Guayaquil era más interesante de lo que hasta entonces imaginaba. La ciudad, leía durante su sesquicentenario, había sido objeto cinco décadas atrás del sobrio talento de un artista con el ronroneante y melifluo nombre de Roura Oxandaberro. Sus obras -muchas reproducidas a mediados de los años veinte también por Senefelder, y que ilustran al Ecuador y al Guayaquil de inicios del pasado siglo- solían aparecer en los diarios locales cada octubre. Escoltaban distinguidas a la crónica conmemorativa anual. Es casi cierto, en retrospectiva, que la repetitiva coincidencia entre artista celebrado, efeméride independentista y homenaje periodístico a mi ciudad natal sesgara mi impresionable opinión de niño de diez años a favor excesivo del pintor catalán. Sin embargo, ocho décadas después de trazadas, las sombrías plumillas rourianas son ahora reiterados referentes de aquella ciudad evanescente pero evocable, y más bella entonces tal vez sólo si cobijada bajo el refugio del arte y la paradoja de la nostalgia. Es la disociación contraintuitiva entre progreso y añoranza, que alude Gallegos Lara en el fragmento de su novela sexagenaria situada en la conflictiva y bullente ciudad en los tiempos de Roura.
Pero había otra realidad más prosaica. Viajar al puerto de Guayaquil en 1910 -lo hizo él desde su natal puerto de Barcelona- no era a primera vista la mejor de las ideas. Como todavía en su periferia, el agua potable era una promesa en trámite; el alcantarillado sanitario asignatura pendiente. La ciudad, acaso, parecía más una pacífica, tórrida y temprana «Casablanca» bogartiana, con menos de cien mil habitantes y más de diez mil incendios, que la ambiciosa y promisoria ciudad presente. Tan acogedora y fluvial como febriamarilla, malárica y por turnos letal, los diplomáticos extranjeros asignados allí recibían de sus gobiernos significativa bonificación adicional por labor bajo penurias. Los forasteros llegaban por escape, por trabajo, o por ambos: Roura huía de la «carrera útil» de farmacia, impuesta sin beneficio de negociación por su padre, y venía en busca de parajes atípicos que representar. Dibujó a Quito, a Galápagos y a Guayaquil, y tatuó así en la memoria colectiva a la rústica e intemporal ciudad de la que ahora solo queda un residuo. Roura es, en efecto, el excepcional artista enaltecedor y simultáneo historiador urbano, preservador añadido de las fibras místicas de una ciudad, como Vermeer con Delft, Canaletto con Venecia y Goya con Madrid.
«Entonces empezó el viento…». He vivido en Nueva York desde 1996, cuando se inician los esfuerzos regenerativos urbanos guayaquileños. Vuelvo a la ciudad, y es difícil no sentirse como un abstemio y abreviado Rip Van Winkle -quien huyó, bebió, durmió sin saberlo veinte años, para entonces desconocer su innovado entorno al despertar- perplejo por la magnitud de la cirugía urbana practicada en el intervalo. El choque visual paradójico, pues nativo es el impresionado, empieza en el José Joaquín de Olmedo. Fue el mejor en América Latina y el Caribe en el 2008, según el Consejo Internacional de Aeropuertos en Ginebra, luego de consultar con doscientos mil viajeros, bajo cerca de tres docenas de criterios. «Al volar entre Miami y Guayaquil, uno se pregunta cuál de los dos aeropuertos está en un país en vías de desarrollo», dice un muy entusiasta y anónimo comentarista extranjero en la revista BusinessWeek.
La incredulidad continúa con la ciudad y su cuerpo, su descripción en detalle superflua a fin de evitar la reiteración de lo obvio. La Fundación Malecón 2000 y la Siglo 21 enumeran medio centenar de proyectos. Han calculado hasta el 2007 un flujo de visitantes a la restaurada «calle de la orilla» equivalente, afirman, a la población del Ecuador decuplicada. Creación de turismo, de inversión, de empleo, de autoestima, son las propuestas y razonables consecuencias del transformador proyecto urbanista. Según la última lista anual de la revista Vistazo, cincuenta y cinco de las cien más grandes empresas ecuatorianas están en Guayaquil y alrededores. Esta boyante imagen urbana renovada es otra vez congruente con el solidario poder económico secular y preeminente: susurros de esquizofrenia cívica dislocada, de mito útil, o de mercadotecnia publicitaria risible por anacrónica se insinuaban en el pasado, cuando el eslogan enseñado y repetido dócilmente en la escuela en los sesenta -«Puerto Limpio Clase A»- originario en instituciones internacionales de salud pública en 1929 resonaba, ante la contradicción evidente, como muletilla disparatada y cruel sarcasmo.
Alterar en menos de una década arquitectura, percepción, ánimo y litoral mismo de una ciudad de dos a dos y medio millones de habitantes -lo son La Habana, Caracas, Nagoya (y hasta París dentro de sus estrictos límites administrativos)- es excepcional. En Sudamérica, Guayaquil es a inicios de este siglo lo que Curitiba, la ciudad brasileña estandarte de una revolucionaria regeneración urbana, fue a finales de la centuria pasada; o lo que en Norteamérica Nueva York -1.6 millones de habitantes en Manhattan- fue durante la mitad del siglo veinte. Sin embargo, para el curioso observador a distancia intriga el desfase entre la nueva realidad guayaquileña y una simultánea antagónica y disonante apreciación estética. De acuerdo a una sección de artistas interseculares actuales -para sus ánimafectivos, de seguro una «inmensa minoría»; para sus ánimadversarios, de seguro una inmensa incógnita- la renovada Guayaquil es una musa cacofónica y opositora.
