La necesidad de la política, según Hannah Arendt

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

En julio de 1933 la Gestapo detuvo durante 8 días a Hannah Arendt. Era el anunció de lo que paulatinamente ocurriría a gran parte de la población judía en Europa. Los primeros perseguidos, lógicamente, fueron los intelectuales. Ella sobrevivió, pese a su condición de judía, a una de las carnicerías más monstruosas de la historia humana y esa experiencia, inevitablemente, la marcó para siempre.

Reflexionar sobre la vida y experiencia de Arendt, como preámbulo para hablar de su teoría política, se vuelve fundamental en la medida en que Arent fue una cronista del horror del siglo XX.

En su texto ‘¿Qué es la política?’, con absoluta objetividad, Arendt desmenuza el fenómeno político parte por parte. Ella basa su análisis en la idea del Zoon politicon, por el cual se entiende que la política nace entre hombres, por lo tanto, fuera del hombre. Es un fenómeno externo al individuo, por ende, social.

Arendt estaba mucho más allá de las coyunturas, a ella no le interesaba solamente explicar las causas y consecuencias del nazismo sino reflexionar sobre el poder y la política en un contexto aplicable a todos los tiempos, en base a la naturaleza del ser humano. Así es como el pensamiento de Arendt se vuelve universal: sus ideas sobre la banalidad del mal y la política sirven y servirán para analizar cualquier sociedad, cualquier totalitarismo, cualquier periodo de la historia.

Entonces, este fenómeno externo que es la política lo que intenta es organizar la sociedad. Esto tiene una explicación cultural y, por ende, de influencia teológica: la idea de una Ley natural, sostiene Arendt, nos lleva a pensar que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está facultado para organizar la sociedad en base a esa naturaleza divina que lo creó y dotó de libre albedrío.

Eso, organizar la sociedad para hacer posible la convivencia humana, es el sentido y la razón de ser de la política. Sin embargo, Arendt, sobre todo después de esa guerra horrenda que desangró a Europa, se dio cuenta de la existencia de una dialéctica entre juicio y prejuicio que tensionaba la relación de la política con los miembros de la sociedad.

Por eso los prejuicios, a criterio de Arendt, se fundan en hechos concretos, es decir: un Holocausto judío, dos bombas atómicas que destrozaron Hiroshima y Nagasaki, la violencia entre pueblos hermanos, el odio racial y cultural. El temor, a fin de cuentas, de que la humanidad provoque su propia destrucción. Esa antipatía a la política ocasionó, sobre todo en esa época de traumas tan dolorosos, el deseo de librarnos de ella, que tanto mal le había causado a la humanidad.

Aquel no fue, en medida alguna, una consecuencia exclusiva de la posguerra. Los prejuicios contra la política han llegado a las sociedades del mundo en distintos pero constantes periodos de su historia. Hubo quienes alzaron las manos y se frotaron la cabeza con la caída del abominable Muro de Berlín, pensando que la historia por fin había terminado, que no habría necesidad de política pues el capitalismo y la democracia liberal habían triunfado sobre todos los sistemas concebibles y, por tanto, la historia de la humanidad no tendría más luchas ni enfrentamientos.

Lo cierto es que toda esa ilusión no tuvo un solo instante de sensatez. La caída del Telón de Acero nunca significó, como postulo Fukuyama, el fin de la historia sino el fracaso del sistema soviético. Ese episodio dio paso a que se configure un nuevo mundo en donde no son ya las ideologías políticas las que podrían desencadenar un enfrentamiento entre los pueblos sino algo mucho más drástico e inescrutable: las identidades.

Hoy, el mundo en que vivimos, como nunca antes convive con gigantescos prejuicios respecto de la política: se la cree incapaz de solucionar los problemas que nos aquejan e incluso culpable de esos mismos problemas.

Arendt sabía que la pretensión de estar atento y abierto al mundo determina el nivel político y la fisionomía general de una época. Inevitablemente los caudillismos se sirven del hartazgo hacia la política. Pienso en los países de América Latina que hoy viven bajo regímenes populistas y autoritarios: esos procesos esencialmente caudillistas surgieron de momentos de hartazgo político. Tanto la sociedad venezolana como la boliviana y ecuatoriana vivían una profunda decepción de su clase política.

