Fanáticos

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Dos hechos aparentemente aislados, la muerte de Maradona y la campaña política en ciernes, me han hecho reflexionar seriamente sobre el fanatismo. Este rasgo tan marcado en el ser humano que lo convierte en dueño de la verdad, árbitro inflexible de la vida de otro, que lo lleva a negar la evidencia bajo el pretexto de enarbolar valores fundamentales pero que esconde una opinión predeterminada e inamovible, es realmente digno de análisis.

La creencia que es legítimo juzgar a quienes han alcanzado el éxito en cualquier disciplina de la vida es tan difundida como injusta. Para opinar, deberíamos tener al menos suficiente información sobre los porqués de cada personaje, sobre su vida y sus excesos, sobre su familia y sus experiencias.

Y sin embargo, aplaudimos y censuramos al otro con un desparpajo que sorprende y francamente asusta. Lo hacemos no desde el análisis objetivo, sino desde nuestra escala de valores, esa que heredamos o forjamos desde nuestra muy personal y única experiencia. Y entonces, todo está permitido.

Llegamos a tal extremo de negación que somos incapaces de aquilatar los valores del otro ni concederle un mínimo de comprensión a sus errores. La definición es tajante. Blanco o negro. No existe la gama de grises. Hay ciertas coincidencias en los que elegimos como blancos, sin embargo.

Para que juzguemos a alguien con dureza, ese alguien tiene que haber alterado nuestros valores personales de tal manera que nos resulte insoportable su sola mención. Para que juzguemos a alguien, tiene que haber roto el pacto social que nos mantiene cómodos y a gusto con la suficiente fuerza como para sacudirnos.

Tiene también que haber tenido más éxito o más audacia que quienes lo critican, para que la sanción moral tenga un fondo sancionador e implacable y también una explicación a nuestra mediocridad y tozudez nunca aceptadas.

La admiración se ejerce sin peros. Es patrimonio de los grandes. Hay por cierto una escala moral que nos guía y nos frena. Sin esta los excesos serían devastadores. Pero hay también una manipulación peligrosa en quienes se sienten obligados a predicar su corrección como fin último de la vida ajena. No de la propia.

Se trata pues de analizar con mucho cuidado la opinión ajena y con mucha frecuencia la propia. Allí inicia la sabiduría. Un juicio es finalmente un resultado y extracto de vida personal, y también una confesión. Y si empezáramos a desglosar cada opinión sobre los famosos, muchas sorpresas aparecerían en la cancha de los juzgadores.

Personas cuya vida no ha sido un dechado de virtudes se solazan hablando de moral, familiares de drogadictos censuran con vehemencia al futbolista hoy desaparecido, como si la droga en el deporte y en la vida no habría existido sin él ni su mal ejemplo.

Y en la política, igual práctica. Aquel que sobresale nítidamente por sus ejecutorias, no por sus teorías falaces, es inmediatamente sujeto de análisis y permanente desgrane. Se critica su modo de vestir, su éxito, se lo calumnia y se lo denigra.

El hombre es lobo del hombre decía Hobbes. Nada más cierto. A dentelladas se agreden los miembros de distintas jaurías porque no tienen cerebro para otra cosa. Qué importante sería que la especie superior utilice el cerebro antes que el instinto animal para analizar las cosas. Lo pondría en un nivel más elevado que el que hemos visto y leído estos últimos días.

Podríamos quizás analizar las propuestas antes que los equívocos, el fondo antes que la forma, aceptar que el personaje no debe ser un ídolo forjado a nuestra imagen y semejanza, sino simplemente alguien que plantee desde su óptica propuestas factibles y beneficiosas en escenarios comprobados por la experiencia.

Pondríamos, en esencia, las ideas antes que a los hombres. Estoy seguro que el ejercicio nos ayudaría a entender mejor lo que sucede. Cuánto lamento mirar los excesos de los simpatizantes de las dos corrientes ideológicas en boga, que desnaturalizan los conceptos hasta convertirlos en verdades absolutas, y para ello no se detienen ante el infundio, la calumnia y la mentira llana.

Cuán desconcertante es mirar retahílas de noticias falsas diseñadas para echar lodo a tal o cual verdad. Y la desorientación es mayor cuándo líderes de opinión se dedican a esa ingrata y mediocre tarea para hundir a quien sobresale y quizás pescar a rio revuelto. El nivel de las autoridades actuales y su poquísima preparación debe llamarnos a reflexionar.

A no perder el tiempo en rencillas inútiles y reivindicaciones fútiles de grupos minoritarios. El Ecuador se merece mejor suerte. Pero ese esfuerzo implica el levantar el nivel de exigencia y cuestionamiento a sus líderes. Solo así saldremos de la falacia y el marasmo en el que pretenden mantenernos los fanatismos y los votos emocionales,siempre dispuestos a dar el pésame a la “víctima” prefabricada y a descartar al candidato de capacidad probada.

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