El sofisma (o locura) de legitimar Estados Autoritarios

En efecto, ante la debacle de la dictadura soviética Fukuyama proclamó el Fin de la Historia: desde entonces el sistema triunfador, el capitalismo, habría de gobernar el mundo sin un antagonista que lo cuestione y lo combata. Sin embargo, el mismo Fukuyama renegó de su teoría cuando con el paso del tiempo el capitalismo, por sí sólo, no fue capaz de resolver los problemas de inequidad y justicia social, y cuando se dio cuenta que todavía hay luchas vigentes contra el orden establecido, por ejemplo las luchas de las mujeres y de los movimientos GLBTTI.

La discusión teórica, a la hora de analizar la política latinoamericana, es mucho más amplia y compleja de lo que Anne-Dominique Correa piensa, cuando hace sus citas maniqueas a ciertos autores confundidos y usa tecnicismos seudo lógicos. Algo más de una década después de la caída del abominable Muro de Berlín, Hugo Chávez instaló en Venezuela el primer Estado Autoritario del siglo XXI en el continente, con lo cual no sólo inauguró un estilo caudillezco acoplado a los nuevos tiempos sino la distorsión y el sofisma de presentar, a su régimen autoritario, como si fuera una democracia.

Esta prostitución de los significados, y de las palabras, es propia de los autoritarismos. A Anne-Dominique Correa le indigna que la academia “del Norte” se atreva a adjetivar la supuesta democracia de su padre y de los amigos de su padre, pero no le quita el sueño que estos regímenes, absolutamente autoritarios, hayan logrado, sin excepción, el secuestro de las instituciones del Estado, la criminalización de la protesta social, la prostitución de la Justicia y la utilización de la misma para perseguir y condenar a críticos y opositores, la ilegal disolución de sindicatos incómodos, la regresión de los derechos humanos (incluso de grupos no contactados que sucumben ante la economía extractivita y despilfarradora del Estado autoritario) e, increíblemente, la implantación de la moral y ciertos valores de corte católico, como parte de la política pública de un Estado supuestamente laico.

Este modelo oprobioso de poder es, para Anne-Dominique Correa, una democracia y, además, exige que esta no sea adjetivada, que se la vea como una democracia pura y que no se la someta a los índices de The Economist Intelligence Unit of Democracy (EIUD), la Freedom House (FH), y el Índice de Desarrollo Democrático de América Latina (IDD-LAT).

Creo, sin embargo, que el mayor defecto del artículo de la hija del presidente no es el sofisma teórico que plantea, sino la creación por medio de un ejercicio seudo intelectual de un escenario político e histórico irreal, en el cual es posible erigir un mito, el mito de la Revolución Ciudadana, el mito de su padre. Bajo esa óptica, Rafael Correa no es el autoritario capaz de ordenar la detención de un adolescente que le hace un “yucazo” en la calle ni de permitir la expulsión colectiva de ciudadanos cubanos (entre otras decenas y decenas de horrores), sino el héroe acosado por la academia “del Norte”, financiada por el capital internacional que busca recuperar el dominio de la región. Semejante distorsión de los hechos históricos ya no es sólo un sofisma sino una locura y un descaro.

Entonces, obviamente, Anne-Dominique Correa reniega de la libertad como un indicador de la democracia en una sociedad, porque la libertad es, precisamente, aquello que su padre ha despreciado desde el primer día en que puso sus pies en Carondelet. Para ella lo democrático tiene que ver con las políticas sociales, es decir, con un factor económico. Si la democracia se calcula en términos de inversión social, ¿qué pensará Anne-Dominique Correa del despertar económico que en la Alemania Nazi provocó Hitler? ¿Sabe ella que el Führer construyó carreteras e infraestructura nunca antes soñadas?

Increíblemente, la hija del presidente dice que los indicadores democráticos aplicados a América Latina responden a “criterios relativos y, por desgracia, ideológicos”. No se ha enterado que el ser humano es profundamente subjetivo e inexorablemente ideológico. ¿Qué criterio humano no responde a una ideología, a una visión determinada de la vida? ¿No es eso, precisamente, lo que ha propugnado su padre todo este tiempo? ¿Un debate ideológico? ¿A qué juega Anne-Dominique Correa? ¿Acaso no es radicalmente ideológica su defensa al régimen de su padre y a su decisión de pensar que el Ecuador vive en una democracia? No creo que ese sea el debate, por lo menos no tanto como el hecho de que estos seudo argumentos sirven como pretexto para desvirtuar una realidad mucho más desoladora: que en varios países de América Latina, incluido el Ecuador, los gobiernos han destrozado las instituciones republicadas, han enviado a prisión a críticos y han querido reinventar el lenguaje para esconder, en palabras hipócritas y maniqueas, sus abusos y sus horrores.

