Rendición de cuentas para principiantes

Mauricio Maldonado Muñoz
París, Francia

Como quizás era previsible, el Diario La Hora ha sido sancionado por la Superintendencia de Comunicación (SuperCom), en resumen, por no haber cubierto el acto de rendición de cuentas del alcalde de Loja. El tema, a mí me parecía al menos, no era tan “sensible” como habían sido otros, y era bien posible que esta vez la SuperCom no actuara en este sentido. Sin embargo, he pecado de optimista.

Las reflexiones que se han hecho sobre la libertad de expresión en el Ecuador de los últimos tiempos son vastas y me parece que ese ha sido un aspecto positivo. Aunque, lamentablemente, acompañado de otro negativo: las reflexiones en pos de la libre expresión no han venido acompañadas de la protección más o menos extendida de este derecho. Al contrario, se han impuesto, por todo tipo de vías, restricciones que preocupan no sólo a los académicos o a los articulistas de opinión, sino también a muchos organismos internacionales donde el Ecuador aparece cada vez más abajo en sus índices de protección a esta libertad. Hay buenas razones, me parece, para ver estos hechos con vergüenza.

En el caso del Diario La Hora, la sanción se impone, a fin de cuentas, porque se consideró que el acto de rendición de cuentas era de interés público y que, en ese sentido, el diario La Hora estaba obligado a cubrirlo. La defensa de La Hora había argumentado que en base a cierta decisión de la Corte Constitucional y a falta de una definición precisa de lo que significa “interés público” no podía sancionarse al diario. Pero no sólo eso, sino que demostró que el diario había informado reiteradamente acerca de las gestiones de la alcaldía y que, de hecho, había anunciado el evento (el acto de rendición de cuentas) de modo que quien estuviera interesado, tuviese la opción de ir.

El efecto de una decisión de este tipo, creo que es obvia: no son ya los medios los que deciden, en último término, sus contenidos (o la relevancia de estos); sino que están obligados a seguir unas pautas del todo mal regladas sobre lo que una entidad considera de interés público o no. Fuera de toda posible definición, se da una relación primaria entre los medios y sus lectores, quienes son los que deciden qué medios leer (o no) según sus propias preferencias y convicciones. La imposición (por cualquier vía, aunque sea indirecta) de determinados contenidos, es una forma (vulgar) de constreñir a los medios a informar lo que a otros les parece importante (no a las personas en general, no a los periodistas del medio, sino a una entidad del Estado). Así se afecta, en buen romance, la relación entre el medio y su público objetivo.

Esto último me parece muy relevante para introducir una distinción: el medio tiene un público objetivo integrado por las personas que usualmente lo leen. Los que no lo leen, como se debería entender en una democracia, no están interesados en sus contenidos, o prefieren otros medios porque encuentran en su información algo más relevante para sus propios fines. Si un lector objetivo de La Hora estaba interesado en la rendición de cuentas del alcalde, podía, en efecto, enterarse de que ésta iba llevarse a cabo en determinado lugar a determinada hora. Si esperaba encontrar, después, una noticia donde se resumieran los dichos del alcalde en tal acto, y si no fuese posible encontrar tal noticia, y la encontrara en cambio en otro medio, podría ser posible que el diario La Hora perdiera un lector objetivo, puesto que la información que buscaba no estaba siendo proporcionada por su medio de habitual preferencia.

Si, en cambio, las autoridades deciden (en último término) lo que debería necesariamente (obligatoriamente) publicar un medio, es bien probable que estemos rindiendo un culto al Estado que, por lo visto, es capaz de decidir mejor que nosotros lo que queremos leer. El culto al Estado es, para quienes tienen conciencia histórica, la antesala de cualquier totalitarismo y es, a su vez, condición necesaria de cualquier autoritarismo; también, por supuesto, de los que aman caracterizarse, con mecanismos propios del populismo, como patriotas, progresistas, etc. Para los gobiernos autoritarios, el interés público es una cosa privada; es, digámoslo así, de ellos. No es ya público, porque se sustrae de éste para ubicarse en aquél. Por otra parte, el interés público, en una democracia, es —parece tan obvio que no se entiende de dónde vienen sus confusiones— lo que le interesa al público; y éste puede, con todo derecho, sentirse poco atraído a los aspectos que los funcionarios consideran realmente importantes; es esta la libertad, y no una simple regulación (por otro lado, mal hecha).

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