Mientras escribo estas páginas recuerdo que, exactamente hace 10 años, en abril del 2005, la ciudadanía quiteña estaba en las calles con cacerolas exigiendo “¡Que se vayan todos!”. Ese, acaso, fue el inicio del correísmo. La sociedad ecuatoriana vivía en el escepticismo, por cuanto era carne fresca ante los ofrecimientos de un outsider que había prometido cambiarlo todo.

Arendt notó, sin embargo, que ni siquiera las épocas y sociedades con mayor apertura y juicio estarían libradas de caer en procesos políticos de naturaleza autoritaria. La Alemania que ella conoció era la sociedad más culta e ilustrada del mundo, aquella con el pensamiento filosófico y científico más elevado, aquella con el mayor número de intelectuales y artistas, sin embargo, esa sociedad de la que habría de suponerse vivía en juicio es aquella que niega al mundo y cae en las garras del fascismo, sosteniéndolo y animándolo, causando una de las masacres más monstruosas de las que hay registro.

Arendt, pese a que Hitler y los demás caudillos del siglo XX llegaron al poder por métodos políticos, no se doblega en su postura y cree que la elección que implica la política es entre el hombre y el mundo. Situar al hombre en el punto central de la política es una respuesta apolítica, por ende, egoísta y sumamente peligrosa. La política, en cuanto consiste en un fenómeno externo al hombre, es y debe ser una respuesta que se preocupa por el mundo. Por eso nace de las relaciones entre humanos y no de un solo individuo.

Ella incluso va más allá e identifica que el sentido de la política, su mismo corazón, es la libertad. El gran problema es que ese mismo mecanismo que puede ser empleado para establecer y garantizar un régimen de libertades puede ser usado para desmontarlo y destruirlo. De hecho, y ella reflexiona sobre esto, los totalitarismos perjudicaron el sentido de la política en cuanto a que su propósito es y debe ser la libertad. Los totalitarismos politizaron la vida y convirtieron a la política en ese agotador e invasivo fenómeno que no permitía a los ciudadanos realizar sus vidas privadamente.

Para Arendt el fundamento esencial de la libertad es la capacidad de poder iniciar cosas. Ella pensaba que todo hombre, en cuanto por nacimiento viene al mundo, es él mismo un nuevo comienzo. La iniciativa y las condiciones para llevarla a la práctica era lo que caracterizaba una sociedad de hombres libres.

Pero un sistema de libertades solo puede ser construido y defendido por medio de la política. Arendt pensaba que la política tiene que ver con el reconocimiento de que el hombre no es autárquico, es decir, depende de su existencia de otros. El objetivo primordial de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio y para eso debe ser empleada. Para que esto sea posible, como observó Madison, es preciso tener en cuenta que las sociedades son de hombres y no de ángeles, por cuanto el Estado debe poseer el monopolio de la violencia y evitar la guerra de todos contra todos.

A veces es imprescindible leer a Hannah Arendt para entender la propia realidad. Hace un par de días me enteré de que Luis García Montero, el poeta de la experiencia, es candidato para la alcaldía de Madrid y ha escrito un artículo llamado ‘Los intelectuales y la política’ en el que sostiene que la participación de los intelectuales en la política es una forma de tomar posición ante la cultura dominante. Entiendo, entonces, su decisión de subirse al cuadrilátero en la medida en que, como Arendt, García Montero entiende que la política es el vehículo para defender valores fundamentales, como la libertad, así como para destruirlos e instaurar regímenes de horror. Hay otros que no nos hacemos candidatos pero que escribimos y generamos debate, no en la atroz politiquería sino desde la reflexión política a la que Arendt dedicó parte esencial de su pensamiento. En el Ecuador debemos meditar sobre esto. Son tiempos en los que, si no participamos de alguna forma en la política, quienes lo hacen desmantelarán sin que nos quejemos ese sistema de libertades que tanto trabajo e incluso siglos nos costó levantar.

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