Ser conservador es como ser gay en los cincuenta

La frase es una imagen que, según Jon Shields y Joshua Dunn, autores de Passing on the Right: Conservative Professors in the Progressive University, es utilizada entre profesores universitarios americanos de tendencia republicana. Sobre todo si se dedican a humanidades. Si son “conservadores” –aunque no me gusta este término vamos a dejarlo por utilidad– tienen que estar en el closet. Solo deben salir cuando ya hayan obtenido el puesto que querían. Nos lo cuenta el columnista demócrata del The New York Times, Nicholas Kristof, en un artículo de mayo pasado que ha sido muy citado estos días por ser la premonición de lo que después sucedió con Trump: revelaba la burbuja en la que vive el sector liberal de Estados Unidos. Como es obvio, ese problema no es exclusivo de ese país, ni exclusivo de lo que se podría llamar –también por utilidad más que por precisión– el “pensamiento liberal”.

Kristof, en aquel tiempo, hizo un mea culpa aplicado al ámbito universitario. Le movía la preocupación de que las aulas de clase se conviertan en una cámara de eco antes que en una mesa de discusión en la que todas las perspectivas estén representadas. “Nosotros los progresistas –decía– creemos en la diversidad pero no en la diversidad ideológica y religiosa. Estamos cómodos con gente que no es físicamente como nosotros, mujeres, negros, latinos, gays y musulmanes, siempre y cuando piensen como nosotros”. A este problema lo llama el “punto ciego liberal” y en su artículo acumula estudios estadísticos y testimonios que demuestran esta discriminación: al final no les dan trabajo. Es más fácil encontrar marxistas (18%) que republicanos (10%) como profesores de humanidades. Pero quizá la parte más interesante es cuando en su muro de Facebook pidió opiniones sobre la estigmatización a profesores universitarios conservadores en centros de estudio. Las respuestas son geniales:

– Carmi: Gran parte de la visión del mundo conservadora está hecha de ideas que son empíricamente falsas.

– Michelle: La verdad es de inclinación liberal.

– Steven: ¿Por qué parar ahí? ¿Deberíamos hacer las facultades más diversas contratando idiotas?

Se trata de un texto de una honestidad intelectual envidiable. Kristof reconoce que sus amigos de Facebook tienen una notable compasión por las víctimas de la guerra en Sudán del Sur, por niños que han sido traficados e incluso por gallinas que fueron abusadas, pero ninguna empatía por un conservador discriminado.

Este punto ciego liberal no ha afectado solamente a las universidades, sino también a los medios de comunicación. El mismo The New York Times envió una carta de disculpa a sus suscriptores por no haber cubierto profesionalmente la elección de Trump, por haber repetido reiteradamente la historia que, siempre rodeados de gente con un pensamiento homogéneo, sus periodistas querían creer. Otro texto, en este sentido, lo escribió Will Rahn, editor de CBS News Digital, titulado “La insoportable presunción de la prensa”. Se trata de otro mea culpa, esta vez por haber menospreciado al electorado de Trump. En un momento dice: “Nosotros diagnosticamos a todos ellos como racistas, de la misma manera en la que en la Edad Oscura los clérigos confundían problemas médicos con posesiones demoníacas. Los periodistas nos vemos a nosotros mismos como una casta sacerdotal. Creemos no solo que tenemos acceso a los hechos indiscutibles, sino también a la gran verdad, a un sistema de creencias divinas que parten de una moderna comprensión de la justicia”. Después de todo lo que ha pasado este año, no queda ninguna duda de que los medios de comunicación se habían convertido en una cámara de eco. Lo lamentable es ver periodistas –y gente que tiene cualquier tipo de tribuna– que, o hasta ahora no se dan cuenta, o derramaron simplemente lágrimas de cocodrilo.

Empecé a escribir estas ideas movido por un artículo publicado en el portal web 4 pelagatos que se titula “La sociedad que marchó el sábado no tiene quien la exprese” a propósito de las movilizaciones en contra de la violencia machista. Su autor es Roberto Aguilar, cronista a quien leía semanalmente en diario Expreso y después en diario Hoy. De hecho, utilizando buscadores de Twitter, me doy cuenta que era más fan de lo que pensaba: aquí sostenía que Aguilar es lo único valioso del periodismo impreso de Ecuador, acá me autoproclamo profesionalmente su promotor, y acá – los que me conocen saben que lo que viene es jugar con fuego– digo que espero las crónicas de Aguilar como espero los partidos del ídolo. En Twitter siempre hay que exagerar un poco. También quedan este y este. Es decir, se entiende que lo que viene no es personal.

Después el tono de Roberto Aguilar fue cambiando, subiendo poco a poco, por razones absolutamente comprensibles. Al artículo de 4 pelagatos llegué por recomendación de la concejal de Quito, Daniela Chacón, lo cual hace que la situación sea más preocupante. En su crónica sobre la marcha en contra de la violencia machista Aguilar se equivoca, al menos, dos veces. Primero cuando señala que el reclamo en contra de la violencia machista “es la causa de todas las disidencias”. Después –y esto no le debería gustar ni siquiera a él– cuando afirma que “todos aquellos que hablan de poscorreísmo sin abrazar estas causas están repitiendo el libreto correísta sin saberlo”. Aquí se crea una paradoja divertida, porque esta última frase es como un loop, como un bucle: él también está repitiendo el libreto correísta sin saberlo. Parece que nos viene a decir: “todos aquellos que quieren salir del correísmo, pero no piensan como yo, en realidad son parte del correísmo sin darse cuenta”. Otra vez la cámara de eco.

