Una pequeña urgencia

Antonio Villaarruel
Quito, Ecuador

No sé si fue la dolarización o un aire de cambio que supuso el falaz viraje progresista en América latina. La otra opción, la más certera, imagino, pudo haber sido la apertura de fronteras, que tantas quejas forjó y sobre la que hasta ahora no se ha probado nada negativo. El caso es que durante los últimos ocho o siete años, el país vivió una fuerte inyección de inmigración compuesta de gentes de medio mundo.

En medio del cacareo conservador, varias de las ciudades ecuatorianas se han ido llenando de gente extranjera: cubanos, haitianos, nigerianos, venezolanos, gringos, pakistaníes, españoles. El paisaje ha cambiado: al menos en Quito, los idiomas se han multiplicado, la variedad de oferta gastronómica ha crecido exponencialmente, varios segmentos poblacionales aprenden el arduo oficio de la tolerancia, y la vecindad con gente de procedencias de más allá de cien kilómetros se ha vuelto moneda común.

Por supuesto, la recepción de inmigrantes no es trabajo fácil. Es arduo, por caso, que los varios miles de personas emigrantes en Ecuador que han crecido con la violencia como primera arma de transacción, no la vayan a replicar aquí o en cualquier lado adonde vayan. Por eso, no creo que deba asumirse un escenario idílico en que el crisol multiplica riquezas y llena de gente nueva y diálogos interculturales a una sociedad que durante siglos permaneció cerrada.

Tan cerrada habrá estado, que ni siquiera se molestó en aprender los códigos y las prioridades de los pueblos negros o indígenas que la habitaban. Sin embargo, lo que sí sucede es que lo que gana esta aún provinciana sociedad es inmenso: el capital cultural que recibe, los cientos de profesores españoles, de vendedores colombianos, de médicos cubanos o de cocineros venezolanos, por poner un ejemplo, le han insuflado de dinamismo a espacios donde la endogamia y el arribismo clasemediero, escudados con un apellido noble venido a menos, habían reclamado derechos que le parecían naturales, a veces hasta divinos. Y claro, habrán hecho circular cientos de millones de dólares que deberían contabilizarse.

El mapa de los afectos es divergente y a veces desconcertante. A los cientos de parejas binacionales, de vecindades diversas o de emprendimientos en más de un idioma, se suman una retahíla de prejuicios y lugares comunes que se parecen de manera asombrosa a aquéllos que proferían los ancianos franquistas cuando constataban la presencia masiva de latinoamericanos en Madrid. Subsiste la pereza de la errada idea de que los extranjeros ocupan plazas de trabajo nacionales; que reviven demonios impropios de la educación católica (y mojigata) de la ciudadanía receptora; que se llevan los beneficios de la seguridad social o que instauran un régimen de violencia hasta hace poco desconocido.

Tanto da que se quejen. Pero ante el manejo irresponsable de la economía nacional, que no previó apenas nada de ahorro para épocas contracíclicas, el Ecuador corre el riesgo de volver a convertirse en un páramo árido hacia donde nadie vira los ojos. Bien entiendo que hay otras prioridades, otras urgencias. Pero no lo puedo evitar: por momentos, cuando hay un caos de colores y lenguas, de voces y señales, siento que así es como debería verse siempre América Latina. Y, extrañamente, sonrío.

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