Ella dice que estos gobiernos son regímenes democráticos válidos pero diferentes. Se equivoca. Son regímenes autoritarios, tal como lo describe Max Horkheimer (ese sí, pensador lúcido) e, incluso, algunas de sus características y conductas encajarían en los supuestos esbozados por Hannah Arendt en su análisis del Estado totalitario. Creo que, Anne-Dominique Correa debería leer a Horkheimer y a Arendt, para no afirmar despropósitos como que Bolivia tiene más democracia que Francia si analizamos el factor del apoyo popular. ¿Mussolini no tenía apoyo popular? ¿Acaso Pinochet no lo tuvo hasta su muerte?

¿Cómo puede, Anne-Dominique, criticar los “puestos sociales transmitidos por sangre” cuando escribe en el diario gubernamental que controla su padre? Un diario, por lo demás, sostenido con el dinero de todos los ecuatorianos. ¿Acaso su posición de articulista, “transmitida por sangre”, no ha ocasionado que decenas de violentos fanáticos insulten y amenacen a quien critica sus artículos, en su afán por defender a la sagrada familia? Yo, personalmente, dejaría de escribir si mis palabras requirieran la violenta defensa de fanáticos para sostenerse y legitimarse. Es una vergüenza defender de modo tan silvestre un debate que debería ser de ideas. ¿Le gusta a Anne-Dominique Correa que sus ideas se defiendan con insultos y la implantación de miedo?

Ella, que cree que los populismos son más democráticos que los regímenes elitistas y tecnocráticos europeos, tiene todavía mucho que aprender sobre el sentido y significado de la democracia y sobre la realidad histórica del Ecuador, hoy sometido a la estructura de un Estado autoritario, patriarcal y radicalmente conservador. Parafraseo a Javier Cercas, prefiero la democracia de la monarquía inglesa, donde las personas pueden expresarse libremente, a la democracia venezolana, en donde los que opinan contrariamente al régimen están presos en la cárcel de Ramo Verde. Lo que para ella es “identificación del pueblo con su gobierno” no es más que la triste y oportunista utilización de complejos sociales para edificar una aspiración: que el pueblo se proyecte en el machismo del gobernante, el macho alfa que también llora y se conmueve mientras toca la guitarra y canta, con voz afónica, las anticuadas canciones de Pueblo Nuevo. El macho castigador que dice defender a su familia a toda costa y que usa toda la violencia del Estado, sus leyes y sus jueces, para erigirse un honor y un respeto que no inspira.

Y no es cierto, Anne-Dominique, que en nuestros países hay más participación ciudadana en elecciones. De hecho, lo que hay es la participación activa del Estado, con recursos públicos, para promocionar a sus candidatos, lo cual es otra forma de fraude en esta fraudulenta apariencia de democracia con la que se pretende disfrazar a estos autoritarismos. No debería hablar “del Norte” como el maestro jedi que habla del Lado Oscuro de la Fuerza. Creo que, el ejercicio de escribir debería enseñarle a dudar, incluso de su propio padre. Romper, al menos intelectualmente, el cordón umbilical.

De lo contrario, sus artículos no son sino un intento sorprendentemente desesperado por legitimar un régimen autoritario. El correismo se aferra a este tipo de discursos, seudo intelectuales y llenos de tecnicismos, para convencerse de que son héroes democráticos que luchan contra enemigos perversos (del Norte, por supuesto), cuando en realidad son sus propios enemigos. Deberían ver ‘El club de la pelea’ de David Fincher.

Además resulta muy desafortunado que el diario gubernamental publique los deberes escolares de la hija del presidente. Por ser un diario sostenido con dinero público, El Telégrafo debería explicar los criterios por los que se aceptaron esos textos, publicados en extensos espacios y a día seguido. Los gobiernos autoritarios administran los Estados de forma muy doméstica y elemental: como si la cosa pública fuera de su propiedad.

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