Encierros

Samuel Uzcátegui

Guayaquil, Ecuador

Lo que menos quiero hacer con este texto es minimizar la crisis actual o desviar la atención del problemón en el que está el mundo. Hay encierros de encierros.  Por razones varias, la vida me hizo vivir en otras circunstancias encierros que se alargaron y que tienen similitudes, pero también mayores diferencias con lo que ocurre hoy. Son situaciones que no se comparan en lo absoluto. Este texto es tan solo el relato de mis vivencias personales con los distintos encierros que me ha tocado vivir y aportes personales sobre lo vivido con el coronavirus. No lo vean como más que eso. Dicho esto, empecemos.

En las protestas del 2014 y 2017 en Venezuela, la dirigencia opositora planificaba manifestaciones en bases semanales, para poder convocar a la mayor cantidad de gente a salir a las multitudinarias marchas. Ante la escalada de violencia de la dictadura venezolana, la resistencia decidió acudir al uso de las barricadas y convocar a un paro nacional, cercando las ciudades. Esto, para tratar de protestar pacíficamente quedándose en casa y negándose a llevar al país a la pseudo normalidad a la que el régimen trataba someternos a punta de balazos. También, para evitar las aglomeraciones de personas y salvaguardar las vidas de todos los manifestantes ante la vil represión chavista. Fueron medidas muy focalizadas, que no se aplicaron en las mayorías de los estados. Pero en gran parte de mi estado, Táchira, y en mi ciudad, San Cristóbal, sí se cumplió. Hablo desde la experiencia, haciendo memoria, en 2014 pasamos tres meses encerrados en casa y casi la misma cantidad de tiempo en 2017. Es una experiencia de vida que desearía no tener.

A San Cristóbal los medios internacionales la llamaban “la ciudad de las barricadas” en 2014. La ciudad estaba paralizada, y el régimen militarizó las zonas y se aprovechó del encierro para generar aún más miedo, atacando a los encargados de vigilar dichas barricadas y apoderándose de ellas. Cuando los miembros de la resistencia huían, los colectivos paramilitares se hacían cargo, fingiendo ser protestantes encapuchados, y robaban a los ciudadanos que salían por causas de fuerza mayor a las calles, o simplemente negaban el paso a cualquier persona sin importar las condiciones. Recuerdo claramente que, teniendo 12 años en ese momento, acompañé junto a mi hermano a mi madre a la calle en búsqueda de medicinas, para que pudiera tratarse su erupción de culebrilla. No podía ir sola. Tras pedir que nos dejaran pasar las barricadas porque era una emergencia, los colectivos nos lanzaron una bomba molotov, y tuvimos que correr de vuelta a casa. Estábamos presos en nuestra propia cuadra, entre calles bloqueadas con troncos y alambres, ahora supervisadas por matones a sueldo. No se explicaba porque, en una ciudad a 12 horas de la capital (donde deberían de estar las verdaderas protestas) estábamos viviendo en tales condiciones.

La premisa del encierro en 2014 y 2017 era exactamente la misma a la de hoy: salir a la calle implicaba poner en peligro mi vida. Aunque es importante resaltar que, en la actualidad, saliendo también se pone en riesgo la vida del otro y el riesgo vivido hoy es mucho mayor.

En los meses de encierro, reinaban las noticias falsas en un país donde de por sí escaseaba la información real. Fue un periodo de ensayo y error para muchos periodistas que estaban reporteando en situaciones inusitadas. Errores, que, en el contexto del coronavirus, se han repetido, y que le exigen al oficio periodístico mayor cautela en estos tiempos tan difíciles. Y también, a la sociedad, que debe ser más cuidadosa con cualquier información que comparta para evitar histerias colectivas.

