Tres escenarios para el abuso del “poder automovilizado”

Víctor Cabezas

Lo cierto es que aquello que vemos ha cambiado desde que que Rafael Correa está en el poder. Y entre esas múltiples “cosas políticas” que salen a la luz en ciudades y pueblos hay una categoría que me llama especialmente la atención.

Escena 1:

Son las seis de la tarde en la avenida Simón Bolívar en Quito, el tráfico es pesado y no fluye con rapidez. Una 4×4 Toyota 4Runner –PVP +- ¿80000?- con los vidrios polarizados, sin placas y haciendo sonar una estridente sirena, parece desconocer la realidad exterior. Con la urgencia de paso que evocan aquellas luces blancas, azules y rojas propias de los vehículos de emergencia, la lujosa camioneta pretende pasar -violenta en su apuro e incomprensión de la realidad exterior- entre los automóviles que asustados y obedientes giran hacia la izquierda o derecha dejando un pequeño camino para que la nave polarizada pase presurosa. En ese momento que decía mucho sobre la realidad degenerativa del ejercicio político en Ecuador, un ciudadano se niega a girar y encarna así la más pura forma de resistencia civil. Se negó y de la lujosa camioneta –con una fuerza, seguridad y violencia muy difícil de explicar- salieron cuatro brazos agresivos ordenándole que se hiciera a un lado. Pasó la Toyota, tras ella dos Grand Vitara SZ igualmente polarizados, sin placas, sin registros, sin nada. Pasaron y la imagen de los vehículos ciudadanos abriendo paso al poder perecieron hasta derivar en una indignación colectiva de todos los choferes.

Escena 2:

En una autopista de la ciudad hay tráfico, son las siete de la mañana y un carril está cerrado. Hay policías guiando los automóviles. Entre la molestia y el deseo de averiguar qué pasó, se observan dos SUV Toyota Fortuner –PVP +- 50000- con las mismas luces escandalosas, agresivas, con las sirenas y toda esa parafernalia del poder “automovilizado”. Entre ambas camionetas se observa a un funcionario público montando seguro en su bicicleta.

Escena 3:

En la autopista Intervalles dan las siete de la noche y tres Grand Vitara SZ negros, con vidrios polarizados, sin placas y, como es ahora natural, con las luces flash irradiándolo todo de ese sentimiento de emergencia, transitan despavoridos por la vía. Salvan de chocar a un auto en su carrera por rebasar a los otros vehículos, no pagan el peaje pues a su sola vista el operario alza la vara. Pitan, aceleran, son los fitipaldis criollos, por fin inmunes, por fin cumpliendo el anhelado suceso ciudadano de ser invisible ante la ley.

Me gustaría poner nombres, placas, algo más que la tenebrosa imagen de un auto lujoso y polarizado andando por las calles y jugando a ser todopoderoso. Me gustaría poder identificar esos vehículos y denunciarlos públicamente. Pero no hay nada, ni placas, ni una simple referencia a la institución pública a la que pertenecen.

Deberíamos cuestionarnos la cantidad de vehículos oficiales que vemos en las calles ¿es necesario que las camionetas sean tantas y tan lujosas? Después, por un elemental sentido de responsabilidad en la administración de nuestros recursos, debería ser obligación que todos y cada uno de los automóviles del Estado se encuentren identificados y Contraloría -¿qué dirá sobre este particular ?- pueda glosar y vigilar que se destinen únicamente para los fines públicos, no para paseos ciclistas particulares, por ejemplo.

Finalmente ¿dónde podemos quejarnos sobre esto? ¿quién podría asistir a un ciudadano en su tarea de supervisar la gestión del Gobierno en este punto, por ejemplo? La imagen de la lujosa 4×4 abriéndose paso abruptamente -con sus luces, colores y sirenas- entre los automóviles ciudadanos que esperan el lento flujo del tránsito ¿nos dice algo sobre el manejo político? De nuevo ¿es este un caso de “para muestra un botón” de lo que pasa en la realidad política paralela? ¿o será un simple caso aislado fruto del tráfico capitalino, las prisas del momento, los polarizados y los guardaespaldas?

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