puzle hecho a retazos de comentarios garciamarquinos.  El primero guarda relación con su estirpe periodística. El Gabo escribió crónicas sobre el fútbol colombiano de los cincuentas, en las que destaca la nota en que le rinde un merecido homenaje a Alfredo Di Stéfano cuando jugaba en el Millonarios bogotano. A ello se suman deliciosas entrevistas que casi se convierten en libros, como la serie que escribió sobre Ramón Hoyos, la primera gloria ciclística colombiana, o las semblanzas que hizo sobre sus héroes de niñez, como el boxeador Joe Louis.

El problema fue que todas estas estampas podían haber sido radicalizadas desde el relato de ficción. De hecho, si mi memoria no me falla -y si lo hace, está anclada en la intuición- el mismo García Márquez habría apuntado al periodismo como fuente de buena literatura, porque en él manaba la vida a borbotones, sobre todo en las páginas de crónica roja y de deportes. Si lo dijo, el colombiano no mentía. Y si no lo hizo, lo debía haber pensado.

Quizás la cuenta que le estoy pidiendo de manera totalmente extemporánea y egoístamente pequeña –como con todas las cuentas que les pasamos a nuestros mayores- se deriva de las historias de excesos sobre el amor, la pasión, el poder, la vejez y la seducción, que estuvo empeñado en contar, dejando de explorar y de regalarnos un cuento deportivo (por no hablar de una pequeña novela) que se volviera inolvidable.

No hablo en general de los deportes y las historias que sobreabundan en este planeta azul. La Colombia garciamarquina y su fútbol, son en sí y de por sí un terreno fértil de realismo mágico: desde la maldición de Garabato –esa leyenda urbana que condena al América de Cali al equivalente a los cien años de soledad futbolístico (no ganar la Copa América)-, pasando por las historias mojadas por la droga, y desembocando en ese espeluznante drama que fue la selección colombiana de 1994 y el asesinato de Andrés Escobar, había –hay- demasiada tela que cortar y que contar. Pero la voz del Gabo se fue. Para siempre. Dejándonos elucubrar sobre los “si”. Y llevándonos a soñar con su imaginación y pluma poderosas. E irrepetibles.

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