Las desventuras del liberalismo en Iberoamérica

Carlos Alberto Montaner

Miami, Estados Unidos

Dos notables expertos en mediciones e interpretaciones de la conducta ―Amando de Miguel y Pilar del Castillo―, en las Cuartas Jornadas Liberales llevadas a cabo en Albarracín, provincia de Teruel, bajo la dirección de Federico Jiménez Losantos, hace apenas un par de semanas, no sin cierta melancolía advertían que los españoles sistemáticamente les atribuyen mucha más importancia a la seguridad y a la autoridad que a la libertad y la responsabilidad individuales, rasgos que, a mi juicio, comparten las sociedades latinoamericanas.

Al mismo tiempo ―como era previsible―, según todos los síntomas, el bicho ibérico tiene una escasísima confianza en sus compatriotas, lo que acaso explica la pasión nacional por los sellos notariales, los cuños y las ubicuas pólizas. Toda esa parafernalia burocrática parece reforzar unos compromisos que, de otra manera, serían inevitablemente violados o ignorados por los desaprensivos signatarios: “papeles son papeles, cartas son cartas, palabras de los hombres siempre son falsas”, cantan los niños de nuestra desconfiada cultura a ambos lados del Atlántico, y ya se sabe que la actitud clave en las sociedades exitosas es la confianza en que los pactos verbales y los contratos escritos se van a cumplir con seriedad. A explicar esta relación ha dedicado el Premio Nobel Douglas North una buena parte de su obra y el señor Francis Fukuyama su último libro: un largo y reiterativo ensayo que lleva por nombre esa virtud tan apreciada como estrafalaria entre nosotros: Trust.

Nuestra sociedad no es liberal

Comienzo por esta pesimista descripción, porque me propongo reflexionar sobre un fenómeno que tiene más de curioso que de sorprendente. Desde que en 1976 comenzó la transición española hacia la democracia, los liberales de esta bendita tierra han visto hundirse varios proyectos políticos acaudillados por valiosos líderes que reclamaban cierto espacio de centro en el que supuestamente se daban cita la mayor parte de las personas, presunción que luego han desmentido los votantes cada vez que han podido.

Y tras esos fracasos electorales, como suele suceder, no han faltado las recriminaciones o la más desconsolada perplejidad, pero casi nunca se ha llegado al doloroso meollo del problema: sucede que en nuestra sociedad, sencillamente, no prevalecen los valores liberales. Sucede que esta no es una sociedad liberal. Tampoco lo son las latinoamericanas. Pedirles a los españoles el voto para el liberalismo ―para la libertad, para la responsabilidad, para la confianza en las propias fuerzas y en la buena voluntad del otro―, solicitarles el sufragio para restarle protagonismo al Estado y devolvérselo a la sociedad civil, es pedirle al olmo que se llene de peras, cortesía que el testarudo vegetal se niega rotunda y tenazmente a conceder.

            ¿Por qué y cuándo esta sociedad renunció mayoritariamente a sostener los valores liberales? Como es natural, resulta imposible contestar esas incómodas preguntas de manera tajante e  inequívoca, pero sí es razonable aventurar ciertas hipótesis afincadas en la historia y en la observación desapasionada de las formas en que los españoles han articulado sus relaciones de poder.

            En efecto, a partir del siglo XVI, o ―más diáfanamente-― en el XVII, época en que en Inglaterra, Alemania, Holanda o Francia comenzó a arraigar definitivamente la nueva ciencia empírica basada en la experimentación, periodo en el que en el norte y centro de Europa se desató la pasión por la tecnología y se abrió paso la idea del progreso material como objetivo final de la convivencia social, en España, en cambio, triunfaron de una manera clarísima el pensamiento escolástico y el viejo espíritu medieval. Es decir, el enérgico rechazo a la duda frente al discurso de las autoridades oficiales, la sospecha ante cualquier interpretación que pudiera negar las verdades reveladas en los libros sagrados, la paranoia religiosa contrarreformista, la brutal etnofobia expresada en el antijudaísmo, y ―en definitiva― el miedo al cambio en prácticamente cualquier terreno del quehacer humano. Cambiar en España siempre ha sido una peligrosa forma de pecar.

