Ante el escarnio

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Si yo fuera el licenciado, lo primero que haría es preguntarme por qué tan pocos me creen. Y es que la credibilidad es algo que se gana a través de la verticalidad en los actos, de la congruencia entre las ofertas y los hechos, del respeto que infunde un liderazgo. Y desde allí empezaría un largo auto análisis sobre cada una de mis fallas.

Desde mis promesas incumplidas, mi palabra devaluada, mi discurso peripatético y mis terribles titubeos. Si yo fuera el licenciado, reconocería mi falta de coherencia con tirios y troyanos, la desconfianza que inspira mi doble discurso, y la incapacidad de distinguir entre lo que es importante para el país, lo que significa un partido y mis compromisos personales.

Supongo que me tomaría algunos días, no muchos, entender que son mis actos y mis carencias los que han provocado tanta impopularidad entre mis huestes. Que si el anterior tuvo la culpa del descalabro, mi peor error fue no enfrentarlo con vehemencia. Aquejado como estaba por el síndrome del mayordomo beneficiado, no supe identificar lo que fue quizás mi principal freno. Alejarme de ese círculo era mi obligación y tarea. Pero no supe desatar los nudos.Al contrario, los hice más fuertes.

Sin duda debí superar esas torpezas sin tanto titubeo, en honor a los varios años de callar, rumiar y destilar resentimiento. Aunque bien sabía que al fin y al cabo, los beneficios fueron peores que las furias reprimidas. Pero claro, también tuve mis momentos de gloria con un gran argumento, el de la moral pública, pero no supe llevarlo a cabo, tan cegado como estaba por los oropeles del poder.

Debí demostrar al País que mi compromiso era profundo, no superficial y sinuoso. Las denuncias de corrupción fueron tantas y mi seguimiento tan pobre que empecé a ahogarme en mis propias palabras. De dar charlas pre pagadas a dirigir un país hay un abismo. No lo entendí. Creí que bastaba con pegar con saliva las grietas más visibles, confiado en que baba de mudo es como engrudo. Mi indecisión me abrió más frentes que los que quise cerrar, demostrando mi debilidad al mundo sin beneficio de inventario.

Sé que faltan pocos meses para rectificar. Pero sería inmolarme. Así que sigo dedicado a pulir el estuco de un país apolillado y corrupto por la inacción de todos, empezando por la mía. Pero quisiera hacer algo. Meditar como Hamlet. En ausencia de una calavera a quien cuestionar sobre el ser o no ser de mis acciones, tomaría una calabaza y la vaciaría con esmero, para depositar en ella todos mis actos fallidos, las omisiones en la lucha contra la corrupción, como la comisión internacional para combatirla por ejemplo, los nombramientos de cancillería sin otro afán que mis pequeños compromisos, o los respaldos a una bailarina por motivos no muy claros, la inoperancia en temas torales como la salud, el seguro público, la deuda con el otro coloso y sus leoninas condiciones, la trinca de corrupción y despilfarro en las empresas publicas, cuyos nombres todos conocemos.

Posiblemente, allí ya tendría que vaciar otras calabazas para seguir llenándolas de mea-culpas, en temas siempre postergados como la educación pública, el problema indígena, el código de trabajo, el desempleo, la ley de aguas, y un larguísimo etcétera. Y una vez llenas las calabazas, invitaría a todos los comensales de palacio a degustarlas, a saborearlas y a indigestarse con ellas, a ver si así entienden el mal rato que pasamos todos los demás ecuatorianos por su inoperancia, compadrazgo y alcahueterias.

Y yo, ya libre de culpa, volvería a aparecer por los balcones con mi nuevo nombre, el licenciado Vidriera, intocable por mi fragilidad y sin embargo capaz de presumirme erudito a pesar de no entender ni un ápice de los temas que trato……

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