No más personalismos

Samuel Uzcátegui

Quito, Ecuador

La política en la actualidad está infestada de personalismos que opacan la confrontación de ideas y la solución de problemas urgentes. Éste es uno de los métodos políticos más polarizantes, porque al ponerle cara, nombre y apellido a un movimiento, se está creando una secta y no un partido.

En democracia, sectas y partidos políticos no pueden comulgar. Las sectas son autoritarias, intransigentes y creen ser dueñas de la verdad, y la política necesita de acuerdos, alianzas y negociaciones. Los personalismos corrompen al sistema democrático porque ya no se vota por una persona por sus capacidades y/o propuestas, sino se vota porque es parte de algo más grande o porque tiene el mismo tren de pensamiento que el jerarca de su secta política de preferencia. Eso nos deja con personas que ni recuerdan el nombre del candidato por el que votaron, pero si el color y nombre del movimiento político. Una vez más, la imperfecta democracia se desvirtúa ante el sucio accionar de los acaparadores del poder.

El personalismo en la política es atemporal. No es nada nuevo, por más que cada vez se haga más popular. El culto a la personalidad en nuestra región va desde el peronismo en Argentina y el castrismo en Cuba hasta el nacimiento de todos los ismos del socialismo del siglo XXI. Chavismo, kirchnerismo, correísmo, evismo, lulismo, y pare de contar. Al otro lado del espectro, movimientos como el uribismo no se quedaron atrás. Perón era nacionalista y personalista a la vez, exhibía y exaltaba su nombre y el de su esposa, Eva Perón, constantemente. Proliferaba su imagen a lo largo del país y luego, desde el exilio, direccionaba la política argentina a su gusto, con el vaivén entre izquierdas y derechas mientras le conviniera, para que el justicialismo se mantuviera como líder en la cadena de mando.

A día de hoy, Mauricio Macri es el único presidente no peronista que logró completar su mandato presidencial, otros como De la Rúa y Alfonsín se vieron obligados a abandonar sus cargos. Un movimiento nacido hace más de 70 años en el país sureño se mantiene latente y sin fecha de expiración, solo por contar con esa figura cuasi monárquica de Domingo y Eva Perón.

Bajo un falso carisma escudaban su plan de convertirse en un líder de masas, quieren que se les recuerde por sus actitudes y no por sus acciones, por lo que eran y no por lo que hicieron. Por eso muchos ven con nostalgia la imagen del golpista Chávez cantando música llanera en sus eternas cadenas presidenciales, pero no recuerdan (o no quieren recordar) todo lo ocurrido durante su régimen dictatorial, y los crímenes de lesa humanidad que lo llevaron a ser el padre del desastre venezolano.

O también disfrutan, llenos de lágrimas, uno de los emotivos discursos populistas de Cristina Kirchner, pero ignoran que asesinó al fiscal Alberto Nisman, quien la investigaba por encubrir a los verdaderos culpables del Atentado a la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), siendo éste el mayor ataque a una comunidad judía desde lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. El caudillismo no abandonó Latinoamérica, simplemente se reformó para convertirse en el cáncer para nuestra política contemporánea. Algunos pensaban que el personalismo humanizaría la política, pero se convirtió en un monstruo que azota y perjudica a la democracia.

El culto a la personalidad no tiene límites. Durante la entrega de casas en la “Misión Vivienda” en Venezuela, a las casas se les pintaban los ojos de Chávez, que son el logo del PSUV, y las personas se veían obligadas a tener en su hogar la imagen del dictador, solo por ser parte de un plan social. Y si en algún momento se les ocurría a los ciudadanos quitar esa imagen, se les aplicarían represalias, porque lo que la revolución bolivariana te da, la revolución bolivariana te quita.

Aeropuertos, oficinas públicas (así no sean ejecutivas), instituciones educativas y demás están llenas de símbolos políticos, que glorifican la imagen de Hugo Rafael Chávez Frías. La figura de Chávez incluso trascendió más allá de Venezuela, gracias a sus mecanismos propagandísticos y la labor de sus aliados ideológicos para extender su imagen por todo el mundo. Dichos aliados luego copiaron todas las tácticas de Chávez y construyeron su propio personalismo político, a su imagen y semejanza, como Rafael Correa en Ecuador. El personalismo remarca la línea entre el yo y la otredad, pero lo hace de una manera radical. No existe confrontación de ideas porque el grupo personalista ostenta el poder y lo que su caudillo dice, se hace y se celebra. Y cuando se equivoca, se perdona. Y cuando nomina a su sucesor, se vota a ciegas por él.

El personalismo político no es inherente a una única ideología. Trump es el presidente más personalista de la historia de Estados Unidos y se deshizo de la elegancia institucional que caracterizaba a la política estadounidense. Brasil cambió el personalismo de Lula y Dilma por el de Bolsonaro. Y seguiremos viendo líderes personalistas, de cualquier ideología, porque cada vez es más rentable vender ese falso sentido de horizontalidad de los políticos hacia sus fanáticos (porque ya no son adeptos a una causa, sino fanáticos) con decisiones como gobernar desde Twitter, compartir memes y atacar con falacias ad-hominem a sus detractores. Los líderes políticos son cada vez más infantiles, con aires de grandeza y con una creciente necesidad de sentirse como una deidad. Dejaron de ser servidores públicos y se convirtieron en celebridades. Que no nos sorprenda ver próximamente un reality show sobre la vida de un presidente en los próximos años.

Es necesario apartarse de esa idea reduccionista de que una única persona lidera un movimiento político masivo y que todos los miembros de dicho movimiento están por debajo de él. Es muy diferente que un partido político tenga un líder, a que tenga un caudillo. Además, este caudillo se nutre del populismo y establece un vínculo emocional y no racional con sus votantes, por lo que su figura no para de crecer, mientras ignora los problemas que afectan a sus comunidades. Esto hace también, que muchas personas que están (o no) capacitadas para ejercer cargos públicos, se alejen de la política al sentir que se ha desvirtuado lo que solía representar. Cuando los políticos decidan hacer su trabajo y a cumplir con sus obligaciones con el mismo entusiasmo con el que se construyen su propia imagen, se convertirán en funcionarios útiles y se terminará con ese exagerado culto a la personalidad.

Mientras eso ocurre, nos espera una nueva década que requiere que seamos exhaustivamente críticos con respecto a todo lo que ocurre, para poder demandar, proponer y abogar por la protección de la democracia y la reforma de la política personalista que cada vez gana más espacios en nuestra región e intoxica los modelos de gobierno.   

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