Fujimorismo, violencia política y literatura

El apretado resultado de las últimas elecciones es una secuela de aquel terror y de la pervivencia de una mezcla de autoritarismo y populismo que aún fascina a muchos electores no sólo en Perú sino en todos los países de América Latina. Autoritarismos y populismos de derechas y de izquierdas.

La violencia en Perú —el sasachakuy tiempo— como lo bautizaron los campesinos e indígenas de Ayacucho, también marcó la literatura peruana, al punto que surgió lo que se denominó la literatura de la violencia. Mark R. Cox, un estudioso norteamericano de la literatura peruana de la época, señalaba que entre los años 80 y 90 se habían publicado más de 300 cuentos y 68 novelas, algunas de éstas en inglés. En los años siguientes, la narrativa sobre la violencia continuó en ascenso constituyéndose en un continente literario y también cinematográfico.

Hasta nosotros llegó muy poco de esa literatura. En realidad lo que permiten los circuitos comerciales del libro: Vargas Llosa, con Lituma en los Andes y Santiago Roncagliolo, con Abril rojo, que fue acreedora del Premio Alfaguara. Apenas se difundió La hora azul de Alonso Cueto, que ganó el Premio Herralde. De manera marginal se leyó a Manuel Scorza, escritor poderoso que murió en noviembre de 1983, junto con Ángel Rama y Marta Traba, en el fatídico vuelo 11 de Avianca que se estrelló en Madrid. Y permanece desconocida la narrativa de José de Piérola autor de Un beso del infierno y El camino de regreso.

La narrativa de la violencia política también fue un campo de confrontación extrema entre los narradores hegemónicos (en palabras de Cox): Vargas Llosa, Roncagliolo y Cueto, entre otros y aquellos más o menos cercanos al mundo andino y a la violencia de la que fue objeto, como Hildebrando Pérez Huaranca. Mark R. Cox recogió este debate en un libro imprescindible, con un título demasiado largo: SASACHAKUY TIEMPO. Memoria y pervivencia. Ensayos sobre literatura de la violencia política en Perú.

En lo personal, desde la ficción, también me sumergí en el mundo de la violencia política con la novela El invitado. Fue mi tercera novela y se hizo merecedora del Premio Joaquín Gallegos Lara. Era la segunda ocasión que recibía ese reconocimiento. Cuando la presenté en Lima, en la Feria del Libro, uno de los asistentes me preguntó a boca de jarro: «¿Por qué un escritor ecuatoriano escribe sobre Perú?». Sentí que la mala relación histórica entre los dos países estaba allí, presente. La pregunta era a la vez reclamo y sospecha. Le respondí que la ficción no tiene territorios ni dueños y que al escribir El invitado había saldado deudas con mi propia experiencia personal con la violencia política, una realidad que está más allá de los países, de los regímenes y de las ideologías. Además tenía una larga relación con Perú desde cuando descubrí a Vallejo de Poemas humanos y Trilce, a Arguedas de Yawar fiesta y Los ríos profundos, a Vargas Llosa de Los Cachorros, La casa verde, Conversación en la catedral, a Martín Adán. En los 70 había recorrido Lima a pie, sabía de sus calles y plazas y me fascinaban sus culturas prehispánicas y preincaicas, y entre éstas, la cultura mochica.

La violencia política ha impreso su huella en todas las facetas de ese complejo y rico país, la literatura no podía quedar al margen. Lo que siempre me llamó la atención es el poco interés que esta literatura despertó en nosotros, los vecinos distantes, como alguien llamó a Perú y Ecuador.

 

 

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