»La ciudad, por primera vez en su larga historia, es destructible. Una simple escuadra de aviones… puede rápidamente terminar con esta isla fantástica, quemar las torres, derrumbar los puentes,… cremar a millones. Esta intimación de mortalidad es parte de Nueva York ahora: en el sonido de los jets en el aire, en los encabezados de la última edición de los diarios…» –E.B. White, «Esta es Nueva York», 1949.
Era entonces el sofocante verano del 48 cuando White, corresponsal del New Yorker, el semanario literario eminente, escribió su inigualado poema en prosa a «la Ciudad del Hombre». La amenaza, seis décadas atrás, no era «los talibanes del último grito» sino la naciente edad nuclear. Después de la debacle undécimoseptembrina, Nueva York, como diría Faulkner, no solamente sobrevive sino que prevalece. Mientras que en el resto de los Estados Unidos, la crisis hipotecaria sumerge a la gente, a sus barrios, a banqueros y a bancos entre el apuro y la ruina, el costo promedio de un apartamento en Manhattan supera el millón y medio de dolares, cincuenta por ciento más que en el 2001.
Cuando Mario Vargas Llosa, tres meses después de la caída de las Torres, visitó Manhattan, él escribía ya sobre la dificultad para conseguir boletos para Broadway, pese al miasma postraumático que persistía en el ambiente. Ahora, el «I Love NY» metropolitano ha sido matizado por circunstancias trágicas y adaptaciones sabias para tácitamente reafirmar que en esta ciudad -«una refracción en pequeño formato de la infinita variedad de lo humano» según la excepcional descripción vargasllosiana- el show debe continuar. Y cómo lo ha hecho.
Nueva York no es la ciudad más bella del mundo. Es la más apropiada. Refleja con singularidad la sutileza, contradicción y trascendencia humanas. Como diría Lincoln en otras circunstancias, convergen allí «los mejores ángeles de nuestra naturaleza». Es el triunfo de la especie sobre la geografía (y la geología), creciendo inevitable, sugestiva y proverbialmente en la única dirección posible, creando de paso un espectáculo autocongratulatorio y pleno. A Río de Janeiro la contemplamos absortos y creemos en Dios. A Nueva York la contemplamos absortos y creemos en el Hombre.
Para la mayoría de personas sensatas, la imagen de la ciudad natal es, a no dudarlo, incomparable. Sin embargo, «algo en la manera como se mueve» tiene Nueva York que nos entrelaza con ella, aflorando entonces sentimientos de digna infidelidad cívica. Por primera y única vez en la historia inglesa, el himno norteamericano fue interpretado en septiembre del 2001 frente a Buckingham, sede de su realeza y por orden de Isabel Segunda, en homenaje a la malherida Nueva York, antigua y primera capital de las antaño colonias británicas. Parafraseando a Chejov, el dramaturgo y médico que justificaba sus dos amores profesionales refugiándose a la sombra de un antojo de bigamia, si la ciudad natal es como una virtuosa y devota esposa, Nueva York sería como la voluptuosa e impredecible amante. Y como suele suceder con las amantes excepcionales, más temprano que tarde nos sacan de quicio.
Le Corbusier, el notable arquitecto modernista, co-diseñador con Oscar Niemeyer del edificio sede de las Naciones Unidas, en la Primera Avenida y la calle 42, decía que «cien veces he pensado en Nueva York como una pesadilla y cincuenta veces como una hermosa pesadilla”. Nada más hay que tratar de atravesar Manhattan de este a oeste en la zona central a la hora pico para confirmar lo que concluyen los estudios de tráfico: primero llega el que camina que el que conduce. El tamaño de los apartamentos en Nueva York, excluyendo aquellas excepciones cuyo costo parece más presupuesto gubernamental que precio de compra, redefine el concepto de liliputiense. Junto a Hong Kong y a Tokio, Manhattan -en las intersecciones entre la Quinta Avenida y las calles 49 hasta 60- tiene las áreas de bienes raíces mas costosas del mundo: 26 mil dolares el metro cuadrado por el alquiler de un espacio comercial a ras de calle. Por 75 millones de dolares, en el 22 de la calle 71 Este y Madison Avenue, está disponible un edificio clásico de cinco pisos para vivienda. Y en el 246 de la calle 17, en el bohemio barrio de Chelsea, un área de parqueo ofrecen en venta, dice la CNN, por 225 mil dolares. Cabe allí un auto.