Debíamos esperar a que nos llegara la información de que habían abastecido los supermercados y salir con la mayor rapidez posible para comprar provisiones, evitando encontrarnos con colectivos y saltando las barricadas. No había teletrabajo ni telestudio. Los colegios enviaban trabajos vía correo electrónico y daban extensos periodos de tiempo para hacerlos, en vista de las circunstancias de la ciudad. Las universidades, en su mayoría, simplemente se iban a paro. Se sacrificó mucho tiempo, conocimiento y momentos de compartir con amigos. Pero eso no era prioridad.

Me encantaría dar recomendaciones sobre ‘cómo mantenerse productivo durante el encierro’ pero no las tengo. No había como llevar una vida medianamente normal, mucho menos con continuos cortes de luz, de agua y la segunda peor conexión a Internet del mundo, solo por detrás de Turkmenistán. Sumándole también la ausencia de descanso, la constante preocupación y la frustración de no poder hacer nada para cambiar la situación. Lo único que les puedo decir, es que estamos viviendo un tiempo que nos permite bajar revoluciones al ritmo de trabajo y de consumo de información. También, que son tiempos de dolor y de duelo para la mayoría. No tienen por qué sentirse presionados a salir de la cuarentena con una alta cantidad de libros leídos, de películas vistas o de oficios aprendidos. Lidien con el dolor y la tensión como mejor puedan, no se sobrecarguen, que lo que más se necesita en este momento es fuerza. No hay una fórmula a seguir, cada uno tiene que descubrir la suya propia.

Entiendo que una de la preocupaciones de muchos padres durante esta cuarentena es que sus hijos se estén perdiendo de enriquecedoras experiencias por el encierro. Que no se podrán graduar, que no habrá fiesta de cumpleaños, que están perdiendo valiosas oportunidades, que están aprendiendo menos, les tocará entender que la principal prioridad es mantenerse vivos. El mismo dilema lo vivimos todos en Táchira y también decidimos mantenernos vivos. Después, logramos recuperar esas experiencias y/o transformarlas en algo mejor. A ustedes también, espero, les llegará ese momento.  

Para contraponerse a todas estas adversidades, fue necesaria una organización cívica importante en todas las comunidades afectadas. Todos colaboraban, nadie se quedaba atrás. No había individualismo ni el pensamiento de la supervivencia del más fuerte. Eso sí, tampoco recibíamos ayuda de ninguna autoridad, ni había un plan de recuperación del país, no había como paliar la crisis, que son iniciativas que deben abundar ahora. Tomar en cuenta la vida del otro, del que no podía darse el lujo de dejar de trabajar porque si no trabaja no come. Fueron tiempos de solidaridad que se deben revisitar, sin caer en el difuso concepto de ‘arrimar el hombro’ que están usando algunos con otras intenciones.

Viendo el panorama más amplio, la cruda realidad es que, cuando estos encierros llegaron a su fin, todos los afectados habíamos cambiado, no sé aún si para bien o para mal. Tras lo vivido en 2014, negocios quebraron, muchos empezaron a barajear opciones para irse del país, otros se reinventaron laboralmente para sobrevivir tras los fuertes daños económicos y algunos estaban llenos de aspiraciones y habían desarrollado un cariño por Venezuela que los llevó a invertir, a pesar de que no existían condiciones. Después de lo ocurrido en 2017, en mi caso, fue cuando por primera vez en mi núcleo familiar se empezó a tomar en cuenta la opción de irse del país. Lo vivido en esas épocas fue devastador y tuvimos que replantearnos muchas cosas.

La pandemia va a llevar esos replanteamientos a una escala que es decenas de miles de veces mayor. Vendrán tiempos difíciles, con cambios a todo lo que solíamos conocer y daños que serán irreversibles. La historia dictará si logramos sacar algo positivo de todos estos desastres, pero mientras tanto, nos toca cumplir con nuestro deber cívico quedándonos en casa, apoyar al que podamos apoyar, cuidar de los nuestros y tratar de anticiparnos y prepararnos para todo lo que está por venir.

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