Muy en el fondo, sabía que su familia iba a ser deportada a la Cuba de los Castro en pocas horas. Estaba arrodillada junto a un colchón en la vereda frente al Hotel/Cárcel Carrión. Esa madrugada, terminaba la cobertura más larga de mi vida y una de las más frustrantes. El gobierno de Correa pretende que el periodista correcto es el que no siente, el que no opina ni piensa, sólo repite la verdad oficial. Para mí esa madrugada será inolvidable, precisamente porque además de cubrir un acontecimiento noticioso, yo sentía que ese era el único lugar en el que debía estar en ese momento.
Llegué al Tribunal de Garantías Penales de Pichincha la tarde del día anterior, pensando que la extemporánea audiencia de habeas corpus iba a durar cuatro o cinco horas. Duró trece. Cuando llegué, los abogados de los cubanos se enfrentaban con vehemencia a los policías que custodiaban la puerta del edificio, para que les dejen ingresar a la audiencia. El despliegue de gendarmes vestidos de Robocop era inmenso. Sin embargo, se respiraba un aire de fiesta: familiares de detenidos y defensores de Derechos Humanos cantaban Guantanamera, esa clásica canción popular cubana inspirada en las primeras estrofas de los ‘Versos sencillos’ de José Martí. En cierto punto, una paloma blanca se posó en el edificio del Tribunal y hubo aplausos y esperanza.
Yo también cometí el error de tener esperanza. Y es que era tan evidente que la detención de estas personas había sido ilegal y era tan descarada la forma en que el Ministerio del Interior pretendía pasar por encima de la Justicia, que pensé –ingenuamente– que la acción de habeas corpus sería aceptada.
Mientras pasaban las horas, íbamos quedando menos personas. Hubo una colecta de dinero para comprar café y repartirlo a los familiares de los detenidos. Daniela Salazar, mi profesora y amiga, salió del edificio a informar que había necesidad de agua para los 46 cubanos que se hallaban hacinados en la sala de audiencias y que estaban deshidratados. Hubo desmayos.
Quiero relatar lo que vi porque sigo creyendo que la palabra escrita durará más que la pesadilla autoritaria, el oprobio y la arrogancia de quienes, por ahora, están en el poder. En cierto punto de la tarde una funcionaria salió del edificio a pavonearse en la vereda, con impúdica petulancia, y ordenó a un par de policías que la custodien. Me acerqué, con otros fotógrafos y camarógrafos, a tomarle una fotografía y se tapó la cara. La seguí y fui empujado por el policía que la custodiaba. Luego entró, histérica, al edificio.
Fui a cubrir un acontecimiento noticioso y me encontré con una parte de mí que durante mucho tiempo he intentado moderar: la indignación, la rabia y el asco. Es inevitable tomar partido y solidarizarse cuando la violencia de un Estado pervertido y sus funcionarios se empecinan en destruir las vidas de las personas que les son incómodas. Tan obsesionado estaba el gobierno del Ecuador en deportar a los cubanos que ni si quiera cuidó las formas, no disimuló su demencial obstinación y capricho. Entre las pruebas que, fuera de tiempo, el Ministerio del Interior exhibió y fueron admitidas por el Tribunal, estaban ordenes de deportación de algunos de los 46 migrantes presentes en la audiencia, expuestas como si hubieran sido ya deportados. Lo hicieron, seguramente, a causa de una confusión pero ese error y prueba de arbitrariedad desnuda la manera en que todo este proceso nefasto se ha llevado a cabo: atropellando y a lo loco.
Un grupo de jóvenes quiteños llegaron pasadas las ocho de la noche con tarrinas de comida para los ciudadanos cubanos detenidos. Recién a media noche se permitió el ingreso de la comida para alimentar, luego de tantas horas de hambre, a estas personas. Por un lado, este país es la xenofobia, la ignorancia, la impavidez y la crueldad. Pero hay un puñado de personas que demostraron solidaridad y se hicieron presentes, entendiendo que el migrante no es un criminal (como se los trató), sino alguien que tiene la valentía de luchar por un sueño, el sueño de mejorar su vida, de buscar más oportunidades para su familia, de encontrar una libertad que nunca antes habían tenido. Sí, quisieron utilizar al Ecuador como lugar de paso. ¿Es esa su culpa o de la desastrosa política migratoria del incoherente gobierno ecuatoriano? ¿No ordenaron la deportación los mismos que escribieron en la constitución la ciudadanía universal? ¿No usaron cientos de miles de ecuatorianos a México como lugar de paso para llegar a los Estados Unidos? ¿No fue dramática la travesía que tantos y tantos ecuatorianos hicieron a España? Esas preguntas no se responde este país sin memoria.
