Universidad de Cambridge, Reino Unido
No cabe duda de que, desde sus inicios, la democracia ha sido entendida como un fenómeno (momento, mecanismo o sistema) inherentemente desestabilizador e inestable. Al conjugar la promesa de igualdad con la demanda de auto-gobierno, los mecanismos democráticos ponen en entredicho las jerarquías establecidas y socavan los fundamentos del orden social. Así, en la Antigua Grecia, la democracia se entendía como el sistema que ‘libera’ a aquello que no cumple con los prerrequisitos para gozar de una libertad racional y que ‘iguala’ a aquellos que son naturalmente distintos.
La idea misma de democracia se concibe como el mecanismo que legitima el deseo de auto-gobierno de las partes de la sociedad que no ostentan títulos facultativos para su ejercicio. La democracia pareciera así abrir la puerta a un deseo ilimitado de promover los intereses de las gentes comunes mediante la alteración del orden establecido, sin importar cuán racionales o irracionales aquellos sean, y contener las semillas de su auto-destrucción en tanto afirma la fragilidad y arbitrariedad de cualquier orden. De ahí que, hasta finales del siglo XVIII, la democracia haya sido asociada a excesos, desorden e inestabilidad. A día de hoy, aún hallamos vestigios de esta posición en los discursos que condenan con desprecio los levantamientos y demandas del ‘pueblo’ en términos de irracionalidad y, en el peor de los casos, estupidez.
Junto a esta extrañeza, la democracia también abarca un elemento de astucia. En tanto mecanismo de formación de orden social o en cuanto proceso para la resolución de conflictos y problemas, la democracia provee de una suerte de legitimidad imposible de alcanzar de otro modo. La astucia de la democracia reside en la formación de ideas de lo común (intereses comunes) y en la formación de espacios en los que nos reconocemos como iguales (ciudadanía). Es decir, en mecanismos que permiten asimilar posiciones particulares en espacios e ideas universales.
Dada su intrínseca extrañeza, al operar incondicionalmente, sin embargo, la astucia de la democracia contiene la posibilidad de la subversión incesante e ilimitada de sus propios logros. Para salvaguardar su astucia, e inmovilizar su irracionalidad y eliminar su incondicionalidad, históricamente se han inventado modos de cualificarla, normativa y fácticamente. La democracia liberal constituye uno de los intentos para arraigar la democracia en formas, procedimientos y mecanismos institucionales que eliminan su operación incesante e ilimitada.
La transustanciación liberal de la democracia resulta en la reducción de sus principios: igualdad de oportunidades (lo que sea que esto signifique); libertad negativa en términos de propiedad privada, no interferencia y limites al gobierno; auto-gobierno y auto-determinación en decisiones personales; espacios de tolerancia entre particulares; justicia como asunto procedimental y de igualdad ante la ley, etc.
No obstante, los liberales no reconocen que la democracia puede tener otras formas y, sobre todo, asumen que todo discurso de libertad es liberal. Es decir, no reconocen libertad fuera del liberalismo ni democracia fuera de la democracia liberal. En el mejor de los casos, podemos atribuirlo a confusión semántica y a ignorancia histórica; en el peor de los casos, esto es una muestra de la arrogancia liberal. Mucho antes de que Isaiah Berlin elucidase los dos conceptos de libertad, existía ya una disputa histórica acerca de su significado. En la Guerra Civil Inglesa, los republicanos definían libertad en términos de no-dominación. Ser libre no equivalía a no-interferencia, sino a la superación de cualquier forma de servidumbre. Fue Hobbes quien entendió lo que estaba en disputa, y quien en abierta oposición desarrolló la primera formulación liberal de libertad como no-interferencia. En términos simples, mientras que liberales luchan por ser ‘libres de’, republicanos se esfuerzan por conseguir ser ‘libres para’.
La oposición entre liberales y republicanos no es casual ni secundaria. La transustación republicana de la democracia resulta en la ampliación de sus principios: igualdad de condiciones (lo que sea que esto signifique); libertad positiva y social en términos de las obligaciones del gobierno; auto-gobierno y auto-determinación de asociaciones civiles; espacios de ciudadanía entre particulares; justicia como asunto sustantivo y de igualdad social.
