Mamá en casa

 Había trabajado en él durante más de treinta y cinco años, y al comienzo de éste, ya agotada por el frío de las lomas altas del centro, decidió poner a trámite su dossier de jubilación.

Ahora mi mamá mira sucederse con pesadez el tiempo y ha pasado llorando los días que se le hacen imposibles sin su diario rito de abrigarse a media tarde, tomar un té, llevar la comida a las gatas que había adoptado y agarrar su auto por la pavorosa vía Occidental hasta la boca misma del casco colonial. Dice que le hacen falta sus estudiantes, la señora que le hacía un café aguado, poco potable y azucarado, las gatas –tienen un nombre, no lo recuerdo- y sus compañeros de trabajo.

Me ha mandado una foto en que aparece paradójicamente rejuvenecida en su carnet de jubilada del IESS. En él pone “jubilación por vejez”. Mi mamá no es ni se siente vieja. Pero al frío que le hacía ir a trabajar como noruega se le sumó la incertidumbre del recorte de prestaciones, por varios proyectos de ley, para jubilados voluntarios. Su cardiólogo le advirtió que era mejor seguir trabajando. Ella pensó que se merecía un descanso y que ya era hora de viajar largamente, como ha comenzado a hacerlo desde hace pocos años.

Mi mamá me cuenta que se había tomado ese cambio de vida con una razonable entereza. Había incluso conminado a sus colegas la continuación del proyecto de orientación a los estudiantes, un grupo de personas usualmente mayores de treinta años que se desloman durante el día y a los que la sola promesa del vencimiento de las limitaciones objetivas de sus vidas les motivaba a ir a clase. El plan marchaba de acuerdo a lo estipulado hasta que los alumnos de uno de sus cursos se organizaron para hacerle una pequeña despedida, recolectando dinero para comprarle pastel y entregarle un recuerdo. Le preguntaron quién iba a promover el campeonato de fútbol de mujeres y quién iba a llamarles para reconvenirles en sus obcecaciones de no seguir estudiando.

Las poquísimas veces que la acompañé a su colegio vi decenas de madres solteras, decenas de afroecuatorianos menesterosos, puñados de hombres y mujeres que habían pasado los cuarenta o cincuenta años, todos ellos sentados en un pupitre, muchos cayéndose literalmente del sueño, aprendiendo inglés, geografía o computación, pateando la pelota en los arcos de la cancha de cemento durante las pausas, o comprando porciones de comida calentísima en la casetita del bar.

No vi entonces, pero ahora caigo en cuenta de que sí vi, cómo en esos trabajos durísimos se iba refrendando en la conciencia de mi mamá una politicidad que le dio razón a sus años de militancia y que, paralelamente, le retribuyó construyendo su subjetividad, sus sensibilidades y su dignidad como mujer trabajadora. Tengo miedo de caer en lo prosaico pero diré además que su trabajo propagó en ella, también, la urgencia de la autonomía en una familia biparental latinoamericana, incluso en una de las que se había remontado la idea beata de la “ama de casa”, eufemismo idiota.

A mi mamá le espera un retiro apacible. No tiene demasiadas urgencias, no debe cuentas. Cuando sus más próximos escalaban en trabajos de prestigio y placenteros salarios, mi mamá, tal vez por mujer, se apeó en silencio a su sencillo cargo, desde donde inició la pequeña utopía que había buscado: más que la de la revolución, la de la construcción de un lugar que le diera sentido a la palabra trabajo: un espacio de acción para un cambio social.

Ese pequeñísimo lugar concluyó dándole a ella su razón de ser. No sé qué cosa mejor le pueda suceder a uno.

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