Rochester, Estados Unidos
Admirable el regalo que la juez Patlova Guerra hizo ayer a los ecuatorianos. Nos enseñó que el espíritu navideño está presente en las cortes de justicia y que, a imagen y semejanza del ejecutivo, la consigna es olvidar y seguir adelante. Dejar en libertad a dos sujetos señalados por el régimen como responsables de la agresión vandálica a Quito, el aplicarles medidas substitutivas para que puedan defenderse en libertad es una bofetada al gobierno y al País.
El mensaje intrínseco es claro, y va en la línea del informe de los asambleístas. ¡Aquí no ha pasado nada! ¡No hemos visto nada! ¡Se ha montado un escándalo por muy poco!
¿A quienes beneficia esto? Sin duda a los sacrificados correístas, que claman por su inocencia en el desbarajuste que vivimos y se lavan las manos a través de la justicia de las acusaciones que les endilga el gobierno. Pero para el resto del País, la interrogante es más seria. ¿Qué clase de sainete es este?
¿Cómo es posible que con sospechosa y sostenida frecuencia, todos sus coidearios de ayer y enemigos de hoy logren ponerse a buen recaudo, mantener sus prebendas y imponer sus criterios sin que el gobierno logre controlarlos? ¿Cómo es posible que las acusaciones se diluyan, los juicios se dilaten y el rol del fiscal sea minimizado por los jueces? ¿Qué pasa en la justicia ecuatoriana? ¿Se ha sacrificado la verdad en aras de la ideología?
¿Pesa más en algunas cortes el ser correísta que el ser culpable? Miramos consternados este juego de prestidigitaciones que oculta, manipula y desaparece evidencias hasta que el aroma de la impunidad y la impudicia envenenan el ambiente, sin que exista explicación coherente alguna a la inercia con la que se manejan los asuntos públicos.
Hoy, una vez más, constatamos que el Ecuador va a la deriva. Sus autoridades se han revelado incapaces de sostener sus tesis, de probar sus argumentos, de generar confianza en la ciudadanía. Por el contrario, las continuas torpezas de sus portavoces desnudan su incapacidad de dirigir al país hacia certezas. Y a cambio, nos inundan de dudas. O la tramoya correísta es demasiado fuerte para ser desarticulada, o su falta de efectividad está erosionando su credibilidad en forma alarmante.
Hasta hoy, no existen responsables para la justicia de todas las convulsiones de octubre. Pero todos sabemos quiénes las causaron. Y sin embargo, son intocables. En cada escenario, el gobierno aparece como el gran perdedor. Su único mérito es mantenerse a flote a pesar de los embates de sus enemigos, sin que podamos determinar con claridad cuáles son, porque la impunidad y el espíritu de diálogo los protegen de toda sanción.
Nos gustaría ver firmeza y sobre todo concreción en todas las acusaciones que ha lanzado el gobierno en estos tres años. Nos gustaría no despertar cada semana con una denuncia nueva sino con una acción efectiva contra los saqueadores. Nos gustaría que la Fiscalía tenga la fortaleza argumentativa para evitar las burlas a su autoridad por parte de jueces inferiores. Quisiéramos ver a los responsables en la cárcel y no en sus casas o en las embajadas. Pero el panorama es desolador.
Los buenos somos más, pero el gobierno no parece estar dispuesto a demostrarlo con firmeza. Y eso nos desalienta a todos. No hay más remedio que seguir vigilando a una justicia torpe, un ejecutivo débil y una Asamblea desconcertante, porque hace mucho tiempo dejaron de representar los intereses del País. Hoy solo representan los intereses de los grupos a los que se deben. Y eso es lo que realmente preocupa.
Estoy seguro que hay mil argumentos jurídicos para justificar lo sucedido, pero no existe uno solo para satisfacer la lógica elemental del ciudadano, que ve con indignación a sujetos perniciosos atentar contra su país, saquearlo y a través de la impunidad, espetarnos en el rostro la consigna: «¡Y vamos por más!»
¿Hasta cuándo? ¡Hasta que se lo permitamos!