            En todo caso, tan importante como el espíritu contrarreformista que se enseñoreó en España debe haber sido el tipo de Estado represivo constituido para impedir a sangre y fuego la llegada de lo que algunos historiadores llaman la “Edad moderna”. No sólo fue, pues, un abstracto debate entre teólogos que se reunían a refutar las malvadas imputaciones de Lutero sobre la Trinidad, la naturaleza de Dios o la venta de indulgencias, sino algo mucho más sórdido, atemorizante y siniestro: unas leyes frecuentemente arbitrarias, autoridades despiadadas, jueces omnímodos, delatores sin rostro, salvajes torturas perfectamente legítimas, turbas asesinas alentadas desde los púlpitos, y el terror, precursor de Kafka, a que una pista semita, morisca o protestante sobre los antepasados remotos, falsa o cierta, ensuciara para siempre la sangre cristiana, trayendo con esta mancha la deshonra permanente a quien la sufriera y a sus descendientes.

            No estoy afirmando que los españoles fueran entonces víctimas de una tiranía que les repugnaba. Quevedo, por ejemplo, cuando piensa en la decadencia española siempre lo hace desde una perspectiva contrarreformista. Lope de Vega fue un entusiasta familiar  de la Inquisición―, sino pienso que el tipo de estado forjado en esos siglos debió ser tremendamente represivo, favoreciendo con su dureza el surgimiento en España de una sociedad cuya escala axiológica colocaba la obediencia, la búsqueda de seguridad y la total desconfianza en el prójimo por encima de cualesquiera otros valores y actitudes.

            ¿Cómo se definía socialmente un buen ciudadano español en aquellos siglos de simultánea grandeza y decadencia? En esencia, por su total subordinación a las autoridades políticas y católicas, puesto que los dos brazos del poder ―el secular y el religioso― solían estrujar sin piedad a quien se atreviera a abandonar la ortodoxia y fuera acusado por ello. Nada, en síntesis, de lo que nosotros relacionamos con el talante liberal formaba parte de la mentalidad social inducida e impuesta desde el vértice del estado. Lo que se recompensaba era la obediencia, la sumisión, la repetición minuciosa de los papeles sagrados y el culto por la jerarquía, actitudes que se expresaban mediante un  temor reverencial a unos gobernantes que tenían, realmente, la capacidad potencial de hacer muchísimo daño, profunda huella sicológica que todavía perdura en nuestra forma actual de relacionarnos. El miedo nos marcó por los siglos de los siglos.

Estado de derecho

Mal momento para el surgimiento de este fenómeno. Es precisamente a fines del XVII cuando los pensadores ingleses, encabezados por John Locke, le dan un giro radical a las relaciones de poder e introducen de una manera transparente lo que puede llamarse el “constitucionalismo” o ―lo que viene a ser lo mismo― el “Estado de derecho”. Es decir, sociedades que no delegan la autoridad en familias privilegiadas, sino en el derecho natural y en la voluntad del propio pueblo, ambos consagrados en textos legales que se colocan por encima de todos los ciudadanos, incluida la familia real.

            Al margen de la extraordinaria importancia que el constitucionalismo posee en el terreno de la política ―piedra miliar del pensamiento liberal―, es en otra zona menos comentada donde causa una verdadera y profunda revolución: en el oscuro territorio de las percepciones sicológicas. En efecto, cuando el constitucionalismo se convirtió en una verdad mayoritariamente compartida por la sociedad ―cuando el pueblo se sintió soberano porque no regía otro hombre o mujer por la gracia de Dios, sino regía un texto constitucional― de forma inadvertida, por la propia naturaleza de las cosas, se invirtieron los papeles que tradicionalmente desempeñaban gobernantes y gobernados.

