Bajo éste, mi cielo amado

Media ciudad – si no es más-, suspira porque las fiestas ya no se practican del modo como se lo hacía. Que Quito está apagado y cenizo. Que las corridas de toros reactivaban sectores del decaído tejido comercial. Que hay una satanización de las herencias hispánicas y un amenazante rebrote pachamámico de los “resentidos sociales”, seres desclasados que no disfrutaban ni dejaban disfrutar del fragor de las sevillanas, el vino en bota y los trompudos –término racista donde los haya- tocando bajo el sol de justicia de mediodía.

Ésta, como todas las narraciones nostálgicas que un grupo se cuenta a sí mismo, no pasa de ser una ficción acomodaticia que describe un enorme trecho entre lo que efectivamente sucedía y sucede en la ciudad a inicios de diciembre, y lo que mucha gente fue fermentando en la memoria, tal vez catalizada por un desliz amoroso o una borrachera épica. Licencias de temporada.

Lo que pasa, lo que pasó y lo que aparentemente seguirá sucediendo en Quito es bastante distinto al dolido imaginario local y no tiene otra explicación que la violenta descarga de lo que la ciudad no se permite abiertamente ser el resto del año y que, como sociedad medrosa y retraída que es, anda reprimiendo para luego explotarlo en violencia y consumo bestial.

Quito, como hace veinte años, se esfuerza en sus fiestas por hacer un ejercicio de sectorización para que nadie se mezcle y todos puedan, convenientemente, tener su parcela de disfrute. Ni al Municipio ni a la gente le interesa que los barrios se encuentren ni que las celebraciones absorban a la gente relegada. No hay una ciudad para homosexuales, para mujeres solas, para niños, para extranjeros. Los jóvenes adinerados seguían y siguen yendo a fiestas en las afueras de la ciudad donde se les ceba de alcohol y comida pésima. Las élites se repliegan en sus casas o en salones de entrada prohibitiva. Los sectores populares adecentan el barrio y reciben galoneras de trago destilado.

Yo no me creo el cuento rabelesiano del carnaval mientras las fiestas de Quito sigan arrojando muertos por irresponsabilidades de tránsito o riñas por honor y virilidad. El saldo de estas fiestas clasistas y tediosamente circulares es la muerte de gente inocente, el incremento de agresiones sexuales, la devastación de la ya pobre infraestructura pública y el festín del consumo de plásticos, pirotecnia y todo lo imaginable que se cebe contra los animales, el ambiente y los espacios públicos.

Entre los muertos de este año se cuenta Filippo Brandimarte, un muchacho pizzero al que apenas conocía pero veía a menudo porque regentaba un pequeño local justo al frente de la casa de unos amigos cercanos. No lo sabía pero resulta que Filippo era músico, vegano, anarquista –una suma de lo que la ciudad parece arrinconar o despreciar abiertamente cada uno de sus días.

Filippo no soportó la embestida de un criminal anegado de alcohol y, después de unos pocos días en terapia intensiva, dejó de respirar. Su gente cercana, además de cargar con el yunque sobre sus vidas por su muerte, ha de pagar una deuda astronómica en el hospital para que les regresen el cuerpo yerto. Estoy seguro que destinos como el de Filippo se cuentan por decenas y pero van haciendo cola para registrarse como estadística y certificado de defunción. En fiestas de Quito, el tránsito entre la vida y el documento de fallecimiento es cortísimo. Es tan corto que cabe en un número.

Nadie quiere que le agrien diciembre. No me preocupa. Conviene recordar a Filippo y a toda la gente que en estos días se ha visto expuesta a vivir en una ciudad meticulosamente diseñada para que el disfrute signifique agresión –en todos y cada uno los campos de la experiencia urbana.

Y la Guaragua.

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