Masatepe, Nicaragua
En un artículo anterior hablaba de los banquetes ruidosos y que terminaban en trifulcas, como aquel de las bodas del rey Piritoo al que asistieron como invitados indeseables los centauros, que quisieron raptar ya borrachos a la novia. O del filosófico banquete de Platón. Eran banquetes opíparos, en todo caso.
En el banquete de las bodas de Canaán, de que habla el Evangelio de San Juan, no se menciona para nada lo que se sirvió en la mesa ese día; solamente se dice que el vino hizo falta y entonces Jesús, que se hallaba con su madre entre los invitados, fue persuadido por ella, de manera perentoria, a proveerlo: no tienen vino, o se acabó el vino, le dice María simplemente. Sabe que su hijo es capaz de remediar la situación, y la embarga un sentimiento de orgullo anticipado. Y cuando él le responde que nada tiene que ver con eso, que aún no ha llegado su hora, ella no está dispuesta a ceder. Sin hacer ningún caso, se dirige a los que sirven la mesa, y le ordena: hagan todo lo que él les diga.
Y Jesús se muestra obediente, no va a desairarla. “Estaban allí seis tinajas de piedra para agua, conforme al rito de la purificación de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros”, relata Juan. Y ordena a los criados que las llenen de agua. “Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: “Saquen ahora, y llévenlo al maestresala”. Y se lo llevaron.
Es una boda de pobres, queda claro en este punto, porque el maestresala se asombra de la calidad del vino cuando lo prueba, tanto que se dirige al recién casado y le dice: “todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; más tú has reservado el buen vino hasta ahora”. Es porque no había buen vino que ofrecer, ni ante ni después, sino ha sido por el generoso milagro.
¿Cuál habrá sido entonces la comida? ¿Aceitunas, higos, dátiles, pan de cebada? Garbanzos molidos con aceite. Seguramente cordero. Algún pescado. Nada espectacular. Una comida rústica, pero sin duda bien aderezada. Las mujeres deben haber pasado trabajando en la cocina desde el alba. Y todo kosher, conforme los mandamientos del Levítico y el Deuteronomio.
Veronese, el pintor, por arte de su magia, convierte esta humilde comida en un suntuoso y concurrido banquete veneciano, con todo el esplendor renacentista. Jesús, al lado de su madre, preside el jolgorio rodeado de ricos y potentados entre música de dulzainas y vihuelas, y parecen escucharse las ruidosas conversaciones en altas voces que el vino despierta en las fiestas. ¿Y los novios? En el cuadro ni siquiera se les ve. Un cuadro por el que el pintor recibió, como parte de su paga, valgan las concordancias, una barrica de vino.
En cuanto a banquetes literarios ostentosos, vamos a El Satiricón de Petronio, donde se describen, página tras páginas las excentricidades de la mesa de Trimalcio, quien, como todo nuevo rico que se precie, hace alarde de las más estrafalarias exuberancias; baste citar una de ellas:
“En esto entraron algunos sirvientes que extendieron sobre nuestros lechos tapices bordados en los que se representaban episodios diferentes de caza…dos esclavos les seguían llevando una fuente sobre la cual se erguía un jabalí de gran tamaño. Dos lechones, hechos de pasta cocida al horno, a ambos lados del animal, parecían colgarse de sus mamas, indicándosenos así el sexo del jabalí”. Y cuando los criados abren le vientre del jabalí, se escapa una bandada de tordos que son atrapados al instante para ser cocinados también.
Como se ve, larga distancia media entre la sobriedad bíblica y los excesos que depara el dinero fácil, que se gasta porque no cuesta.
- El texto de Sergio Ramírez ha sido publicado originalmente en el sitio sergioramirez.com