El crítico ecuatoriano Rodolfo Kronfle Chambers, en un estudio publicado en la revista Iconos, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y presentado en la Bienal de La Habana, describe y analiza una provocativa letanía de obras de más de una docena de artistas plásticos contemporáneos locales -algunas exhibidas en exposiciones patrocinadas por el propio Municipio guayaquileño y en el cimero Salón de Julio inclusive- inspirada en la contradicción a su regeneración y a su supuesto efecto nocivo contra urbe y urbanidad. En concepto e intención -arte contemporáneo- nada más distantes éstas de la conmemorativa y lineal casa centifenestrada rouriana, ni de la esquinera y letraherida casona tahonera del aguardiente nuestro de cada día evocada por Gallegos Lara.
La Neoguayaquil reconfigurada vista así es una singular y atípica diplopía urbana -una sui géneris divergente visión doble- pues, observando lo mismo, se contrapone al desdoblarse: lo que para el ojo derecho es la ciudad regenerada, para el ojo izquierdo es una «Miamización Disneyficada». La vigilancia prolija de las áreas públicas para la siniestra, es un seguimiento intruso y orwelliano para la diestra. La reubicación de mendigos y mercaderes informales en el anverso, es el maquillaje fatuo develado gracias al arte comprometido en el reverso. ¿Turismo? «Vitrineo». ¿Inversión? Favoritismo. ¿Empleo? Tercerización. ¿Autoestima? «Marketing». Se ha efectuado, continúa el antropólogo y comentarista urbano Xavier Andrade, «la aniquilación gradual del espacio público… mediante políticas de control y vigilancia…».
¿Cómo pueden personas razonables llegar a conclusiones tan distintas? El rumor es que los artistas, que pretenden interpretar la realidad (como sin duda los periodistas, que pretenden describirla) son, por inevitable riesgo ocupacional, amargados profesionales. Hay otra alternativa más visceral y menos descabellada: ésta es la naturaleza de la «condición urbana». Una ciudad es una discreta, llevadera, inspiradora y funcional contradicción en latente y oscilante pugna que el desarrollo urbano paroxístico -como el de Guayaquil ahora- exacerba y potencializa.
Alguien ha descrito esta oscilación. Paul Goldberger, antes del New York Times y ganador del Pulitzer, es crítico del semanario New Yorker y profesor líder de la Escuela de Diseño y Arquitectura en la New School University neoyorquina. Escribe hace poco acerca de la clásica ciudad orgánica, evolutiva y peatonal, espontánea y semicaótica, de calles breves pero efervescentes, hecha de una sólida, pausada y enigmática mezcla aleatoria de ladrillo, asfalto y alma -en principio la rústica y bohemia Greenwich Village en Nueva York (aunque podría estar describiendo con extraña precisión y sin saberlo a Guayaquil). Este hasta entonces contraintuitivo mérito urbanístico fue develado en los sesenta en primicia sagaz e influyente por la periodista Jane Jacobs con su estudio seminal, revolucionario y aleccionador «Muerte y Vida de las Grandes Ciudades Americanas».
A puño y letra ella salvó al Village y al SoHo -hoy entre los barrios neoyorquinos más cotizados- de la desfiguración y destrucción pretendidas por los bien intencionados impulsos regeneradores urbanos locales que pugnaban por adecentar la ciudad y favorecer el tráfico vehicular. Aquella noble versión jacobiana, piensa Goldberger, es ahora la visión intrusa y reaccionaria frente al nuevo paradigma cuatro décadas después: la no menos sincera y diseminada pero, en su opinión, desalentadora predilección actual por un olvidable diseño barrial, un gigantismo urbano prefabricado y despersonalizante, y una desenfadada segregación económica con ciudadelas aisladas por vallas circundantes, diques ingenuos contra un entorno postergado y pulsátil.
¿Se aplica ésto a la revolución regeneradora nuestra o a su futuro? Tal vez. Pero es tan extenuante como posible e inoportuno, argumentar en contra del reiterado juicio aprobatorio enunciado por el soberano urbano de la ciudad de la perla ingrávida. La misma Jacobs afirmaba que una gran ciudad en metamorfosis sólo debía parecerse al final «a la ciudad misma». Pese a los irritantes y ajenos rasgos de intromisión y globalismo deplorados por sus críticos, la Guayaquil distintiva y distinta mantiene incólume aunque no intacta su determinante identidad (que en esencia es cuestión de memoria, tradición e historia y no de acicalada piel). Su modificada y diáfana imagen ha sido adoptada por la mayoría. Su complementario y contrapuntual rayo de sombra se proyecta en alternante interpretación. La paradoja crucial es que son tan imprecisas las prescripciones urbanísticas universales como ilusorias las ciudades impecables, las revoluciones -y las regeneraciones- unánimes.
Al observar con recurrentes sobresaltos la airosa ciudad natal transfigurada y decidir reciprocar su gentileza reencarnada, la evasiva tentación es pretender, según la insuperable definición de poesía, «las mejores palabras en el mejor orden». La anticipación indica suplantar el esquivo intento de elocuencia por la prosaica y sugestiva narración de la evidencia. Para la sinuosa e indeleble, incandescente y tersa, sempiterna y eternamente perfectible Guayaquil, la intersección arrebatadora y significante entre urbanismo noble y artes enaltecedoras -no laudatorias sino consonantes- es una trascendente, próxima y optativa asignatura pendiente. El centenario paisajista catalán, desde su cercana y desbordante orilla, aguarda intrigado en compañía caudalosa de gente expectante, contenciosa aunque mancomunada, pero escéptica sin duda alguna.
- Este ensayo fue publicado originalmente en AMCHAM, la revista de la Cámara de Comercio Ecuatoriana-Norteamericana.