De la edad de las mujeres, la belleza y la presión social

Por ser la hija menor, “el conchito de la casa”, me correspondía seguir dócilmente a mis padres donde fueran, en calidad de rabo de cometa.

La persona que llamó mi atención fue una señora ya bien entrada en los cuarenta, con el cabello y los ojos muy negros, la piel tersa y blanca, facciones agradables, un poco entradita en carnes. La señora permaneció durante todo el tiempo que duró nuestra visita sin hacer ni decir nada en particular que llamara la atención. No podría describirla como una mujer bellísima ni despampanante. Lo raro es que no podía apartar mi mirada de ella.

Siempre he sido curiosa y analítica y el extraño caso de la señora que no se podía dejar de mirar, puso a trabajar mis células grises. “¿Por qué no la puedo dejar de mirar?”. No lo comprendía.

Cuando conducía de regreso a casa, mi papá hizo un comentario que me sorprendió: “¡Qué mujer tan interesante!”. “¿Cómo? ¿tú también?”, dije yo. Y eso me llevó a concluir que, sea lo que fuere que tuviera esa mujer, definitivamente existía, era poderoso y se lo podía percibir con su sola presencia. Nunca olvidé a esa mujer ni lo que me enseñó sobre ese “yo no sé qué” que tienen ciertas personas.

Recordé a la misteriosa señora de mi infancia cuando reflexionaba sobre la actitud de una exitosa profesional con quien coincidí recientemente en un cocktail. Se trata de una mujer valiosa, inteligente y guapa. Alguien tocó el tema de la edad, y eso propició que ella dedicara una gran cantidad de tiempo a lamentar sus muchos años de ejercicio profesional, como si fuera algo que valía la pena ocultar, (no fuese que descubriese su edad), y, que a mi juicio, revelaba una especie de vergüenza o culpa por estar viva aún sobre la tierra, como si de alguna manera estuviera viviendo un tiempo suplementario.

Luego advertí que las conversaciones sobre la edad han pasado a convertirse en un tema incómodamente frecuente entre mi grupo de amistades.

A este incidente se le unieron las noticias que leí con mucho interés e indignación en este mismo medio: las actrices de cine un poco gorditas que no logran conseguir que los diseñadores les presten sus diseños para los eventos de alfombra roja, la imposibilidad de encontrar una talla mayor a 6 en Hollywood, la falta de guiones para actrices de más de cuarenta años, la clásica crueldad de Hollywood con los defectos físicos de sus actores y actrices. (Tuve que ver cine europeo para descubrir que se puede hacer una película con protagonistas de mediana edad, con cuerpos normales, sin que ocurra una hecatombe. Me quedé estupefacta).

Y relacioné esto con la necesidad de las mujeres de encajar en el molde de belleza que los diseñadores de «haute couture» y las directoras de medios dictan cada temporada, molde que parece producto de una mente auténticamente misógina, empeñada en convertir en anoréxicas y bulímicas a las vulnerables adolescentes decididas a lucir como una “it girl”.

Y todo lo anterior, con la obsesión femenina con cada arruga, con cada libra de más, con cada cana, con la docilidad para encaramarse, mansa y orgullosamente, sobre los imposibles tacones de aguja de diez centímetros de alto. (Sólo una gran estrella como Julia Roberts podría atreverse a quitarse los zapatos para subir descalza la escalinata de la alfombra roja del Festival de Cine de Cannes en rechazo por las mujeres a las que no las dejaron entrar sin tacos en la edición anterior del festival).

La presión social nos fuerza a querer ser jóvenes y bellas para siempre, como una versión femenina de Dorian Grey. ¿Y para qué todo este exhaustivo y estresante quehacer alrededor de la búsqueda de la belleza y juventud eternas?

Para lograr la aprobación de nuestro medio. Para ser una mujer «comme il faut». Para convertirnos en la mujer trofeo. Esa mujer a quien alguien como Christian Grey escogería para llevar de su brazo… Mientras conserve su juventud, claro está, porque de lo contrario, el destino que le espera será el mismo que el del flamante auto de lujo de su pareja: ser reemplazada por una versión más joven de sí misma.

