Una estatua de Churchill para cada plaza

Orlando Avendaño

Miami, Estados Unidos

A propósito de tiempos de antorchas y tridentes, estuve releyendo la biografía que escribió Edgar Black sobre Winston Churchill. Quisiera retomar un episodio en particular porque creo que retrata muy bien al británico.

En 1901, un joven y prometedor Churchill llegó finalmente al Parlamento. Había ganado en el distrito de Oldham y se perfilaba como la estrella del Partido Conservador. Tenía fama porque había sido «héroe de guerra» —aunque sobre ello no había precisión—; y además era un notable escritor. En fin, Churchill entró por la puerta grande a la política de Reino Unido.

Los tories se sentían confiados con un nuevo e interesante político que atraía a la sociedad. Era irreverente. Incluso, aunque normalmente los nuevos miembros del Parlamento esperan meses para siquiera abrir la boca, Churchill no guardó ningún respeto por aquella costumbre.

Pero lo que no esperaban los conservadores era que tuviesen entre sus filas a un hombre firme y con principios, que no estuviera dispuesto a ceder ni claudicar. Cuando Churchill habló por primera vez su debut fue maravilloso. Los miembros de su partido lo aplaudieron, pero lo mismo no ocurriría con sus próximos alegatos.

El padre de Churchill, Lord Randolph, también había sido un político con futuro en Reino Unido. Sin embargo, su carrera se desplomó cuando empezó a ser incómodo para su partido. Ahora el joven Churchill estaba dispuesto a reivindicar al trágico padre.

Winston Churchill basó sus ideas políticas en las ideas de Lord Randolph. Eran sus principios y no cedería. Finalmente su doctrina empezó a ser incómoda para su propio partido. En cada discurso empuñaba premisas irritantes para la gerontocracia de los Cecil que dominaba a los Conservadores. Intentaron neutralizarlo. Le acusaron de querer dividir a los tories; pero Churchill no cedió.

En un momento esbozó un discurso magistral. Incómodo, por supuesto, para su partido y el Gobierno. Atacó al ministro de Guerra, al secretario de Estado y a altos militantes del partido. Pero recibió una ovación de pie. Fue uno de los discursos que definió su carrera y por el que el periodista H. W. Massingham predijo que Winston Churchill se convertiría en el próximo primer ministro de Inglaterra. No se equivocó el periodista sobre el joven, quien jamás cedió en sus principios y valores. Al final tuvo que dejar a los tories.

Sus enemigos jamás le perdonaron esa demostración de firmeza y con ese valor labró su carrera y llegó a convertirse en uno de los hombres más influyentes de todo el siglo XX (quizá el más influyente en el bando de los buenos, de hecho). Su determinación, firmeza, coraje, intuición y astucia lo llevaron a ser el gran responsable de que en Londres jamás ondeara la esvástica.

En los últimos días, por Estados Unidos y Europa han caído estatuas. Son las hordas coléricas, ávidas de fuego y escombros, quienes tumban todo lo que no sea, a juicio de ellos, impoluto. Y en el marco de esta contienda inquisidora, cayeron Lincoln, Grant, Isabel la Católica, Colón, Cervantes y Winston Churchill. Estatuas vandalizadas, pintarrajeadas, desfiguradas y algunas hasta mutiladas.

Defenderé la de Winston Churchill porque creo que es urgente, ha generado bastante polémica, y algunos ahora hasta proponen que todas las que se han erigido de él, sean abolidas, por el supuesto monstruo que fue the old lion, alcohólico, desordenado y, además, racista.

«Sin Churchill, Hitler, un racista, habría matado a muchos más por motivos raciales», dijo a El Independiente el historiador y periodista británico Andrew Roberts, quien fue el último en escribir una biografía sobre el exprimer ministro.

Roberts tiene mucha razón porque, basándonos en los hechos que tuvieron incidencia en el curso de la historia, Winston Churchill sería, realmente, el mayor antirracista y antifascista de la historia. Se opuso, con garra —y a pesar del contexto, muy desfavorable— a la amenaza del Tercer Reich. Se opuso, inmutable, con puño de hierro, y salvó a Londres de la devastación nazi.

Winston Churchill no solo fue un héroe de guerra, con una amplia trayectoria atestada de triunfos y algunas derrotas. Fue un estadista, un orador de primera, que puso la vara demasiado alta a sus sucesores. Historiador, periodista y pintor. Fue, también, un prolífico escritor, lo que incluso le valió el Nobel de Literatura.

Sí, nació en 1874 y murió en 1965, hace bastante. Tenía 8 años y Charles Darwin aún estaba vivo, apenas habían pasado algunas décadas de la abolición de la esclavitud en América y a las leyes Jim Crow pocos americanos las objetaban. Había consenso sobre, por ejemplo, la jerarquía racial y Churchill seguramente creció convencido de la superioridad británica sobre los bárbaros aquí o allá.

Nadie lo dudaría: dijo algunas cosas, en la época eduardiana en la que se desarrolló, que podrían considerarse deplorables e infelices. Irrebatible. Pero las dijo en otro contexto y aquello jamás trascendió su boca. Verbigracia, Richard Toye, autor de Churchill’s Empire, dijo a la BBC que, «aunque es verdad que Churchill pensaba que los blancos eran superiores, esto no significaba necesariamente que pensara que era aceptable tratar a los no blancos de forma inhumana». De hecho, como el mismo Andrew Roberts le señaló a El Independiente, «un racista busca imponerse a otras razas, algo que jamás hizo Churchill. Estaba orgulloso de que la incorporación de los nativos de las colonias permitiera la expansión del imperio británico. Estaba orgulloso de que la esperanza de vida de los no blancos se duplicara bajo el poder británico en la India, algo que jamás haría un racista».

Pero lo anterior, en todo caso, son sus sombras. Y si vamos a lanzar a los grandes hombre de la historia a la hoguera por esas manchas, pues comencemos con Bolívar por esclavista, Picasso por misógino y Heidegger por facho. Absurdo, porque a estos, como a Churchill, se les honra, no por sus faltas, sino pese a ellas.

«Una cosa es que haya calles y plazas dedicadas a asesinos como Hitler y sus secuaces o Stalin y los suyos. Se trata de individuos que lo único notable que hicieron fueron sus crímenes. Pero hay mucha otra gente compleja o ambigua, imperfecta, a la que se rinde homenaje por lo bueno que hizo y a pesar de lo malo», escribe, acertado como siempre, Javier Marías.

Y Churchill entra en el lote de los anteriores. Poco saludable, alcohólico, flojo por las mañanas, caprichoso, imprudente y, ¿racista? Pero todo ello, marginado por los hechos. A nadie le importa. A mí no me importa, al menos. Porque Winston Churchill, el bulldog británico, trascendió y seguirá trascendiendo a la historia como el hombre que salvó a su país y a Europa del mayor racista de la historia de la humanidad —y como el estadista de estadistas, y orador de oradores—. Por sus méritos, no solo apelo al respeto de sus monumentos, sino a la idea nada excesiva de que se erija su busto en cada plaza. Para que todos tengamos presente, hoy y por siempre, cómo deben ser nuestros jefes de Estado.

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