Nueva York, marzo 2020

Miguel Molina

Nueva York, Estados Unidos

Una claridad rojiza envuelve el horizonte de rascacielos. Atardece en Nueva York y todo ha cambiado. El perfil de esta ciudad, que es una imagen, tiembla como un reflejo fosforescente en las aguas del East River. Hacia el sur las luces de los autos o los vagones del metro cruzan los puentes de Williamsburg, Manhattan y Brooklyn. Muy al fondo, casi entre sombras y más reflejos, por debajo de los puentes, la figura diminuta de una estatua con una antorcha se pierde cuando llega la noche. El cielo de esta ciudad siempre está cruzado por aviones.

Todos sabíamos que la clase del lunes, con el escritor argentino Sergio Chejfec, podía ser la última en mucho tiempo. De hecho, esa misma tarde la Universidad de Nueva York nos notificó con la suspensión de clases presenciales, en principio hasta el 27 de marzo, luego hasta el 19 de abril. Esa mañana ya lo habían hecho Columbia y Princeton. Luego todas las demás universidades. Quizá no volvamos al sistema presencial este semestre.

Reconocido el virus como pandemia y ante las declaratorias de emergencia en gran parte de Occidente, una sucesión de imágenes matiza la vida de esta ciudad: el metro casi vacío en las horas pico, largas filas en los supermercados, una cierta desolación clarividente en las calles y las mesas del comedor con gente al otro lado de la ventana. Algo hay de cine y literatura, algo de distopía, algo de desastre. No sé porqué recuerdo que en 1815, tras la erupción del volcán Tambora en Indonesia, Mary Shelley, su esposo Percy, Lord Byron, John Polidori, y otros románticos se reunieron en un castillo a orillas del lago Leman para crear monstruos. Fue una noche que duró tres días. Fue un año sin verano. Shelley creó aFrankenstein; Polidori, al vampiro que luego Bram Stoker convertiría en Drácula.

Todas estas son imágenes, ruinas de recuerdos que se mezclan con la ansiedad y la descarnada realidad que no termina de ser creíble. Me pregunto si durante este aislamiento escribiré todo lo que no he escrito nunca, si me lanzaré sin miedo a la creación de monstruos, si lograré terminar mi novela, algún cuento, algo. Tomo en mis manos Sanguínea, la novela de Gabriela Ponce, y la leo casi sin parar. Esta historia, me digo, es un dolor en el cuerpo, una catástrofe en la memoria o en los huesos o en los dedos míos que quieren tocar más. Algo que, de una extraña manera, me provoca una alegría diáfana. Desde hace tantos años me he dedicado a envejecer prematuramente y a veces, en ocasiones muy intensas, no me arrepiento.

Quizá sobre estos días no escriba mucho más que esta columna. Este virus, me digo, es la primera crisis planetaria de la que muchas generaciones son irremediablemente conscientes. Cinco mil cuatrocientas ocho personas han muerto mientras escribo estas líneas, cuarenta y uno en los Estados Unidos, una en mi país. Leo Volcánica, libro de crónicas de Sabrina Duque, y los volcanes de Nicaragua me llevan a pensar en los volcanes que rodearon y rodean mi vida, en los cerros andinos, en la altura y el viento. Esta es la segunda gran contingencia que vivo fuera del Ecuador. Octubre del 2019 y sus imágenes desoladoras. Algo sigue roto.

Me digo, cerebralmente, que viviré. Si llego a contagiarme, resistiré. Confío en mi sistema inmunológico. En mi cuerpo. En una fuerza primaria que, creo, he recuperado. Entonces pienso en los volcanes y viene a la mente el rostro de mis padres, mis abuelos, mi tío Alex, las otras personas amadas. Los cuerpos viejos. El virus y sus poblaciones en riesgo. El virus ha llegado a los Andes. Al hogar de mis viejos más queridos. Eso me provoca angustia y noto que es la misma angustia que otros cuerpos lejos de su Ítaca también sienten. No quiero que este virus se lleve a mis seres queridos. Algo, como la angustia que siento, me recuerda a Saramago, la ceguera, la lucidez.

El lunes, luego de la suspensión de clases y de la angustia, descubrí que Washington Square era una fiesta. La primavera había llegado anticipadamente. El clima era otro por fin, había un viento templado casi quiteño, un sol casi equinoccial. La música sonaba en el parque. La gente dejó atrás sus abrigos para usar vestidos y ropa más ligera. En Nueva York hay contrastes, pese al virus. Alguien, no yo, escribirá sobre las distopías, sobre un virus que conmocionó a la humanidad, los pánicos colectivos, las teorías de la conspiración, los cuerpos que murieron y los que sobrevivieron. Alguien lo perderá todo. Alguien crecerá inmensamente. Alguien ascenderá al Cotopaxi y quizá piense en mí. Alguien concluirá, tal vez, que no controlamos nada, que la vida es toda caos, que la lucha por la tranquilidad es ardua e interna. Alguien respirará profundamente, al contemplar las imágenes detrás de la ventana. ¿Será el desastre? ¿Será la alegría? Alguien escuchará salsa, muy lejos de su memoria. Y cuando todo esto pase, tal vez, volveremos a los abrazos, a la cotidianidad, al invierno. (O)

Más relacionadas