Los detalles del diablo

Héctor Abad Faciolince
Bogotá Colombia

Empecemos, a la manera de Sancho Panza, por los refranes: “El diablo está en los detalles”, “en la puerta del horno se quema el pan” y “si las barbas de tu vecino ves pelar, pon las tuyas a remojar”. Los tres se han usado en Colombia en estos días y pueden darnos señales, al mismo tiempo, del optimismo y de la cautela que sentimos los colombianos frente a los claros avances que ha habido en el proceso de paz entre el gobierno y las FARC, la guerrilla más vieja de América. Sin duda, el acuerdo está casi listo, pero el horno está puesto sobre un campo minado.

¿En qué detalles puede meter las narices el diablo? El más importante es cómo se van a escoger los magistrados temporales del Tribunal Especial para la Paz (TEP): lo que se sabe hasta ahora es que estará compuesto en su mayoría por colombianos que, para poder aspirar a serlo, deberán tener las mismas calificaciones que se requieren para ser jueces de las altas cortes (Suprema, Constitucional y Consejo de Estado); que el 20 o 25% podrán ser extranjeros. Y que será un tribunal de cierre; lo que decida será cosa juzgada no sujeta a revisión. Lo que no sabemos es si esos magistrados serán escogidos por la guerrilla, por el gobierno, por ambos, o mediante el uso de algún mecanismo o entidad independiente.

Es más fácil redactar bien el texto de una buena ley que encontrar jueces ecuánimes y confiables que la interpreten adecuadamente. El adjetivo que se asocia siempre con un buen juez es este: imparcial. Esto quiere decir que los jueces no deberían ser escogidos por las dos partes del conflicto, y de ninguna manera en proporciones iguales para el Gobierno, que representa a la mayoría de la población, y para las FARC, que representan una ideología y una forma de lucha apoyadas por un pequeño segmento de los ciudadanos. Cuando en la mesa de La Habana se escogieron historiadores para escribir sobre los orígenes del conflicto armado, el Gobierno seleccionó la mitad de ellos y la guerrilla la otra mitad. De buena fe, el Gobierno nombró académicos universitarios independientes; las FARC, ideólogos afines a sus banderas. Si se escogen los jueces con el mismo criterio de los historiadores, la guerrilla tendría una gran ventaja de salir impune en ese tribunal, y sus enemigos históricos, el riesgo de salir perjudicados.

No sabemos ese detalle fundamental, porque, al parecer, no se ha resuelto: quiénes y cómo escogerán a los magistrados del Tribunal Especial para la Paz. Y es en una discusión como esta que el pan puede quemarse en la puerta del horno. Las FARC, a través de su cuenta de Twitter, ya empiezan a trinar sobre los industriales colombianos, aconsejándoles que pongan sus barbas en remojo. Sin duda hubo empresarios –sobre todo en el campo– que financiaron grupos paramilitares, pero generalizar diciendo que toda la clase empresarial colombiana (o la burguesía) fue parte del conflicto es inexacto. Y también un error, si la guerrilla quiere que se apruebe el pacto de paz. Amenazas veladas como esta son las que pueden hacer que el pan se queme en la puerta del horno. ¿Podrán ser juzgados los expresidentes por este mismo tribunal? El jefe del equipo negociador del Gobierno, Humberto de la Calle, ha dicho que no. Esta aclaración tiene un destinatario obvio: intenta calmar al expresidente Uribe, en quien parece que se hubiera desatado, si se juzga por sus tuits y sus comunicados, una especie de delirio de persecución.

Sergio Jaramillo ha declarado, con relación a este asunto, que el mecanismo de selección que se adopte tendrá que dar confianza a todos. Además de la idoneidad de los magistrados, lo ideal sería que un tercero o una organización independiente los seleccionara. Si bien el tribunal es una propuesta de la mesa, insiste Jaramillo, sus integrantes no serán escogidos por las Farc. Esto, en todo caso, más que un acuerdo, es una intención. Ojalá la firmeza y seriedad de los negociadores se imponga sobre el oportunismo.

Pese a las dudas anteriores, hay también motivos para la esperanza. Nunca, en medio siglo de conflicto, el gobierno colombiano había llegado tan lejos en una negociación de paz con la guerrilla de las FARC. Nunca el Estado había tenido un grupo de negociadores tan competentes y confiables como los que tiene, ni la coyuntura interna e internacional había sido tan propicia para un acuerdo con la subversión. Fundamental es que Cuba y Venezuela (los referentes políticos e ideológicos de la guerrilla) quieren que se firme un armisticio definitivo, y que Estados Unidos (al menos el gobierno Obama, no así el ala republicana del Congreso) está también a favor del cese total de hostilidades. El deshielo entre Washington y La Habana -último paso en el fin de la guerra fría- forma parte del mismo movimiento. Los astros geopolíticos, pues, están bien alineados para un arreglo.

