Roma (cosmética para indios sin alma)

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Fui a ver Roma, la más reciente película de Alfonso Cuarón, bastante más tarde que la mayoría de personas cinéfilas que conozco. Fui ya casi al final del hervor cultural y la demanda inducida provocados por la reticencia a proyectar la película en cines más comerciales, y por el triunfo avasallante de la obra en algún –o varios, no estoy seguro- festival estadounidense.

Desde su tráiler mismo, Roma me parecía una película cuyo mérito era haber dado en el centro de la sensibilidad promedio de la clase media latinoamericana que, en un ataque de mea culpa o nostalgia azucarada, otorgó a una figura ninguneada en la historia del trabajo y los afectos la posibilidad de ser sujeto, es decir de saberse dueña de atributos que diferencian una silla de un ser humano. Roma descubría a las clases acomodadas latinoamericanas, cinco siglos después de Fray Bartolomé de las Casas, que los indios tenían alma y más si se trataba de mujeres amorosas, sumisas y víctimas de injusticia afectiva y económica.

El contorno de la película ofrecía eso y no mucho más. Tal vez prometía, también, un cierto regusto al espectador, al identificarlo con la pantalla mediante recreaciones ampulosas de barrios señoriales y a la vez folclóricos. Pero la historia cambia cuando uno ve la película e intenta ubicarla en diálogo con la producción cultural latinoamericana contemporánea.

Roma es una película insuficiente, pretenciosa y, sí, clasista. A Alfonso Cuarón le ha quedado muy grande el papel de burgués sensible y afectado, que se da cuenta, quizá con cuarenta años de retraso, que la reverberación de las empleadas domésticas en la educación sentimental de las personas que hacen arte en América Latina es y fue decisiva. Ya en 1970, Alfredo Bryce Echenique publicó un texto que palpita en la película del director mexicano. Se llama “Un mundo para Julius”.

Es muy decepcionante pensar que, al menos desde esa fecha, con obras de Vargas Llosa o Kleber Mendonça Filho, de Coutinho o Juan Cárdenas, escritores y directores que han trabajado con variaciones de gente que dedicó su vida a limpiar la mierda de los niños bien, se haya congelado de un modo tan indolente la representación de la empleada doméstica como bestia amaestrada. Es decepcionante, aunque no sorpresivo, que Cuarón no haya reparado que el calco del estereotipo más rancio y perezoso sobre las clases populares, es precisamente cosificar al sujeto hasta volverlo nuestra mascota predilecta. Al querer darle un alma buena y transparente, la des-subjetivó. Pero claro, ése es, siempre según la crítica atenta a los Óscar, el gran director de América Latina. Del otro lado de la red, deleitada, le aplaude la escritora mexicana Valeria Luiselli enseñando que Roma es una “obra maestra”.

Roma confirma una de las consignas del cine latinoamericano actual: mientras más presupuesto tiene una película, mayor posibilidad tiene de fracasar artísticamente. No lo digo yo, pero es cierto que, con una fracción de ese dinero, Natalia Almada, probablemente la mejor directora de cine en el continente, consiguió un trabajo mucho más sensible, oportuno y original. “Todo lo demás”, su última película, no necesitó de voluntades de redención extemporáneas ni de masterizaciones adecuadas para películas de guerras de robots para provocar una discusión política y estética sobre la rutina de los seres subordinados, ya sea al aparato burocrático o a familias blancas de abolengo.

Nada de esto es sorpresivo. Ya sabíamos que nos gusta mirarnos en la pantalla y que el guion perdió la guerra contra la espectacularización y el artificio tecnológico. En la película de Cuarón, quien sale libre de culpa es la sufrida familia de millonarios que tiene malviviendo a una pobre mujer indígena en un barrio acomodado de la Ciudad de México. Al final, resulta que los niños

la quieren. Y también la señora de la casa. La quieren de verdad. Hace unos licuados de plátano deliciosos. No redime a la obra la pobre excusa de la libertad de creación estética, porque parte de esa libertad es obligarse a dialogar con otras representaciones, a las que Cuarón, instalado en un presupuesto descomunal y desde las restricciones que le ponen las distribuidoras y el “target” de mercadeo, ha relegado a la bodega de libros y películas olvidables.

Así, Roma orbita entre la tradición estética latinoamericana y la estadounidense, no contenta con ninguna de las dos, en un limbo de fama y extranjería, esperando, más bien, que le toque el premio “buen salvaje” otorgado por la Academia estadounidense. Como ese personaje que afila cuchillos y se para al borde de la acera que precede la casa de los señoritos rubios y millonarios, y hace sonar un silbato prehispánico y cuya precariedad queda, de pronto, tan ornamental, tan de buen gusto, tan bellamente subrayada. Un encuadre perfecto para colocar en una sala de cortinas brocadas. Mejor aún: en una película.

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