La rehabilitación imposible

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Las cárceles sirven para aislar, castigar y, según dicen, rehabilitar a las personas que han sido sentenciadas por cometer un delito. Rehabilitar es dotar a estas personas de las destrezas necesarias para reinsertarse de manera positiva en la sociedad. Pero ¿qué tan posible es rehabilitar a alguien sometiéndolo a la experiencia carcelaria?, y, de no ser posible, ¿es justificable mantener la cárcel como medio de control social?

Las posibilidades de la rehabilitación social deben ser analizadas no solo en relación con las condiciones de vida y los programas de rehabilitación que hay en el sistema penitenciario, sino, sobre todo, con las características de la población carcelaria. 

Las personas que han cometido un delito, y que por esta razón han sido recluidas, pertenecen a dos grandes categorías: la de quienes, en mayor o menor medida, viven del crimen, y la de aquellos en los que este no tiene una función económica.

En la primera categoría se pueden distinguir dos tipos: criminales de carrera y criminales eventuales. Los primeros, que han adoptado el crimen como forma de vida, tienen en las actividades delictivas su fuente principal de ingresos y forman parte de una subcultura articulada en torno a dichas actividades. Los criminales de carrera se dividen, a su vez, en dos grupos: los que forman parte del crimen organizado y los que se dedican al crimen común.

Quien ha adoptado el crimen como carrera, por lo general, no quiere abandonarlo para optar por una forma de vida con experiencias y satisfacciones distintas. Tampoco, como en el caso de quienes pertenecen al crimen organizado, les resulta fácil salir de él. De hecho, las cárceles son un espacio de control de los miembros de las organizaciones criminales. La posibilidad de ser privados de la libertad asegura su lealtad a la organización y, al mismo tiempo, dota a los capos internados de un poder muy grande en el manejo de la organización y sus negocios en el exterior. De ahí que, los asesinatos ordenados desde las cárceles se hayan convertido en una práctica corriente en muchos países.

Los criminales comunes son criminales autónomos. Y aunque a veces se reúnan con otros para cometer un delito, el crimen, para ellos, es una empresa individual. Su mayor autonomía en comparación con los miembros del crimen organizado hace que tengan mayores posibilidades de dejar, si lo desean, la carrera criminal. Pero, ¿cuántos de ellos están realmente dispuestos a dejar su forma de vida? Probablemente no muchos.

Vivir del crimen tiene sus peligros, pero, también, sus retribuciones. Retribuciones que no se pueden obtener viviendo en la legalidad. Por esta razón, los italianos se han encontrado con que varios de los “arrepentidos” de la mafia abandonan la protección del Estado para tratar de reinsertarse en los círculos criminales. No es difícil adoptar nuevos hábitos cuando estos no alteran el eje de nuestra existencia. Sin embargo, cambiar totalmente de estilo de vida no es una cosa que el común de la gente haga a menos que la conduzca a ello alguna crisis que le impide mantenerlo y de la que es incapaz de salir. La rehabilitación social, a través del internamiento en una cárcel, busca ese cambio total. Un cambio que la mayoría de las personas que han elegido el crimen como carrera no están dispuestas a adoptar. Si el ejercicio de la carpintería u otros oficios manuales no es capaz de darles ingresos y experiencias comparables a los que les ha dado el crimen, es bastante improbable que acepten cambiar una forma de vida ordenada en torno a este por una ordenada en torno a un taller.

Entre los obstáculos para asumir un cambio radical está, precisamente, la conciencia que las personas que viven del crimen tienen de su expectativa de vida: menor que la del resto de la población. Según el diario The New York Times, en una nota del 4 de febrero de 2016, entre los años 2005 y 2010, en los estados donde había una guerra contra el narcotráfico la esperanza de vida de los varones se redujo drásticamente. Es decir, que la gran cantidad de muertos en edades tempranas, producto de las guerras entre bandas delictivas y entre estas y la fuerza pública, es la causa principal del descenso de la esperanza de vida en la población masculina en general.

Para los criminales eventuales, el crimen no es una actividad sistemática y recurren a él en caso de necesidad o, como sucede con los “criminales de cuello blanco”, para aumentar sus ingresos o pagar deudas. Los “criminales de cuello blanco” no delinquen todo el tiempo, pero un golpe bien dado les puede ayudar -como dijo un político de estos lares- a asegurar la existencia de su familia por varias generaciones y a adoptar costumbres propias de los millonarios. A estos, si llegan a juzgarlos y a encerrarlos, ¿puede rehabilitarlos la cárcel? No es seguro, aunque la experiencia sufrida ahí puede llevarlos a apartarse del crimen. La disuasión ex post que puede funcionar en estos casos no funciona, sin embargo, con los criminales de carrera.

Entre los criminales que no actúan por motivos económicos, están aquellos que han sido condenados por atentar contra la vida y la integridad física y sexual de otras personas: los violadores, los feminicidas, los que han cometido actos de violencia intrafamiliar, los psicópatas.

A estos, la amenaza de la cárcel no los disuade de cometer un delito. A quien cometió un feminicidio ni la amenaza de la pena de muerte le habría impedido cometerlo. ¿Puede la cárcel rehabilitarlo entonces? De ninguna manera. Los feminicidas raramente reinciden, pero esto no es resultado de su rehabilitación, sino de que el feminicida, por lo general, tiene un objetivo único: esa mujer y no otra.