Otra cosa que ayuda al ambiente de paz es que el péndulo de la Iglesia haya vuelto hacia la izquierda. En La Habana olía todavía a Papa Francisco cuando se dio el apretón de manos entre el presidente Santos y Rodrigo Londoño (más conocido con los alias de Timoleón Jiménez y Timochenko), el comandante en jefe de las FARC. Hay incluso una fecha de caducidad del pacto, como en el envase de una mermelada: 23 de marzo de 2016. Pero los colombianos somos ya un pueblo escarmentado en demasiados fracasos, y no vamos a creer en el fin del conflicto -como Santo Tomás- hasta que no metamos el dedo en la última herida cauterizada por la firma definitiva. “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”, es la premisa básica de esta negociación.

Paradójicamente, para que un proceso de paz pueda considerarse exitoso todas las partes deben quedar levemente descontentas, aunque no desesperadas. Tiene que haber concesiones molestas a un lado y a otro. Es como cuando compras o vendes una finca: el vendedor debe pensar que pudo haber sacado un poco más, pero que no fue engañado; y el comprador, que pagó más de la cuenta, pero no demasiado. Es lo único que nos deja -recelosos que somos los humanos- más o menos contentos. Uno puede soñar con aniquilar a su adversario y que este, rendido, acepte todas nuestras condiciones. Esto sería, del lado de las FARC, haberse tomado el poder por las armas, algo de lo que estaban muy, pero muy lejos. Y del lado del Gobierno colombiano, si bien todo el balance de fuerzas se inclinaba netamente a su favor (y por eso la guerrilla se avino a negociar), había que aceptar que más de diez mil hombres en armas, financiados por tráfico de cocaína, de oro y de armas, y escondidos en selvas inmensas y casi inexpugnables, nos podría condenar a otros decenios de conflicto o de guerra de baja intensidad. Un acuerdo era, de parte y parte, lo más deseable, y más para una guerrilla que ya no podrá seguir contando con el apoyo logístico y económico de una Venezuela escasa de petrodólares.

Otro punto fundamental, y uno de los más temidos por quienes se oponen a la solución negociada, es que tanto guerrilleros como militares presos y condenados por la justicia ordinaria (algunos de los cuales ya purgan penas de cárcel de veinte o más años), podrán aspirar a decir la verdad, salir de prisión, y pagar las penas más moderadas que el TEP está autorizado a conceder. A esto se agrega que también los civiles que hayan ayudado a cometer delitos atroces (auxiliando a la guerrilla o a los paramilitares), si hacen una confesión plena y oportuna, podrán acogerse a la justicia transicional. De no confesar la verdad ni sumarse a este procedimiento, también los civiles y los militares regulares podrían luego sufrir penas más severas, producto de las revelaciones o delaciones de otras personas que en cambio sí hayan querido colaborar con este tribunal especial. Los altos mandos militares temen mucho las confesiones de sus subalternos presos.

Parece ser que el narcotráfico será considerado como delito conexo con el delito político. Esto, que para Uribe es inadmisible, en realidad no es tan grave: es mucho más grave secuestrar y matar que exportar cocaína. Lo destacable es que, según el texto firmado, ni los crímenes de lesa humanidad ni la toma de rehenes (el nombre técnico que se le da al crimen del secuestro) serán amnistiables. Si no se entiende mal el texto, que por algunos momentos es sufientemente ambiguo como para dejarlo a libre interpretación de los jueces, da la impresión que crímenes como el secuestro tendrán que ser confesados y condenados con penas que, aunque no incluyen una cárcel regular, sí implican la privación de la libertad en sitios de confinamiento de los que no se podrá salir durante varios años.

En los meses recientes la guerra colombiana se ha combatido más en Twitter que en la selva. Desde la última tregua unilateral decretada por las Farc se han usado más palabras que balas, más aforismos que fusiles y helicópteros. Por feroces que sean las palabras, son siempre preferibles a la sangre. Pero ya se sabe que el final de la guerra, para los que viven de ella, es como cuando escampa para el vendedor de paraguas. Y hay algunos políticos, negociantes, narcotraficantes y militares que están rogando porque vuelva a llover.

Con el acuerdo sobre justicia transicional es evidente que no habrá una justicia plena que deje contento a todo el mundo, y menos a las víctimas que pretendan una reparación completa por las vías ordinarias. De eso se trata la justicia transicional, y no hay otro camino para lograr la paz, si no hay vencedores ni vencidos. Las víctimas, sin embargo, suelen ser menos exigentes de lo que se cree. En aras de un país menos violento, y de un futuro que no esté teñido de terrorismo guerrillero ni de contraterrorismo paraestatal, tengo la impresión de que la mayoría de quienes hemos sufrido penas inmensas en estos largos años de conflicto, consideramos, en palabras de Séneca, que “es preferible una paz injusta a una guerra justa.”

* Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano. Su texto ha sido publicado originalemente en el diario español El País.

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