Diego Ordóñez
Quito, Ecuador
La atrevida y violenta intención de confiscar parte de los ingresos de los trabajadores de las empresas de telefonía celular tuvo, al parecer, el velado propósito de legitimar una reforma legal para aumentar la carga fiscal sobre las compañías. Y para ser más preciso, sobre una de ellas que es la que opera bajo la marca “Claro”.
Así como el gobierno ha profundizado las barreras de entrada y la regulación de precios para los servicios bancarios que desestimulan el ingreso de otros bancos que promuevan mayor competencia; en el mercado celular los costos para acceder a la prestación de servicios y los riesgos de rentabilidad en época de glotonería estatal, mantienen al consumidor subordinado a una oferta duopólica.
El presidente Correa ha dicho que “la estabilidad política que hemos generado es positiva para los negocios en el Ecuador, pues permite conocer la reglas del juego” (show sabatino del 1de noviembre). Pensamiento que es sensiblemente disonante con la realidad, pues el control absoluto de la estructura estatal ha derivado precisamente en lo contrario, por la facilidad para modificar la estructura legal y por el control sobre los órganos de la administración de justicia.
En ocho años se ha cambiado en diez oportunidades por vía de ley, las normas tributarias; que además se alteran por vía de interpretación en resoluciones administrativas. La amplia discrecionalidad de la burocracia ha creado una red de autorizaciones, reportes, información. Se añade a este escenario de incertidumbre e indefensión, el caso de la reforma a la ley de Telecomunicaciones, que se tramita en la Asamblea Nacional que altera las condiciones en las que se contrató la prestación del servicio con las operadores de telefonía celular.
La reforma en curso crea una nueva contribución económica que sería más onerosa mientras mayor es la participación en el mercado de usuarios. Cambia las reglas del juego, contrario a lo que ha afirmado el presidente de la República, pues modificará las condiciones de la explotación del espectro radioeléctrico que fueron convenidas.
Es la forma socialista de penalizar el crecimiento en el mercado y la acumulación. Por vía de formas impositivas más agresivas que incluso el impuesto sobre la renta, pues la participación prevista en el proyecto gubernamental es gravar sobre los ingresos brutos, que se legitima con un discurso populista que invoca a reprochar el lucro y a volver moral esquilmar al inversionista.
La disonancia cognitiva de la que adolece el discurso presidencial descarta el perjuicio en el largo plazo de medidas que alteran los acuerdos y que repelen el crecimiento de la inversión extranjera, y así lo demuestran las pobres cifras comparadas con los flujos que ingresan a las economías de los países vecinos.
Pero, además, promueve en la sociedad como valor, algo que es más una forma de resentimiento. El de repudiar la generación de riqueza –fue similar cuando se agredió a los empleados de las telefónicas por percibir altos valores de utilidades- y de legitimar que el Estado ejecute una gratuita apropiación social de riqueza con el supuesto fin ético de “redistribuirla”. Tarea de la que termina siendo beneficiario el gobernante que mano abierta reparte riqueza de otros.
Esta filosofía del correísmo ha inspirado atentar contra la rentabilidad en el sistema financiero que le ha llevado incluso a regular sueldos –aunque casa adentro se crean bonos para que los miembros del clan tengan más riqueza redistribuida- y es la que inspira esta nueva reforma, ahora en contra de las operadoras telefónicas; la que además ayuda a requisar nuevos ingresos al inflado pero paradójicamente deficitario presupuesto público. La revolución necesita plata, ¿o será más bien el intento de perpetuarse?