Los hijos de las flores

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Pensaban que podían ver a Dios. Verlo y perderse en su seno como una célula que ya nunca moriría. Se sentían solos, abrumados por la conciencia de ser uno. Perdidos, buscaron por todos los medios: las drogas, la música, las comunas, ser parte de algo; algo que, absorbiéndolos, los trascendiera.

Se sentían como un átomo suelto, y querían volver a integrarse en el todo orgánico –no mecánico- del que el poder: sus padres, el mercado, el gobierno, los habían separado. Diluirse querían como una gota de tinta en un vaso de agua. Diluirse y, al hacerlo, expandirse hasta ser el agua toda en la que se habían esparcido. Como en el principio, antes de que nuestros antepasados abandonaran el agua originaria, ser más querían, disueltos y expandidos en el agua primigenia.

Creían en lo absoluto. Y pretendían que el bien podía existir sin el mal, hasta que Charles Manson, su hermano de la orilla oscura, les demostró que eso no era posible.

Los hijos de las flores envejecieron, se marchitaron. Pero, al contrario de las flores de verdad, incluso de las que crecen en una maceta, no pudieron renovarse. Envejecieron, y sus hijos los rechazaron como en su tiempo ellos rechazaron a sus padres por borrachos e hipócritas.

Incapaces de reconocer que la verdad absoluta solo puede exigirse de los ángeles, querían un mundo sin mentiras. Pero los únicos ángeles que había en California, el Paraíso, eran los motociclistas criminales autodenominados “Ángeles del Infierno”.

Cuando la vida los obligó a bajar a la tierra, los que habían abominado del poder ejercieron la parte que le correspondía a su generación. Otros, pocos, intentaron mantenerse. Y todavía es posible ver a algunos sobrevivientes de los 60 que han logrado conservar la apariencia y el gesto de los chicos de esa época, traicionados malamente por la vejez: la negación de su esencia angélica. Los ángeles son siempre jóvenes, y las flores si se marchitan es solo para reverdecer.

Allá, por los años 70, unos niños disfrazados de hippies simulaban cantar “Venus”, de “Schocking Blue”, en su versión en español: “Qué noche cuando se hace el sol/ con llamas a su alrededor, / muy bella y llena de amor/ de Venus hablo yo. / ¡Qué ojos! ¡Oh, cielo, qué ojos! /Yo soy tu Venus/, me decía y me besaba”.

Con una peluca rubia, las gafas de sol de mi tía, unas sandalias de cuero, un pantalón de rayas verticales de bastas anchas, una camisa floreada, hecha especialmente para la ocasión por una costurera, y un collar largo, con un pendiente redondo en el que habían pintado una línea blanca vertical, cruzada por dos horizontales, la de arriba más corta que la de abajo: la “cruz patriarcal” (ahora lo sé), yo hacía fonomímica, rodeado de unas niñas hippies, en el teatro de la escuela “Magdalena Dávalos”.

En esos años, en Riobamba, una ciudad que nunca pasaba de los 50.000 habitantes -ahora tiene 250.000-, las discotecas eran una novedad y casi, casi un tabú. La primera discoteca que recuerdo se llamaba “Los Monjes”, y el único hippie conocido y que, además, fumaba marihuana, era el “Loco Coronado”.

Hablo de los “hijos de las flores” porque estaba escuchando “Venus”, cantada por Mariska Veres, la solista de “Schocking Blue” y sentí nostalgia de lo no vivido: de esa hermandad en la práctica libre de la música y el sexo, potenciada por la droga. Yo tenía tres años cuando, en San Francisco, los hippies, conscientes de que su desafío había sido convertido en moda y mercancía, decidieron escenificar la “Muerte del Hippie”, el entierro simbólico del movimiento.

Al final, los “hijos de las flores” salieron de su sueño de libertad adolescente. Y lo más cerca que yo estuve de ese sueño fue un evento escolar diseñado para agradar a los padres. No hay pérdida mayor, dicen, que la de aquello que nunca se ha tenido.

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