No es lo mismo ser político que ser ciudadano

María Cristina Bayas

Quito, Ecuador

Hace unos días la ex asambleísta Jeannine Cruz escribió en su Twitter: ¨La línea entre la protección de la intimidad y la mordaza a la libertad de expresión es muy delgada.¨ Lo hizo a propósito del debate que se generó alrededor de la Ley de Violencia Digital y el artículo 178 del Código Orgánico Integral Penal (COIP) que sanciona con pena de prisión de 1 a 3 años la divulgación de información privada de terceros.

La Asamblea pretendía reformar ese artículo, y aunque al final no lo hizo, quería eliminar el segundo inciso dejando así disponible una peligrosa afrenta a la libertad de expresión.

Al elegir entre libertad de expresión y privacidad se presenta una difícil decisión, pues los dos son derechos que como sociedad queremos proteger. Sin embargo, hay ciertas situaciones en las que entran en conflicto, como es el caso del artículo 178 del COIP, y hay que elegir una de las dos opciones, dependiendo del caso. Entonces, esa delgada línea que establece cuándo proteger una cosa y cuándo la otra, tal vez sería más sencilla de marcar si separamos lo que es un ciudadano común de un funcionario público.

Una persona común tiene derecho a su privacidad, pero cuando hablamos de un político, hay casos en los cuales su privacidad se verá afectada porque el derecho que tienen los ciudadanos a conocer sobre la gestión pública, pesa más.

Hay varias normativas en Ecuador que se relacionan a este dilema que se presenta al querer cuidar algún aspecto de las personas – privacidad, intimidad, honra – y también el interés público. Pero en ninguna de ellas se diferencia lo que es un ciudadano particular de lo que es un administrador público. La Ley Orgánica de Comunicación (LOC), por el contrario, los iguala en su artículo 2, en el cual establece que serán titulares de los derechos de esa ley todos los ecuatorianos o extranjeros, sin importar su cargo o función en la gestión pública o en la actividad privada.

Hacer esa separación tiene consecuencias enormes en la libertad de expresión, en el periodismo y en el derecho que tienen las personas a conocer sobre la gestión de sus mandatarios.

Hasta diciembre del 2018, cuando el linchamiento mediático aún no se había derogado de la LOC, en esa figura se escondía la posibilidad de que un político alegue ser víctima de dicho ataque para que los medios dejen de hablar de su gestión o de algún acto de corrupción. Jorge Glas dijo ser sujeto de linchamiento mediático al ser señalado por la prensa respecto de delito de asociación ilícita.

En la actualidad, está a disposición de los políticos la calumnia como vehículo para silenciar la conversación acerca de temas que afecten su imagen. Lastimosamente, esos temas muchas veces son de interés público y es un derecho de los ciudadanos conocerlos. Hay países más sabios en este aspecto, como Estados Unidos, en el que, a las condiciones para poder demandar por difamación que debe cumplir un ciudadano – que la alegación sea pública, falsa, acerca del demandante, que provoque daño y que haya habido negligencia en la publicación- , se agrega una más para los administradores públicos para evitar que usen esa figura a su favor. En ese país, un funcionario público no puede ganar un caso de calumnia a menos que pruebe también que hubo ¨real malicia¨ por parte de un medio, que en resumen es el conocimiento de que la información era falsa previo a la publicación y la evidencia de que el medio quiso dañar al demandante.

Si en el linchamiento mediático se hubiera hecho una excepción para que los políticos no puedan acogerse a esa figura, no hubiera sido necesario derogarlo ni hubiera representado una amenaza a la libertad de expresión. Habría sido, más bien, una protección para las personas particulares.

Lo mismo que sucede en la calumnia y el linchamiendo mediático sucede con el derecho a la réplica de la LOC y con todas las normas que tienen que ver con la honra de las personas. Si un político sale en las noticias por actos de corrupción, su reputación se verá afectada. Y esto no quiere decir que sea legítimo proteger esa información por el bien de su buena imagen. En este caso, el valor del interés público le gana al de la reputación.

Y también vemos este dilema en la Ley de Violencia Digital. No hay una diferenciación entre un ciudadano común, al que queremos proteger en su privacidad y su honra, y un funcionario público, al que queremos y debemos fiscalizar.

La falta de diferenciación entre figura pública y privada en nuestras leyes es contradictoria con varios estándares internacionales de derechos humanos como los contenidos en la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) y en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Según Miguel Molina Díaz, abogado especializado en derechos humanos y periodista, tanto la CADH y la CIDH, en la categoría de discursos especialmente protegidos, ¨tutelan especialmente el discurso de interés público y sobre funcionarios públicos, que deben someterse a un mayor escrutinio de la sociedad precisamente por su actividad pública.¨

Asimismo, nuestra Constitución, en el artículo 424 establece: ¨La Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por el Estado que reconozcan derechos más favorables a los contenidos en la Constitución, prevalecerán sobre cualquier otra norma jurídica o acto del poder público¨.

El político, al saltar a la esfera pública, está aceptando implícitamente el escrutinio y la crítica. Sus problemas nos afectan a todos; los secretos que quieren guardar nos interesan particularmente.

No es lo mismo ser político que ser un ciudadano común. Cuando un ciudadano quiere reservar información personal, guardar un secreto y proteger su honra, la ley debe garantizar una herramienta. La experiencia nos dice, en cambio, que cuando un político quiere hacerlo, es porque hay razones de peso para investigar y revelar todo aquello que quiere mantener en privado. La ley ecuatoriana debe entender esta diferencia si lo que pretende es tener ciudadanos libres y políticos responsables.

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