Hay que tener medio dedo de frente para darse cuenta de que en Ecuador y en Latinoamérica existe violencia machista. Mucha. Y las víctimas de maltrato físico –que han llegado hasta la muerte– son solo la punta del iceberg de un conjunto de costumbres y discursos que permean comportamientos habituales a todo nivel. Pero es una batalla que hay que darla, sin hipocresía, no solo en la marcha de un sábado, con hashtags de Facebook, o en las cintas de vender libros –que ya es algo– sino en todos los lugares en los cuales se trate a la mujer como un producto despersonificado simplemente para consumo o posesión del varón: la publicidad, la pornografía, la televisión, la moda, muchos puestos políticos, etc. Hipocresía –o muestra de un alarmante aburguesamiento intelectual– es pensar que la gran disidencia feminista es quejarse en Facebook de que Zuckerberg no te deja salir desnuda mientras despotricas contra las mujeres que deciden ser madres amas de casa. Hipocresía es desdoblar argumentos y palabras inventadas en la academia para ver en la prostitución un empoderamiento del cuerpo y una bandera de lucha de género. Lo más triste es que gran parte de estos feminismos de slogan –que están causando la estupidización de su propio término– al final le hacen juego al machismo que aparentemente tratan de enfrentar. Pero esto nos está llevando demasiado lejos.

Volviendo al artículo: ¿a qué se refiere Aguilar con “todas las disidencias” y con “abrazar estas causas”? ¿Cuáles son estas reivindicaciones que –siempre según Aguilar– deberían ser primera prioridad de cualquier poscorreísta que se precie? Van apareciendo poco a poco en las líneas: minorías sexuales, ecologistas, ciclistas, defensores de los derechos de los animales, vegetarianos, músicos, actores de teatro. Los llama “huérfanos de representación política ya que oponerse al aborto o al matrimonio para todos es aún electoralmente redituable”. Aquí hay una mezcolanza imposible de analizar sin correr el riesgo de no acabar nunca.  Todavía no sé qué une a la posibilidad de matar un niño antes de nacer con la facilidad de andar cómodamente en bicicleta por la González Suárez y con la opción legítima y saludable de no ingerir carne de animales. ¿La libertad?

Supongo que una de las causas que Aguilar cree que el poscorreísmo debe abanderar es la que ha llevado en Francia estos días a prohibir el video Dear future mom con más de siete millones de visitas y cuatro leones ganados en Cannes. Allí varios niños con Síndrome de Down hablan sobre sus vidas, lo que a algunos les ha parecido ofensivo contra las mujeres que quieren abortar en un país en el que el 96% de bebés con esa enfermedad son asesinados. El problema fue que en el video “se les ve muy felices”. ¿Todos los que marcharon el sábado abanderarían, por ejemplo, esta causa? El artículo termina diciendo: “Porque el único camino posible es la disidencia. (Enter). Las mujeres lo saben”. Son palabras que se saben a reivindicación, que tienen brillo de lucidez, que sirven para el aplauso. Pero que no tienen sentido. No ayudan a comprender nada. Son demagogia. Son una cámara de eco. Y eso es lo que el mismo Aguilar entiende por correísmo.

Yo entiendo que este 2016, para todos quienes tratamos de pensar la sociedad, ha sido un año difícil. Ha sido un año duro por la falsa percepción de la realidad que demostró tener la prensa al interpretar conflictos como la paz en Colombia, el Brexit, la elección de Trump. Martín Caparrós lo dijo en su artículo “El año en que chocamos con nosotros mismos”: es un año clave. Pero no para llenarnos de mea culpas para los periodistas, mea culpas para las universidades, mea culpas de cartón que no nos llevan a ninguna autocrítica honesta, interior, responsable, sin tuits ni manifiestos. Hace algunos días lo dije en la revista española FronteraD invocando a Noelle-Neumann y a Gadamer: ¿Estamos abiertos a la posibilidad de que las opiniones contrarias a nosotros tengan, al menos, sentido? ¿Con cuánta gente que no piensa como yo me relaciono? ¿Cuánto me esfuerzo en salir de la burbuja que me construyen las redes sociales, mi entorno, mi comodidad?

En Saturday Night Live mostraron con agudeza, en clave humorística, lo que pasa. En este video inventan The Bubble: un lugar en el que todos los “progressive americans” puedan vivir en una eterna era pre-Trump. Se trata de una “community for like-minded free thinkers… and no one else”. Risas. La publicidad dice: “Si eres una persona de mente abierta, ven aquí, y enciérrate en ti mismo”. Es una ciudad-estado en la cual podrás conectarte con el exterior a través de Internet y en los bares disfrutar de conversaciones con gente del más diverso tipo. Conversaciones como: “¡Sí!… exacto… así es… ¡totalmente!”. Al video no le sobra una línea. Sin embargo, el poscorreísmo debe ser mucho más que eso. Al menos en el nivel de la discusión de ideas. El poscorreísmo necesita la honestidad intelectual de Nicholas Kristof, de quien hablamos al inicio, para que haga caber allí la mayor cantidad de diversidad alrededor de objetivos comunes importantes entre los cuales está, como es lógico, la violencia machista. Necesita liberarse del “punto ciego”. El poscorreísmo –y, como razón principal, el Ecuador– merece mucho más que una burbuja que se encierre en las disidencias que Roberto Aguilar tiene en mente.

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