De pronto, en ciertos pueblos del norte de Europa surgió la noción del servidor público. De pronto, o tal vez paulatinamente, el pueblo sintió que era él quien mandaba, mientras al gobierno, humildemente, le tocaba obedecer. Gobernar, entonces, se convirtió en administrar lo más sabiamente posible ―y siempre con arreglo a las leyes― los fondos asignados por los ciudadanos mediante el pago de los impuestos. Ser un “tax-payer” dejó de reflejar una condición de manifiesta inferioridad (los verdaderos señores no pagaban impuestos en el antiguo régimen) para pasar a ser la fuente con que se legitimaba la autoridad de los mortales comunes y corrientes.

            En España, como todos sabemos, nunca, realmente, sucedió esa grandiosa metamorfosis. Aquí, tuvimos, es cierto, la Constitución de Cádiz de 1812, la famosa Pepa  por la que tanta sangre y rabia se derramara, pero jamás el pueblo español pudo someter a sus gobernantes al imperio de la ley, entre otras razones, porque el grito brutal de “¡vivan las cadenas!” era tal vez mucho más que una sorprendente consigna popular o la consigna ritual de una humillante ceremonia de vasallaje: acaso constituía la expresión resignada de un pueblo que no sentía al Estado como algo que le pertenecía, algo que era suyo y que libremente había segregado para su disfrute y conveniencia, sino lo percibía como una horma impuesta desde afuera para sujetar a unas personas necesitadas de ese tipo de coyunda para poder vivir en paz.

“¡Vivan las cadenas!” era la manera española de admitir, humildemente, el dictum  de Luis XIV de Francia, que el Rey era el Estado, o que la oligarquía dominante era el Estado, dado que el pueblo intuía que muy poco contaba la sociedad dentro de aquel andamiaje institucional. Para muchos de aquellos españoles, y tal vez para muchos españoles de hoy, la función del gobierno no es obedecer sino mandar. Aquí no se produjo el cambio de  percepciones en el ámbito de las relaciones de poder. Aquí el Estado, como el Castillo de Kafka, siguió siendo una fortaleza ajena e inaccesible, gobernada por unos seres oscuros y todopoderosos alejados de los efectos punitivos de las leyes.

            No obstante, ese Estado, odiado por casi todos, dispensador de agraviantes privilegios, era, al mismo tiempo, el sueño dorado de la mayor parte de los españoles. El Estado podía ser ―y así lo calificaban las mayorías― una indómita burocracia, casi siempre inútil, a veces cruel, terriblemente onerosa, pero lo sensato, dado su peso y poder, no era oponérsele, sino sumársele. Lo prudente era convertirse en funcionario y vivir protegido por su mágico manto, lejos del alcance de las leyes y de las responsabilidades. Al fin y a la postre, la seguridad que el Estado ofrecía podía ser miserable en el orden económico, especialmente en los estratos más bajos, pero siempre era mejor que el desamparo de una sociedad civil poco fiable, o los riesgos de un mercado en el que no se solía triunfar por el esfuerzo y la competencia, sino por la asignación arbitraria de privilegios y canonjías.

            Pero, desgraciadamente, hay más. Esa aparente paradoja ―querer formar parte de lo que se detesta― no es la única que comparece en la sicología antiliberal del hombre iberoamericano. Su distanciamiento intelectual y emocional del Estado en el que vive y en el que desenvuelve sus quehaceres ciudadanos, le provoca una especie de burlona indiferencia ante las injurias que los demás puedan hacerle. Como el iberoamericano no se identifica con el Estado, como no es “su” Estado, le da exactamente igual que “los otros” no paguen impuestos, destrocen los lugares y vehículos adscritos al impreciso “bien común”, incumplan las leyes, evadan el servicio militar o derrochen los caudales públicos. Sólo así se explica ―por ejemplo― que a casi nadie en España le escandalice la increíble historia de Hunosa, una compañía minera que año tras año entierra muchísimo más dinero que el carbón que consigue desenterrar, pero como se trata de la tesorería general del Reino de España, la percepción de la sociedad es que no es ella quien paga. Pagan otros. Paga el Estado, ese ente ubicuo, pavoroso siempre ajeno. Ni los funcionarios ―en fin― han adquirido la conciencia de ser “civil servants”, ni los ciudadanos la de formar parte de los “tax-payers”. Y así, naturalmente, es casi imposible soñar con tener algún día un país gobernado con arreglo a los principios liberales.

