Quito, Ecuador
Si tenemos que elegir una palabra para calificar la política ecuatoriana, esta es la palabra demagogia.
La demagogia es un tipo de discurso cuyos elementos son no solo las palabras, sino, también, las acciones y obras del demagogo, realizadas, dicho sea de paso, con el dinero y los recursos públicos. Por eso, en Ecuador, es común ver la obra pública etiquetada con el logotipo del partido o el nombre del político bajo cuya administración se realizó tal obra.
Frente a la grisura que, muchas veces, recubre la razón y el buen sentido, la demagogia exhibe colores brillantes, llamativos. Su brillo atrae a los incautos como la llama de la vela a la mariposa. La demagogia, y esa es su verdad más amarga, conduce a los pueblos a la hoguera en que se abrasan.
En un ambiente demagógico, hasta los líderes más serios pueden, alguna vez, ser seducidos por los brillos de la demagogia. Pocos la resisten y la enfrentan, aunque el hacerlo les niegue el favor del pueblo o el triunfo político.
Parece ser, entonces, que en un mundo donde la demagogia domina el político debe aprender a utilizarla. Si no todo el pueblo, una parte de él la espera y la demanda. Quieren alguien que les endulce los oídos, que les diga que al día siguiente de las elecciones las cosas cambiarán exactamente en el sentido en que ellos quieren. El demagogo, en el fondo, solo elabora y devuelve, convertidos en ofertas, los deseos de un grupo: la mayoría, a veces, del pueblo.
Ética y política
El demagogo, en el mejor de los casos, es un mentiroso, y, en el peor, un delincuente. Quienes lo apoyan son crédulos (y la credulidad es un mal peor que el fanatismo, decía Fernando Savater) o, corrección política aparte, tan mentirosos y delincuentes como él. La gente que apoya al demagogo comparte sus valores. Y espera que este actúe de acuerdo con ellos en un ámbito, el del poder político, al que la gente común no tiene acceso. ¿De dónde si no de esa parte del pueblo va, el demagogo, a sacar toda la gente que necesita para mantenerse en el poder? Para eso, para ellos, están los cargos y las limosnas.
Votar por un demagogo es un problema ético más que político. Un país en el que los demagogos triunfan en las elecciones es un país moralmente desahuciado. “Los políticos”, suele decirse con desprecio. Pero esos políticos, tan despreciables a veces, no son distintos de nosotros. Ellos nos muestran nuestro propio rostro. Ese que, hipócritamente, queremos desconocer diciendo, para defendernos, “los políticos”.
Vote por el demagogo, amigo. Vote por el que miente. Vote por el corrupto. De hacerlo, estará votando por usted mismo: por la mentira, por la corrupción, por la hipocresía que lleva dentro.
El pueblo no es Dios. La voz del pueblo no es la voz de Dios. La voz del pueblo, lamentablemente, ha sido y puede ser todavía la voz de un mentiroso; la voz de un crédulo que ha evadido la responsabilidad de pensar; la voz de un tramposo. “Dime por quién votas y te diré quién eres”. Pues sí. “Dime por quién votas”, y sabré a qué atenerme.