Tenemos la razón

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Más que comer nuestro plato favorito, más que tomar agua después de un partido de fútbol al mediodía, más, incluso, que acariciar y ser acariciado, nos gusta tener razón: la razón. No los placeres de la carne, sino un placer mental. Un placer que no surge de la convergencia de sentimientos y deseos, como el placer erótico, sino de la competencia y el desencuentro.

No hay gozo más intenso que restregar en la cara de alguien el aplastante “yo te lo dije”, ese equivalente intelectual a patear a alguien en el piso.
Detrás de la violencia doméstica y del autoritarismo político e intelectual está nuestro deseo de tener razón. Deseo que en ningún lugar se ha impuesto con tanta fuerza como en las universidades. Sobre todo, en aquellas disciplinas que, como las humanidades y los estudios políticos y sociales, más abiertas deberían estar a la crítica de las razones propias y ajenas.

Dos expresiones principales tiene, en la academia, el deseo de tener razón: el autoritarismo intelectual -cuya manifestación más dañina es el matonismo intelectual- y la censura. El autoritarismo intelectual toma cuerpo en la “Vaca Sagrada”. Esta provee a estudiantes y profesores de argumentos de autoridad y de un modelo único de pensamiento sobre tal o cual materia. Ejerce, además, un poder de veto sobre las ideas de los otros e, inclusive, sobre sus posibilidades de empleo.

Las “vacas sagradas” hacen escuela. Tienen discípulos que, como los apóstoles de Cristo, se encargan de diseminar entre los infieles su pensamiento, convertido en prédica y evangelio. Los apóstoles, si las circunstancias lo exigen, se convierten en matones, que van deshaciéndose de los herejes a fuerza de descalificarlos. Los adjetivos más usuales en la actualidad son fascista, racista, machista, servidor de la derecha.

De la “Vaca Sagrada” y su escuela surge naturalmente la censura. Prohibir la libre circulación de las ideas es una consecuencia necesaria de la “corporativización” del pensamiento: no es el individuo el que piensa, sino el grupo, cohesionado en torno a un dogma: a una verdad irrefutable, que ha sido conquistada en esa suerte de guerra de posiciones que, a ratos, es la vida académica.

Cuando la “Vaca Sagrada” y su ejército conquistan la posición teórica abandonada, avanzan en la conquista de la posición de prestigio. Y ahí tratan de mantenerse censurando y descalificando a los que no piensan como ellos, y acaparando puestos de dirección en las instituciones universitarias, en los comités editoriales, en las comisiones científicas, en los eventos académicos.

Las posiciones que ocupan les permiten constituirse en intermediarios entre el conocimiento y el público. Ellos saben lo que a este le conviene y filtran la producción intelectual a través del cedazo de sus dogmas y convicciones morales. Practican la sanidad preventiva.

En la universidad pública ecuatoriana, los censores cubren todo el espectro del progresismo. Pero La “Vaca Sagrada” es ecuménica, su Belén está en todas las teorías e ideologías. Basta con que alguien, que hasta ese momento ha vivido en la oscuridad y la confusión, abra los ojos y, reconociendo su divinidad, abandone a su familia y la siga, para que la historia, la verdadera, comience.

En una universidad ecuatoriana, una estudiante presenta a su tutor el primer capítulo de su tesis de maestría en salud pública.
-Me parece que en este capítulo das una visión muy débil del modelo.
-Es que no pienso que el modelo tenga mucho que ver con la realidad. Al menos de esa provincia.
-Sí. Bueno. Pero si quieres que nos dejen pasar la tesis, debes darle más fuerza a lo que el doctor dice. Además, lo que importa es graduarse, ¿no?
Meses después, la estudiante decide abandonar su tesis y graduarse a través de un examen complexivo. “No podía defender algo en lo que no creo”, me dice.

En otra universidad ecuatoriana, pública y de larga trayectoria, donde domina el pensamiento de izquierda, un profesor que no comulgue con esa corriente de pensamiento tiene muchas dificultades para publicar su obra. Más aún, si se atreve criticar al movimiento indígena y a sus intelectuales orgánicos. Lo calificarán de racista y empleado de las cámaras de producción y censurarán sus escritos. Una vez que le han impedido publicar, sus censores dormirán a pierna suelta, sin cargos de conciencia ideológica.

No he dado los nombres de las universidades en las que ocurrieron los hechos que detallo, tampoco, el de la “Vaca Sagrada” ni los de los censores del profesor “racista” y “empleado de las cámaras”. ¿Prudencia? ¿Corrección política? ¿Autocensura?

Si, en lo que respecta a las libertades de opinión y expresión, las cosas marcharan como deben, estas preguntas ni siquiera se plantearían. Y, en su tiempo, el “correísmo” no hubiera podido reclutar con tanta facilidad a los agentes censores de la Secom: universitarios acostumbrados a la servidumbre intelectual.

En la universidad ecuatoriana se habla mucho de libertad y poco se la respeta. ¿Se plantearán, las universidades, algún momento el problema? Y, si lo hacen, ¿serán capaces de enfrentarlo? El pensamiento original solo puede surgir en un ambiente de libertad. Si no lo garantizamos en las instituciones de educación superior, estaremos, como hasta ahora, condenados a repetir las ideas de los otros: europeos, asiáticos, norteamericanos; a repetir, no a crear. Y la tan ensalzada libertad de expresión no será más que un simulacro o una acción clandestina.

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