La reforma a ese artículo, fruto de la consulta popular del 7 de mayo de 2011, amplió la prohibición a los «principales» accionistas, pero no definió a quiénes debía considerarse como tales. Encargó a la Superintendencia de Bancos la facultad de hacerlo.
Contrariando toda lógica, y con absoluta ignorancia de las realidades corporativas, con resolución JB-2011-1973 la Junta Bancaria dijo que por principales accionistas debía considerarse a quienes posean el 6 % o más del paquete accionario, metiendo así, en el mismo saco, incluso a minoritarios hostiles con la administración. Pero no solo eso. Para no perder la mala costumbre de las subjetividades en el paisito, agregó una presunción: también debía calificarse como principales accionistas a quienes, pese a no tener siquiera individualmente tal 6 %, se suponga que en conjunto con otros conformen una «unidad de intereses económicos» que alcance ese porcentaje.
Y para seguir con las presunciones, la propia Junta Bancaria agregó que la tal unidad de intereses debía entenderse conformada cuando entre varias personas «…existan relaciones de negocios, de capitales o de administración que permitan a una o más de ellas ejercer una influencia significativa o permanente en las decisiones de las demás».
El reciente Código Monetario y Financiero (art. 256) mantuvo aquella tontería del 6 %, pero empeoró el absurdo la Junta Bancaria: ahora basta que unas personas «…a criterio del organismo de control mantengan nexos económicos, societarios de negocios y/o familiares» y en conjunto superen tal 6 %.
¿Qué «criterio» se requiere para constatar si, por ejemplo, entre unas personas hay nexos familiares?
Distinto sería si, constatados ciertos nexos, se concluye que -por otros indicios- hay unidad de intereses económicos. Pero la mera existencia de aquellos no puede ser suficiente.
Hasta entre hermanos hay disputas.