Las mujeres hemos tenido que lidiar por siglos con los no debes y no puedes que la sociedad esgrimió en nuestra contra, convenciéndonos de nuestra supuesta insuficiencia.

Nuestra generación se las arregló bien con los “No eres lo suficiente” que se estilaban en el pasado: pudimos vencer el “no eres lo suficientemente lista”, acabamos con el “no eres lo suficientemente fuerte”, nos reímos del “no eres lo suficientemente ambiciosa” y del “no estás suficientemente preparada”, ignoramos, simplemente, el “no eres lo suficientemente organizada para equilibrar el trabajo y la maternidad”.

Pero, ¿qué hacemos con el “no eres lo suficientemente delgada? ¿Y con el “no eres lo suficientemente joven”?

¿Podemos realmente pedirle al reloj que no marque las horas porque vamos a enloquecer al perder nuestra preciosa juventud? ¿Pueden las cremas carísimas, con ingredientes del Mar Muerto, devolvernos la lozanía del rostro? ¿Pueden las dietas drásticas o las cirugías plásticas convertirnos en esas sílfides que anhelamos ser? Y si es así, ¿a costa de qué? ¿Deben ser obligatorias las tan anheladas medidas perfectas de 90-60-90? ¿Conservaría Marilyn su leyenda si la hubiéramos visto envejecer como a Brigitte Bardot? (No voy a hablar de Sofía Loren porque esa mujer es una auténtica diosa napolitana, algo fuera de éste mundo).

¿Cuántas mujeres que conocemos no han deformado su rostro o su cuerpo de esta forma, o simplemente se han conseguido un pasaporte al más allá, para desesperación de los seres que las amaban tal cual eran?. Y esto tiene su origen en la deshumanización de la mujer por parte de la sociedad patriarcal y de consumo, que ha menospreciado sus cualidades intrínsecas, su mundo interior, sus temas de interés, hasta el arte de sus manos, que ha devenido en un “arte menor”, con pocas excepciones, y han procurado someterla siempre a un molde del que no se puede salir, aprovechándose de la necesidad de agradar que nos fue inoculada en el alma en algún momento de nuestra historia.

Y al recuerdo de la señora de Manta, he unido también el de la conversación que tuve con una querida amiga hace un par de años, cuando nos reunimos a tomar café y a conversar de nuestras cosas. Siempre he considerado a mi amiga muy bella, y ese día, estando a pleno sol y tan cerca como es posible estar con una mesa de por medio, descubrí con sorpresa algunos defectos en su rostro. Sus ojos no eran totalmente perfectos como yo creía, la forma de su rostro tampoco, tenía defectos aquí y allá, que de repente se me hicieron patentes.

Entonces, me cuestioné a mí misma, “bueno, ¿por qué yo la veo tan bella, si no es perfecta?”. Seguí escuchándola hablar, con su voz suave y dulce, sin la menor estridencia, mirando sus ojos de mirada clara y pura, apreciando su sonrisa cálida, sus gestos delicados y amables, percibiendo la bondad innata de su naturaleza, que no le permite ni siquiera hacer un verdadero gesto de disgusto, sino que, simplemente, la lleva a suspirar, a bajar los ojos y a menear tristemente la cabeza, como si quisiera apartar un mal pensamiento de su mente. Y fue cuando caí en cuenta de que estaba frente a una auténtica belleza natural, que en molde alguno podría caber.

Comprendo que tanto la señora de Manta, como mi amiga, tienen algo que brota de su interior que las hace inolvidables. Que no hay una receta que nos compre la alegría de vivir, el entusiasmo sincero, la sonrisa franca, la mirada tierna. Ni perfecto maquillaje, ni costoso vestido que pueda competir con toda la fuerza de nuestra personalidad. Tan sólo se trata de que, como mujeres, recordemos más a menudo la eterna sabiduría que nos enseñó “El Principito”: “lo esencial es invisible a los ojos, sólo se ve realmente con el corazón”.
MRJ

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