Si la cárcel no rehabilita, ¿para qué mantener las cárceles? Para cumplir las funciones señaladas al principio. Es decir, aislar y castigar al delincuente. Suena mal. No obstante, en las actuales circunstancias, e incluso si se mejorara el sistema carcelario, estas, y no la rehabilitación, seguirían siendo las funciones más eficaces de una cárcel. John Stuart Mill afirma que la sociedad solo puede restringir la libertad de los individuos para evitar que estas causen un perjuicio a los demás. El individuo, sostiene, es responsable ante las personas cuyos intereses ha afectado y ante la sociedad encargada de su protección.

La pertenencia a una comunidad política quita a los afectados por un crimen la capacidad de hacer justicia por mano propia, pero no les puede quitar el dolor y el deseo de venganza que se expresa como demanda de justicia. El deseo de venganza es natural en las víctimas, y en algunas sociedades se ha mantenido como un valor social. Pensemos en los tagaeri de nuestra Amazonía o en los montañeses del Cáucaso, que practican el chir: el deber de vengar a los familiares que se va transmitiendo de generación en generación (Jagielski, 2011).

Si dejáramos la venganza en manos de los individuos, viviríamos en una situación de guerra permanente. Para que esto no ocurra, el Estado debe ejercerla a través de la imposición de penas, una de las cuales es la cárcel. ¿Una mujer violada no siente odio contra su violador? La cárcel evita que ella ejerza la venganza de manera directa o por interpuesta persona. ¿Que un violador sea encerrado resarce en algo a la víctima de la agresión sufrida? Sí. Le otorga el sentimiento de que se ha hecho justicia y de que el daño que le fue irrogado no ha quedado impune. En realidad, el Estado no se venga: castiga. Y lo hace a través de procedimientos establecidos en leyes y reglamentos. El individuo ofendido que toma venganza actúa emocionalmente, el Estado que castiga, burocráticamente.

El aislamiento evita que durante el tiempo que dura la sentencia el detenido siga delinquiendo. Efectivamente, a pesar de las cárceles, en nuestro país las tasas de criminalidad (crímenes cometidos) siguen creciendo, pero serían más altas si quienes ahora están privados de la libertad estuvieran libres. No se olvide que gran parte de los detenidos en la actualidad han adoptado el crimen como su forma de vida.

Para la mayoría de criminales sexuales, sobre todo los pederastas, el aislamiento es la mejor medida para evitar que reincidan. La tasa de reincidencia en este grupo es muy alta: el 70%, de acuerdo con un estudio de la clínica de trastornos sexuales de la Universidad Johns Hopkins (El Correo Gallego).

¿Qué beneficios a la sociedad trae la operación del sistema carcelario? 1. Aísla de la sociedad a los criminales más peligrosos y los aparta, durante el tiempo que dura su condena, de la actividad criminal externa. De esta manera reduce, aunque no significativamente, el nivel de violencia social. 2. Afirma en la sociedad el sentido de justicia. Al ver que los delincuentes que lo merecen son encerrados en la cárcel se genera una sensación de seguridad en la población y la conciencia de que los crímenes no quedan impunes. 3. Al usar, el Estado, la cárcel para castigar ciertos crímenes, evita que la gente haga justicia por mano propia.

Si bien el uso de la cárcel proporciona a la sociedad los beneficios que hemos señalado, sería un error pensar que es el principal instrumento de lucha contra el crimen. La cárcel es un medio de control de los criminales, no una solución del crimen como fenómeno social.

Cuando se intervenga sobre las condiciones sociales que favorecen la criminalidad, habrá menos gente en las cárceles. Y solo ahí, con una población reducida, quizá estas puedan cumplir de mejor manera la función de rehabilitación que se les exige. Por ahora, eso es una utopía. Y como las utopías son irrealizables, hay que, dejando de lado la hipocresía, asumir lo que la cárcel es en realidad y actuar en consecuencia.

El castigo tiene un límite. Por eso, garantizar la seguridad de los prisioneros y unas condiciones de vida compatibles con la dignidad humana es una tarea que el Estado no puede descuidar. Eso significa asumir el control total de las cárceles, ahora gobernadas por los capos del crimen organizado. Con ellos al mando, la dinámica del control criminal de la población carcelaria, que, según el ex Comandante General de la Policía, Patricio Carrillo, se basa en un régimen de servidumbre, vuelve imposible cualquier intento rehabilitador. Si se quiere obtener algo en términos de rehabilitación, hay que desbaratar dicho régimen.

Una de las medidas que debería analizarse es la instauración de un sistema de aislamiento más severo para los líderes de las bandas criminales. En Italia, ya en los años setenta del siglo pasado, se estableció un régimen de este tipo, de acuerdo con el artículo 41 bis de la legislación italiana contra los miembros de la mafia. Este, efectivamente, ha sido cuestionado por los mafiosos y, en algunas cuestiones puntuales, observado por la Corte Europea de Derechos Humanos. La que, sin embargo, no se ha pronunciado en contra del régimen en su conjunto. Habría que analizar este antecedente y ver las posibilidades de aplicar un sistema más restrictivo para los líderes del crimen organizado, sin violar, claro está, los derechos humanos de estas personas, pero protegiendo, también, los derechos de los otros presos y de la ciudadanía.

La cárcel está ahí. La cárcel cumple funciones simbólicas y de control social que, dadas las características y la dimensión de la criminalidad actual, ninguna otra institución puede cumplir. Los que piden abolir las cárceles o no viven en la realidad o tienen un afán excesivo de parecer buenos.

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