La soledad de un poeta

Liyanis González Padrón
Quito, Ecuador

“El que no esté solo que lance la primera piedra contra él mismo”, dice Xavier Oquendo en su poema Una sola voz, de sus Últimos Cuadernos. Pareciera que en estos versos nada le resultara vergonzoso. El orden, la virtud o los dones, siguen siendo parábola ordinaria y perturbadora de la existencia y, a su vez, lo que desvanece la impasibilidad de un verso al convertirlo en la construcción personal manifiesta, por primera, consecutiva, y última instancia, ante la subjetividad colectiva. Y es en ese proceso que radica la esencia de su poesía. El tiempo no es lo que le inquieta al poeta, sino lo que tendrá que proporcionarse a sí mismo frente a las trampas de la soledad, porque en su interior sabe en qué medida de ese estado fatídico, se encuentran el origen y el desenlace de todas las cosas.

En este libro, Oquendo reúne los cuadernos que ha llevado a cuestas por casi una década. En sus páginas se concatenan el lenguaje y el hecho poético como un periplo que desaloja las poses para no decepcionarse. Una nueva conquista de su autenticidad ante la vida fragmentada que mantiene la intensidad caótica de la sensorialidad, sin perder la belleza de lo significativo- cotidiano. Y así, el poeta nos va afinando los sentidos y nos prepara con sus intenciones líricas en cada búsqueda de lo atmosférico-descarnante. Nos entrega la bitácora. Es entonces cuando iniciamos el viaje con su primer cuaderno Solos, cuando nos manifiesta que: “Los solos se miran las pupilas desde adentro, donde hay un laberinto que termina en sí mismos”. El texto imbrica connotaciones comunicantes. Exquisitez en la hechura de lo lingüístico. Luego, lo reescrito ya deviene en el segundo cuaderno Nostalgia del día bueno, y nos advierte, con una lucidez admirable, que no hay mayor nostalgia que la que subyace en el día bueno, porque “la nostalgia es ciega”.

El hombre permanecerá perpetuamente condenado a explicarse y a entenderse. No hay nada más hondo que liberarse de su propia convulsión. “Como un completo condenado del beso, deslíe su paciencia antes de llegar a su cita con la nieve”, así lo expresa el poeta como rasgo evidenciado en el monólogo interior, donde no se resiste a abandonar el valor significante de su realidad innata. Porque “el deseo, es ese rincón donde la luz no se refleja”, allí, la voz lírica estalla y nos deslumbra con su tercer cuaderno Nacimiento del dolor. Centro validante que nos demuestra a un poeta sin vestiduras. Define el corpus de su poder de transmisión, la fecundidad de su signo: “Allí, donde Dios pidió perdón a las costillas / la vida es un instante más largo. / Lo demás es sufrimiento”.

El hecho de la creación continúa recobrando el énfasis de la poesía como experiencia de escritura. Los sentidos se agigantan y el texto transmuta, se desplaza en Lo que aire es, el cuarto cuaderno. Vehemencia, necesidad de aislamiento, temeridad, asistencia por intervalos, ternura en la mirada de los hijos, sarcasmos, tintes descontaminantes del poeta; porque el orden, la virtud o los dones siguen siendo parábola, pero se logra recuperar el amor cuando se asume lo sagrado. Oquendo realza las palabras brindándonos el tono de los afectos sin dejar de pegar fuerte en los sentidos, golpea los pulmones, desborda la infección, combustiona la lengua, remueve la saliva. Actos inexorables que contaminan al otro en su deseo de expiación. De esa manera nos dice cuál es “la dialéctica del verbo”. Astuto manejo de lo lingüístico-semántico-desconcertante. El hablante apela a la acumulación de imágenes, a los inesperados giros en la naturaleza y la acción de las metáforas que validan su universo poético: “Cualquier cosa no es felicidad. / Es el momento que sólo el recuerdo perdona”.

El poeta siente, mira, se conmueve, padece, decide, respira, huye, se incorpora. El poema es entonces, rebeldía, vehículo, catalizador para el conjunto textual que examina el mundo, tal y como ha sido concebido. Nos acerca al fracaso, nos lustra las desavenencias, y la postrera batalla que deberá librar contra el tiempo. Su voz se expone ante el rompimiento continuo de su realidad y nos introduce en otras realidades de manera inconcebible. Vitales en este cuaderno son los poemas: LLÁMESE RECUERDO, o DE AQUELLO QUE ES LO VIVIDO Y SUS CIRCUNSTANCIAS, o DE CÓMO SE USA “DOLOR” EN EL DICCIONARIO, PERO SIEMPRE ES ALGO MÁS. En éste último, nos provoca un reencuentro con el poeta peruano César Vallejo: “Así como el dolor de los tuétanos. /Así como la altura y el frío/ y el miedo a morir sintiendo el susto/ de ver al dios compasivo/ sin haberle creído/ una sola palabra”.

Sin embargo, la realidad de la vida no se demuestra tan práctica en La posta, su cuaderno final. En él existen los compromisos con el padre, y es inevitable que reaparezca la marca profunda del desamparo. No por ello el discurso pierde rigor, más bien se reconstruye con el impulso que representa la añoranza de la figura paterna. Lo desvela en la reconstrucción de un juego sin límites ni sutileza. Inquiere la necesidad imperiosa de cambio de roles: padre-hijo-hijo-padre, donde el hogar constituye el mundo que aprehende mediante la absoluta conciencia de las experiencias vitales para su oficio de poeta: “Dejaremos de ser hijos/ de casi todo. / Pasaremos a ser padres/ de casi todo.” Nacimiento, fusión, perspectiva emotiva del lenguaje desde una madurez metafórica, hasta una plenitud emocional y técnica que nos vislumbra.

En Últimos cuadernos, Xavier Oquendo reafirma su voz lírica, comprometida con la intención de la palabra misma. Cada cuaderno nos ratifica que no hay la menor duda de que el hombre es un ser inacabado, incompleto. Que solo le es referencial el ambiente para sobrevivir en sus propias soledades, nostalgias, su continuidad y refugio. El libro nos anima a vivificar y proyectar nuestra sensibilidad, habilidad que nos posibilita quedarnos y trascender en su lectura: “Y que Dios no quiera que el diluvio se haga / Que la poesía sí lo resistiría”.

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