Las artes liberales

Las “ars liberalis”, o artes que liberan, fue el sistema educativo que, según Cicerón, idearon en la Grecia clásica hombres como Pitágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles. La libertad del ser humano, en la concepción de este sistema, era posible a través del estudio de este conjunto de artes: la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Al cultivo de las 7 artes liberales, se sumaba la práctica de la gimnasia.

He pensado en las artes liberales con ocasión de la publicación del QS World University Rankings de 2017, que cada año evalúa a casi mil instituciones a fin de establecer el top mundial de universidades. Por sexto año consecutivo, el Massachusetts Institute of Technology (MIT), una institución de liberal arts, continúa como la mejor universidad del mundo, seguida de Stanford, Harvard y Cambridge. Solo dos universidades ecuatorianas aparecen en el ranking, la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

Después de una década que terminó persiguiendo y desnaturalizando el sentido de la educación superior ecuatoriana, la necesidad de discutir el modelo universitario es necesaria y urgente, en un contexto en que la política del nuevo gobierno tomó un nuevo rumbo y llegó a un acuerdo con la asediada y humillada Universidad Andina Simón Bolívar, probablemente la mejor universidad de postgrados del país. No puedo negar mi alegría al constatar la presencia de la USFQ y de la PUCE en el ranking mundial y latinoamericano, que en el ámbito continental ocupan, en el caso de la primera, el puesto 57, y en el de la segunda, el 78.

Durante la década perdida, vi con horror el violento discurso oficial que enarboló la tecnocracia y las especializaciones técnicas, como panacea de un proyecto que procuró reducir las libertades individuales. En sus peroratas de los sábados, no faltó ocasión en que el caudillo despreció las humanidades, las ciencias sociales y enalteció las carreras que según él, evocando la asfixiante planificación de la Unión Soviética, eran necesarias para el desarrollo del país. Sin duda, todo sistema autoritario requiere de tecnócratas que, como lo notó Hannah Arendt en ‘La banalidad del mal’, cumplieran órdenes. Las humanidades, y también las ciencias sociales, por el contrario, enseñan a cuestionar ese tipo de sistemas totalitarios.

Ese es el sentido en el que vale la pena pensar en las artes liberales como ejemplo de un modelo educativo que, sin ser perfecto, es capaz no de formar profesionales sino individuos libres. Un modelo universitario del que las autoridades pueden aprender y tomar elementos que permitan una educación pública realmente holística, donde no se desprecie los conocimientos y la experiencia de los ancianos, donde los universitarios entiendan que el objetivo de toda gran universidad es hacernos más ignorantes.

Recuerdo la sorpresa y confusión que sentí cuando inicié los trámites de ingreso a la Universidad San Francisco de Quito, y me encontré con que esa institución no formaba ‘especialistas’ sino ‘generalistas especializados’. Fue extraño, al ver la malla curricular, pensar que para graduarme de abogado tenía que aprobar Cultura Gastronómica, Autoconocimiento (una aproximación a las ideas de Oriente), Ser y cosmos (la historia del pensamiento occidental), y Cosmos (la historia de la ciencia). Debo confesar que fue la experiencia más enriquecedora y transformadora de mi vida.

A las artes liberales les debo todo, o por lo menos gran parte de los momentos felices de mi vida intelectual. Comencé clases un día de agosto de 2010, pensando que lo sabía todo, y me gradué un día de febrero de 2017, sintiéndome la persona más ignorante y entusiasta del mundo. La clase más exigente que tuve que aprobar –insisto, para graduarme de abogado– fue Fotografía 1, mientras que Cine y Literatura de América Latina, de Álvaro Alemán, fue la que más profundamente me marcó. En las clases de Colegio General, me dejé deslumbrar por las ciencias y los misterios de la vida humana, así como por los deportes y la poderosa conexión entre la mente y el cuerpo. En las cátedras de Juan Pablo Albán y Daniela Salazar descubrí el tipo de jurista en el que quiero convertirme. En la redacción de Aula Magna, el diario de la universidad, inicié mi vida periodística, que me catapultó del cargo de columnista al de reportero raso, que hoy ejerzo.

Una experiencia en ese periódico me definió como periodista y me mostró el milagro que las artes liberales habían significado en mi vida. La primera encomienda que recibí como reportero de Aula Magna fue entrevistar a un estudiante que padecía de cáncer de hueso, por cuanto le amputaron la pierna y, sin embargo, jugaba vóley con su prótesis. Se llamaba José Luis. Cuando terminé de redactar la nota, mi editor y maestro, Daniel Márquez, me informó que el entrevistado había pedido que la entrevista no se publicara. Un par de años después, recibí la llamada de Andrea Proaño, la entonces editora de Aula Magna, para decirme que había llegado la hora de publicar la entrevista. José Luis había muerto y en una carta de agradecimiento que su madre escribió al Rector, me daban carta blanca para publicar mi texto.

Es posible que el momento más duro para el periodista es ese en el que nos enfrentamos a aquello que no podemos cambiar, porque nuestra única responsabilidad es contar. Pero en el narrar hechos reales se descubren cosas, algunas muy parecidas al más poderoso sentido de la condición humana. No sé si José Luis estaba consciente de que por su enfermedad era probable que no llegaría a graduarse, pero yo nunca antes había visto tanta dedicación por parte de un individuo a su vida universitaria ni tanto amor por la institución que le formaba. Se trataba de un ser profundamente socrático. Y es una de las personas más libres que he conocido, porque ni siquiera la adversidad de una enfermedad terminal lo frenó. Ni en los peores momentos de la persecución del déspota contra la prensa independiente, en la que trabajo, me he sentido tan útil como cuando escribí la entrevista a José Luis.

Las artes liberales me ayudaron a asumir con seriedad y fascinación mi amor por el lenguaje. A los abogados, antiguamente, se los conocía como letrados porque la suya era una labor dialéctica y argumentativa que se sostiene en palabras. Muchos de los escritores de la lengua castellana que admiro (y de otras lenguas), han sido orgullosos periodistas y han pulido su estilo y su voz por medio de la escritura de reportajes, crónicas y columnas. En mi caso, la amplia formación universitaria que recibí me abrió el camino no sólo como profesional sino como ser humano. En las artes liberales crecí y conocí a maestros y compañeros que me enseñaron mucho, como Carlos Montúfar, que apostó y creyó en mí en un momento en que no tenía ningún motivo para hacerlo ni yo nada que ofrecerle. En el fondo, la publicación del global Quacquarelli Symonds también ha sido una oportunidad para agradecer a mi alma mater por la libertad y la certeza de que es lo que ignoramos, y no lo que conocemos, lo que nos hace humanos.

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