Silenciarnos a todos

María Dolores Miño

María Dolores Miño
Quito, Ecuador

En un fin de semana, el gobierno se tumbó desde todos los frentes, el derecho ciudadano a fiscalizar la gestión del poder público. Detrás de la sentencia por “injurias” contra César Monge, la “sugerencia” (entiéndase “amenaza”) a Tania Tinoco para que renuncie  a su “cargo” en Ecuavisa, y el rechazo de la acción de protección presentada por el vocero de “YASunidos” por violaciones al derecho a la honra en las sabatinas, hay un mensaje claro y amenazante: quien se atreva a cuestionar al gobierno o sus agentes, será humillado, hostigado y hasta criminalizado. Y no habrá poder  – judicial o divino- que pueda protegerlo.

Estos hechos no son nuevos. Tampoco son casuales ni aislados. Responden a un política estatal dirigida expresamente para evitar que nosotros, los mandantes, controlemos los actos de quienes están en el gobierno. Están concebidos para evitar que dudemos de la versión oficial y denunciemos posibles irregularidades; para ahogar ideas críticas y opiniones diversas,  y para convertir esta ya débil democracia en un culto ciego a la personalidad de alguien que claramente se ve a sí mismo más como un Mesías incuestionable que como un  Jefe de Estado.

Lo anterior resulta especialmente preocupante tomando en cuenta que la propia Constitución de 2008 consagró en el artículo 61.5 el derecho de todos los ciudadanos a fiscalizar  los actos del poder público. Con lo cual, el Estado no solo se obliga a no entorpecer ese ejercicio fiscalizador, sino a garantizar que exista un ambiente propicio para que todos podamos ejercerlo,  desde el ámbito y en la forma que cada uno elija para ello, ya sea mediante el ejercicio del periodismo, la oposición política o la defensa de los derechos humanos.  Un medio donde quien se atreve a cuestionar la versión oficial es empapelado en una cadena o condenado penalmente, dista mucho de ser un escenario adecuado para el control ciudadano.

Para rematar,  no solo que el Ejecutivo se ha abanderado de esta cruzada por silenciar a todo el que piensa distinto, sino que cuenta con el respaldo de la función Judicial, la cual se encarga de darle un baño de falsa legitimidad a estos atropellos. Si eso no fuera poco, también se encarga de tergiversar a conveniencia el significado y alcance de nuestros derechos, volviéndolos una suerte de concesiones estatales, y  dándole al Ejecutivo la titularidad sobre los mismos; una aberración jurídica tan terrorífica como risible.

Así, cuando se trata de miembros de oposición o de defensores de derechos humanos, éstos tienen el deber de hablar con la verdad, cuidándose de no herir la delicada susceptibilidad de funcionarios públicos o de quienes los apoyan, so pena de ser enjuiciados o insultados públicamente. Pero ese mismo estándar no se aplica para esos funcionarios públicos, pues sus insultos, injurias y mentiras son justificadas como “ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión”, “ser un costeño frontal” o “haber sido elegido por la mayoría de la población”.  Bajo este absurdo, ya no son los funcionarios públicos quienes deben someterse a un mayor escrutinio público, sino los ciudadanos.

Algunos ejemplos para ilustrar lo anterior.  Empecemos con la audiencia de la acción de protección presentada por el vocero de YASunidos contra la SECOM y el Vicepresidente Glas por una sabatina donde éste le acusó de mentiroso. En ella, los representantes del Estado se apuraron a afirmar que la vía penal no sería idónea para tutelar el derecho al honor del vocero Pablo Piedra.  Pero un día antes,  un juez de garantías penales del Guayas condenó a César Monge, director de CREO,  a dos años de prisión por el delito de injurias contra el prefecto Jimmy Jairala, funcionario público del oficialismo. Además de la evidente falta de coherencia entre diferentes entes estatales de administración de justicia, el mensaje es claro: el derecho a la honra de un funcionario público merece más tutela que el de un particular. Especialmente si ese particular  defiende derechos humanos.

Otro ejemplo. En la misma audiencia, el juez desechó la acción de protección alegando que las afirmaciones del presidente Glas correspondían a un uso legítimo del derecho a la libertad de expresión, y que por ende no se había vulnerado ningún derecho. Pero al día siguiente, el Presidente Correa amenazó solapadamente a la periodista Tania Tinoco para que renuncie a Ecuavisa por hacer exactamente lo mismo: ejercer su derecho a la libre expresión. De esto no se puede sino concluir que los únicos que tienen derecho a expresarse libremente son los funcionarios públicos; los particulares (especialmente los periodistas), deben someterse a estrictos estándares de veracidad, pues en su caso la libre expresión no es un derecho, sino un servicio público regulable de acuerdo a las necesidades del Estado.

Así, no solo el que es enjuiciado, amenazado o insultado en la sabatina es víctima de estas hostilidades. Somos también víctimas todos nosotros, pues el miedo que de a poco nos infunden nos previene de protestar, de opinar,  y de preguntar. ¿Cuántos de nosotros no pensamos varias veces antes de publicar un tuit, escribir un artículo de opinión o participar en una marcha o protesta pública?  Para muchos, el silencio es la única manera de mantenerse a buen recaudo del ataque oficial, generándose así un efecto inhibidor en toda la sociedad ecuatoriana, que evita que quienes deciden sobre el alcance de nuestros derechos y disponen de las arcas fiscales sean supervisados.

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