Sergio Ramírez Mercado
Masatepe, Nicaragua
En la idea que tenemos de lo monstruoso campea la maldad en su forma más exagerada. El monstruo, asociado a la fealdad extrema y a la deformidad en su forma física o representación, se nos vuelve abominable y no tiene límite en su capacidad o posibilidad de hacer daño. Destruir, asolar, asesinar. «Monstruo» decimos de un asesino en serie, de un descuartizador de niños, de un violador sin alma.
Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía los reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo. En nuestro mundo aborigen, Quetzalcóatl es una mezcla de pájaro y serpiente.
Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega «monstruo de la naturaleza». Zeus alabando a Hermes.
Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los «otros» a los que tanto tememos porque no son como nosotros.
Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.
Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su «bleak house» (la casa lóbrega, lúgubre, desolada), en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: «En casa con mis monstruos».
No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: «si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida».
El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos enseña su colección en una puesta en escena de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos que lograban reunir multitudes, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto, recibido en audiencia en su día por la reina Victoria Isabel de España.
«Tengo un sincero amor por lo lóbrego y marginal, que trato de amalgamar entre el arte consagrado y el arte popular», dice del Toro. Hay algo de kitsch irresistible en el despliegue de esta infinita colección de «objetos maravillosos en un gabinete de curiosidades donde el placer no conoce la culpa»: muñecas, máscaras, dibujos, grabados, pinturas, miniaturas, esculturas de cera, exvotos, santos de bulto, muebles, cortinajes, una variedad de aposentos temáticos donde conviven Boris Karloff con la Bella Durmiente, Edgard Allan Poe con H.P. Lovecraft. De la ficción de horror a la ciencia ficción.
«Todas mis películas son gabinetes de curiosidades de lo que soy», explica. Y la curiosidad y la imaginación son mitades indisolubles en el alma de un niño que ve el mundo a través del lente de una camarita súper 8, y no deja de ser ese niño cuando se convierte en el director de cine que como un mago de feria saca del sombrero sus criaturas prodigiosas, buscando demostrar que la monstruosidad tiene un sentido trascendente.
Un sentido humanista. Monstruos incomprendidos, discriminados, como lo son los de sus películas Cronos, Hellboy, El Espinazo del diablo, El laberinto del fauno, La forma del agua.
Su mejor modelo es la criatura del doctor Frankenstein, el desolado personaje de la novela tan victoriana de Mary Shelley. Al cobrar vida se plantea interrogantes angustiosas sobre su existencia, igual que nosotros mismos: ¿de dónde venimos?, ¿por qué existimos?, ¿qué hacemos en el mundo? Las de esta grotesco ser, sin armonía en sus facciones, son: ¿quién me creó?, ¿para qué me crearon?, ¿por qué estoy aquí? «Estas son preguntas monumentales», se responde del Toro. Alguien jugó a ser dios, y le dio la existencia.
El ser al que el doctor Frankenstein da un cuerpo y una mente, es la mejor representación del otro, del extraño, del que viene a perturbar el territorio que poseemos y exacerba nuestro miedo, «lanzado a un mundo que no conoce ni entiende…un ser incomprendido que necesita compañía y estima, y que sufre por ser constantemente rechazado». El que lleva un tornillo atravesado de lado a lado en la cabeza, y enseña las costuras que unen las partes humanas de que fue formado.
Tras dejar atrás la abigarrada penumbra de las salas de exhibición, el gabinete de los prodigios del doctor del Toro se cierra con la caseta de tablas del puesto de revistas y periódicos, cercano a la casa de su abuela en Guadalajara, donde él compraba de niño las historietas cómicas. Fue rescatada de una bodega del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines.
La primera estación del largo y maravilloso viaje de un monstruo creador de monstruos.