Las percepciones engañosas

Lamentablemente, los inconvenientes históricos y nuestra escala axiológica de valores y actitudes no son los únicos obstáculos con que se enfrenta el pensamiento liberal en Iberoamérica. Hay otras barrerras de carácter general, presentes en todas las latitudes, y la más alta y peligrosa tiene que ver con nuestras percepciones sicológicas de los fenómenos económicos. Acaece que las premisas sobre las que descansa la cosmovisión liberal no sólo se dan de bruces con nuestra historia: también son contrarias al razonamiento intuitivo de la mayor parte de los mortales. La lógica nos traiciona.

            Si preguntamos, a voleo, qué es más conveniente, que las transacciones económicas que realiza la sociedad sean el resultado de un orden espontáneo surgido libremente del mercado,  o ―por el contrario― se limiten a actividades cuidadosamente planificadas por economistas graduados en buenas universidades, la respuesta más frecuente que oiremos apuntará a la supuesta superioridad de la cuidadosa planificación de los expertos.

            Si la consulta se hace sobre los controles de precios y salarios la respuesta será más o menos la misma. ¿Cómo el mercado va a favorecer a los pobres? Eso lo sostiene muy poca gente. Sólo la mano justiciera de los políticos o funcionarios dotados de buen corazón puede lograr que los bienes y los servicios tengan y mantengan un “precio justo”. Sólo un estricto control de los salarios puede evitar que la codicia de los empresarios convierta las retribuciones de los trabajadores en unas cuotas miserables.

            Algo parecido ocurrirá si se indaga sobre la forma de proteger las industrias nacionales y los puestos de trabajo: invariablemente se preferirán las barreras arancelarias y las trabas a la inmigración, porque el espejismo lógico apunta en esa falsa dirección, error al que generalmente contribuye con entusiasmo el discurso nacionalista más crudamente demagógico.

            No obstante, nosotros sabemos, por la vía experimental, que el mercado es mucho más eficiente que la planificación, tanto para crear la riqueza como para asignarla a los más débiles. Y sabemos que los controles de precios y salarios conducen al empobrecimiento de los pueblos, al desabastecimiento y a la inflación. Y sabemos ―además― que proteger a los productores locales de la competencia externa es la forma más rápida de envilecer la calidad de la producción, de encarecerla y de atrasarnos en el plano tecnológico. Pero, como reza el refrán brasilero, “tenemos razón, pero poca…y la poca que tenemos no sirve de mucho”.

            De manera que, frente a las engañosas intuiciones económicas, los liberales sólo pueden oponer los dictados de la experiencia acumulada tras varios siglos de cuidadosas observaciones. Mientras el socialismo ―en cualquiera de sus variantes― deduce sus conclusiones y hace sus propuestas desde seductores razonamientos abstractos perfectamente construidos, el liberalismo tiene que recurrir a los ejemplos concretos para lograr algún grado de persuasión, dado que el sentido común nunca parece acompañarlo.

            Más grave aún: los liberales tienen que defender propuestas que contradicen los instintos más elementales. ¿Cómo convencer a los mortales corrientes y molientes de que es bienvenido un cierto nivel de riesgo e incertidumbre en el mercado para que no decaiga la tensión competitiva? ¿Cómo hacerles ver que es bueno que la empresa ineficiente sea expulsada del mercado por otra más ágil capaz de utilizar los rescursos de una manera más eficiente? Sin la quiebra de los menos aptos el sistema no funcionaba con eficacia. Sin “ganadores” y “perdedores” todos acabábamos perdiendo. Sin diferencias económicas notables no eran posibles la acumulación y la inversión. El sistema dependía tanto de los aciertos como de los errores para avanzar, y aún estos últimos resultaban enormemente valiosos por todo lo que tenían de aprendizaje basado en el tanteo y el error como método de progresar incesantemente.