En este país, hay extranjeros de primera clase, como el canciller Guillaume Long, y de segunda, como los cubanos deportados. Patricio Zuquilanda se sintió ofendido cuando le comparé con Long y tiene razón. Nadie merece ser comparado con el peor canciller de toda la historia ecuatoriana, que solo una semana antes de la detención de los cubanos dijo en rueda de prensa que los refugiados “son bienvenidos” y que Ecuador “es uno de los pocos países que defienden el derecho al refugio”. La bomba sexy de la Revolución Ciudadana, como es su costumbre, volvió a mentir. Lo hizo frente a Filippo Grandi, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados que a su vez, aferrándose a la literatura fantástica, dijo que este país es un ejemplo de acogida. Pero Long no importa, en realidad los que mandan aquí, incluso sobre la Función Judicial, son el ministro José Serrano y su viceministro Diego Fuentes.
En este país, no hay división de poderes. Es un hecho. Por eso el Ministerio del Interior puede revisar las decisiones judiciales, en cumplimiento de la Ley de Migración expedida por la última dictadura militar y rompiendo el principio constitucional de unidad jurisdiccional. Aquí no hay independencia judicial, aquí impera la ley de la selva. En Ecuador cualquier ministro puede amenazar y amedrentar a administradores de justicia. Por eso Serrano y Fuentes enviaron al Consejo de la Judicatura los nombres de los jueces que ordenaron la libertad de varios cubanos, conforme a Derecho, a fin de que se revise su conducta y sean sancionados. Ochenta y un cubanos, con orden de libertad, fueron deportados. Jueces desobedientes.
En este país, hay un grupo de personas que se movilizan en automóviles sin placas, que se niegan a identificarse y que se sienten en el derecho de fotografiar y filmar a defensores de derechos humanos y periodistas, de hecho, a cualquier persona. El diario digital la República publicó las fotografías que, en respuesta, les tomé a ese grupo de cobardes alrededor de las cuatro de la mañana. Individuos de mirada siniestra que, encubiertos y protegidos por el Estado, se han dedicado a intimidad y perseguir. Cuando, junto a otro fotógrafo y a un documentalista, me acerqué a fotografiar a esos sombríos individuos, nos respondieron con insultos y amenazas. Uno de ellos me dijo, “calvito, no sabes con quien te metes”. Yo le respondí que junto a las fotografías que me tomó ponga mi nombre, Miguel Molina Díaz, porque cuando la pesadilla megalómana se termine y se desclasifiquen los documentos, será interesante conocer, por fin, la identidad de los autores de estas perversas fotografías. También le di mi nombre porque, a diferencia de esa pobre gente, para mí es motivo de orgullo. Es el nombre que me dieron mis padres y es el nombre con el que firmo mis textos. Es el nombre desde el cual escribo y pienso.
Para mí esa madrugada será inolvidable. Antes de las cuatro de la mañana, la mayoría de periodistas se habían ido. Quedábamos muy pocos, muertos de frío y de cansancio. Cuando conocimos que la decisión del Tribunal había sido negar el habeas corpus, vi como una mujer cubana con estatus migratorio irregular, conteniendo las lágrimas y la desesperación, cruzaba la calle en busca de un taxi, derrotada y aferrada a un último resquicio de paciencia, sabiendo que no se despediría de su marido y que su vida, a partir de ese instante, estaría marcada por la separación y el dolor.
Cuando la policía subió a los ciudadanos cubanos al bus, tuve la certeza que era testigo de un evento que algún día, si el país llega a tener cordura, nos llenará de vergüenza. Sentí la necesidad de ofrecerles disculpas. Pedirles perdón por permitir que algo así suceda y que sus vidas hayan sido destrozadas. Perdón por las familias rotas. Perdón por tolerar que un grupo de descalificados prostituyan las Leyes y las cortes. Perdón por la ignorancia de mi país y por elegir a líderes enfermos de rencor y de violencia. Pensé, con esperanza, en la posibilidad de que con el paso de los años esas familias, hoy brutalmente separadas, podrán reunirse y perdonarnos.
Escribo esto con indignación y también con dolor y vergüenza. Escribo para denunciar estos hechos aberrantes. Escribo para que estas imágenes, cargadas de horror, queden registradas en la memoria de quien todavía tenga conciencia, de quien no ha perdido la elemental y humana capacidad de recordar. Escribo para no olvidar a la adolescente que lloraba arrodillada afuera del Hotel/Cárcel Carrión al amanecer, ni a la que desvencijada esposa que buscaba un taxi en la madrugada después de saber que no se despediría de su marido, futuro deportado. Escribo porque no quiero olvidar a los defensores de Derechos Humanos que lloraban de indignación e impotencia mientras el bus arrancaba entre las motos de la policía. Escribo para guardar en el archivo de la indignidad a los cobardes que intentaron intimidarnos con sus fotografías perversas, especialmente a uno de ellos, esa mente retorcida que afuera del Hotel/Cárcel Carrión enseñaba a los policías un video de gendarmes norteamericanos maltratando a cubanos. Escribo por Cuba. Escribo contra el silencio cómplice de quienes se han hecho de la vista gorda. Y para recordar el ruido de quienes se hicieron presentes. Escribo por este país que olvida. Escribo porque para mí el derecho y el periodismo, la misma escritura, han sido y serán formas de luchar por la memoria. Y escribo porque la palabra escrita queda, mientras el poder de los que hoy se creen Dioses, lentamente se disipa. (O)