La arrogancia liberal limita la posibilidad de comprender otras formas de democracia y, en el peor de los casos, no permite ver que no toda idea de libertad es liberal. Los republicanos no nos espantamos al ver ideas de lo social asociadas a la libertad: no consideramos que la palabra social sea máldita (weasel como la llamó Hayek) ni reaccionamos institivamente diciendo que no hay tal cosa como la sociedad (como lo hizo Thatcher). Creemos, por el contrario, que parte esencial de la libertad democrática consiste en que los ciudadanos pueden dar forma a aquello que llaman sociedad.
Los mejores liberales, entre quienes destaca Richard Rorty, comprenden que, así como hay momentos en que los límites liberales deben ser defendidos, existen tiempos en que la democracia necesita librarse de los preceptos liberales. Es decir, muchas veces la democracia necesita regresar, al menos momentáneamente, a su incondicionalidad y operar libremente subvertiendo los límites establecidos. Es por ello que, en sus mejores versiones, liberalismo y democracia se toman como sustancialmente distintos, pero momentáneamente en sintonía. Esto es lo que está detrás de la famosa fórmula rortyana de conducir nuestras vidas con ironía liberal junto con esperanza democrática. La ironía liberal, para Rorty, es un antídoto para la arrogancia: permite comprender que nuestras formas de describir y vivir en el mundo no son definitivas y nos abre existencialmente a aceptar formas de experimentación democrática. La ironía liberal permite comprender que el carácter subversivo y conflictivo de la democracia es parte fundamental de las formas de vida moderna y se orienta a reducir formas de crueldad. También permite comprender que muchas veces la democracia debe describirse y expresarse fuera del vocabulario y de las institutciones liberales.
Ecuador, y América Latina en general, se hallan en esta encrucijada. La radicalización democrática requiere de su operación en ‘condiciones de incondicionalidad’. En Chile este es un llamado a dar una nueva forma constitucional a la sociedad. En Ecuador, esto apunta al deficit democrático de las instituciones liberales de gobierno. La crisis de representatividad en nuestro país no es algo nuevo ni algo inesperado. Desde las últimas elecciones locales se empezó a sentir una ruptura del vínculo entre gobernados y gobernantes y se sintió el agotamiento de las instituciones y organizaciones que se supone que deben crear este vínculo.
Sin embargo, los reclamos de justicia en las calles son interpretados por los arrogantes liberales como un asunto policial que debe ser atentido para resguardar un orden que solo en nomenclatura es democrático. Las demandas democráticas por otro ordenamiento social se rechazan en virtud de la ruptura de limitaciones liberales y se redescriben eufemísticamente como otros de la democracia (terrorismo, populismo, etc.). Rugen las voces que ven en la protesta una ruptura de los derechos liberales al comercio y al intercambio, y que se preocupan más de los daños colaterales al derecho a la propiedad y al trabajo que del derecho a una vida digna en auto-determinación.
Lo que se debe entender es que a un momento de incondicionalidad democrática no sigue anarquía o desorden. Por el contrario, lo que debe emerger son nuevas formas de orden, como es el caso promisorio en Chile, o nuevas formas de solución de conflictos y representación de intereses, como es el caso en Ecuador. No es claro si esto tomará la forma de nuevas asociaciones barriales y gremiales, o de asambleas periódicas a nivel de sociedad civil. No es definitiva la propuesta indígena de Parlamento de los Pueblos, Organizaciones y Colectivos Sociales del Ecuador. Lo que es claro y definitivo es que las instituciones liberales han fallado en su rol de representar intereses diversos y asimilarlos en intereses comunes para la resolución de conflictos.
Lo que está claro es que la facticidad de las instituciones ecuatorianas tienen déficit democráticos. Lo que está claro es que el diálogo no es posible solo dentro de las instituciones liberales que limitan a la democracia. Es momento de experimentar, de crear nuevas asociaciones, nuevas formas de diálogo, nuevas formas de representatividad, nuevos medios de comunicación locales e independientes. Los momentos de incondicionalidad democráticos no generan anarquía: renuevan las fuerzas, contenidos y formas de la sociedad civil.