Reducir los atributos de la ciudad a cifras y dinero -«la capital del capital» según los publicistas- sería insultante y aceptable para sus habitantes pero inexacto. El punto es que Nueva York es el centro del mundo. El problema es que la mayoría de neoyorquinos se lo cree: preferentemente preocupados por la economía; competitivos en la calidad de educación de sus hijos; acostumbrados a recibir bienes y servicios a la puerta de su apartamento; tradicionalmente ausentes de la ciudad buena parte del caluroso verano con destino a playas vecinas o países lejanos o viceversa; con relativa frecuencia dependientes de terapistas de la conducta para ayudarse a enfrentar los estreses diarios; dueños de un práctico tren subterráneo, con más ganas evitado que abordado; con poca tolerancia, impacientes; creyentes en la aristocracia del talento (y la autocracia de las propinas); etnocéntricos pero -pese a las ocasionales y periódicas opiniones locales discrepantes- no racistas; con inteligencia, solidarios; productivos y optimistas; espaciadamente arrogantes y misteriosamente llevaderos. «Por su vestimenta, hábito, maneras, provincialismo, rutina y torpeza, había adquirido esa encantadora insolencia, esa irritante serenidad, esa sofisticada vulgaridad, ese garbo desequilibrado que hacen al caballero de Manhattan tan deliciosamente pequeño en su grandeza«, sentenciaba un personaje del laureado brevinovelista norteamericano O. Henry hace mas de cien años. «Que se puede esperar» -añadía- «de una ciudad aislada del mundo, de un lado por el océano y del otro por Nueva Jersey».
Pero las mayores prestidigitaciones lingüísticas se las ha reservado para el perfil de Manhattan visto desde el mar. Robert Caro, biganador del Pulitzer, en su monumental y clásica biografía del urbanista Robert Moses, mentalizador y ejecutor de virtualmente la totalidad de las carreteras, parques y edificios públicos emblemáticos de Nueva York durante gran parte del siglo pasado, lo describe como «una vista capaz de desesperar a los escritores en busca de adjetivos». Han descrito a la colosal masa de rascacielos como en peldaños y cincelados a desnivel con apariencia de emerger desde el agua, como un barco gigante; como la proa de un buque en feroz avance; como ominosa fortaleza medieval de enorme altura y defensas imposibles de escalar -así vista- más aparente y apropiadamente habitada «por reyes muertos que por banqueros recientes»; como un bosque petrificado; como una meseta;»el dolmen de un gigante»; «el panorama más significativo que la civilización moderna es capaz de ofrecer».
Las grandes y memorables ciudades tienen en común grandes y definitorios adjetivos y descripciones. Hay una, seminal y etérea, «la ciudad de los espejos (o los espejismos)»; otra, desvencijada pero «tan bella que hasta el ya del deterioro le sienta como el nunca a las mujeres»; otra, «la ciudad de la furia» -susceptible, tenue, «donde nadie sabe de mi, pero soy parte de todos»; otra,como perla ingrávida, dueña de ciertas aciagas tardes que impulsan abandonarla en silencio mientras muere el día. Y otra, «si envuelta en bruma, impedida de seducir por agua en suspensión,»: la alta y sobria, contradictoria y enérgica, monumental y magnífica, egoísta, voraz y despiadada ciudadela insomne. Las ciudades, reales e imaginarias, poseen la truncada y potencial elocuencia de los crucigramas irresueltos. A diferencia de los metales macondinos que las conforman no tienen vida propia. Como aquellos, es posible, dicen, proveerlas de alma (o de significado) con palabras como imanes.
- Esta nota apareció originalmente en AMCHAM, la Revista de la Cámara de Comercio Ecuatoriano-Norteamericana.