            Añádasele a este discurso liberal las apelaciones a la responsabilidad individual y la solicitud permanente de que el Estado deje de “protegernos” paternalmente contra nuestra voluntad, y se tendrá una idea clara de las ventajas sicológicas de la oferta socialista. Los socialistas siempre hablan de derechos conculcados, no de obligaciones esquivadas, y apelan al muy práctico esquema de las víctimas y los victimarios. Las responsabilidades de nuestras desdichas siempre son de otro. La culpa de nuestra pobreza invariablemente hay que atribuirla a la sevicia del otro. Pero esa injusticia ―claro― se terminará mediante la equitativa redistribución de la riqueza, esa mítica multiplicación de panes y peces que hace el político populista-socialista desde todas las tribunas.

            ¿Cómo puede, en suma, sorprenderse nadie de la inmensa popularidad de esta forma de entender la realidad social o ―en sentido contrario― de la falta de calor que suelen encontrar las propuestas liberales? Ese realista mensaje de “sangre, sudor y lágrimas” con que Churchill alistó a los ingleses frente a la amenaza nazi puede lograr su cometido en situaciones extremas, pero en las lides políticas convencionales funciona mucho mejor un candoroso texto con el que se embadurnaron las paredes de Lima en la campaña de 1990: “No queremos realidades; queremos promesas.”

La función didáctica del liberalismo

No es muy halagüeño, pues, el panorama descrito, pero esa es la verdad monda y lironda, lo que inevitablemente nos precipita a hacernos una ingrata pregunta: ¿qué podemos hacer los liberales ante esta realidad? Y la respuesta es bastante obvia: la tarea más importante que los liberales tenemos por delante es de carácter didáctico. Hay que hacer pedagogía, difundir ideas, explicar una y mil veces lo que nosotros sabemos, hasta conseguir que una masa crítica de iberoamericanos asuma racionalmente nuestros puntos de vista y comience a cambiar el escenario político.

            Afortunadamente, el liberalismo es una cantera de ideas y reflexiones que aumenta día a día, y cuyas premisas parecen confirmarse desde diversos ángulos por las cabezas más lúcidas de nuestra época, desmintiendo con sus estudios la desdeñosa acusación de que nuestra visión de los problemas de la sociedad y las soluciones que proponemos forman parte de una cosmovisión decimonónica ya sin puntos de contacto con la realidad vigente.

            En efecto: los recientes Premios Nobel concedidos a figuras liberales tan dispares como Hayek, Friedman, Buchanan, Coase, North, Becker o Lucas demuestran que el liberalismo ha ampliado y profundizado el marco de sus reflexiones, tanto dentro de la economía como en el derecho, la sociología o la historia. Asimismo, se multiplican los ejemplos de exitosas experiencias liberales en el mundo: la transformación de Nueva Zelanda, las privatizaciones de medio planeta, el surgimiento de cierto capitalismo popular en Gran Bretaña durante el gobierno thatcheriano, el sistema chileno de pensiones y ―en general― el “caso chileno”, el asombroso crecimiento sostenido del enclave hongkonés, el fulminante “milagro irlandés”, el efecto positivo de las desregulaciones o hasta el interesante ejemplo de Bostwana, uno de los países más pobres del mundo, que tomó el camino liberal en contraste con vecinos que han seguido la senda tradicional del socialismo africano de posguerra.

            Lo que quiero decir es que existen materiales más que suficientes para construir un plural mensaje, extraordinariamente persuasivo, que poco a poco vaya calando en la opinión pública hasta darle un vuelco a la conducta política de Iberoamérica. Es un camino arduo y difícil, pero no hay otro. Sólo cuando las personas de nuestra cultura entiendan que la mejor forma de defender sus propios intereses se encuentra en el mercado y en la libertad para producir y consumir, sólo entonces es que modificarán sus viejos y nocivos hábitos electorales. Al fin y al cabo, la conducta política es ―como diríamos hoy día― una consecuencia de las expectativas racionales. Sólo que esas expectativas, en nuestro confundido universo, están montadas sobre viejos pánicos, sobre mala información y sobre errores de percepción. Y es todo eso es lo que hay que cambiar. Menuda tarea.

  • Carlos Alberto Montaner es pensador cubano, radicado en Miami. Sus textos son publicados originalmente en El blog de Montaner.

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