El intermediario

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

En la madrugada del 26 de agosto de 2018, Carolina Andrango, de quince años, fue encontrada muerta en un terreno baldío del Comité del Pueblo.

Su muerte fue producto de la dinámica del delito que la juntó a ella, estudiante de noveno de básica del colegio Los Shyris, con un ciudadano norteamericano de 65 años, Royce Phillips, El Abuelo, y con Christian Giler, Careniña, en un caso que concluyó con la condena de El Abuelo, Careniña y otras personas por los delitos de violación con causa de muerte y trata de personas con fines de explotación sexual. Dos chicas (una de ellas novia de uno de los condenados por violación con causa de muerte), que ayudaron a lavar, vestir y trasladar el cuerpo de Carolina al lugar donde se la encontró, fueron sentenciadas por fraude procesal.

Christian Giler y otros miembros de su grupo se dedicaban a captar adolescentes en colegios del norte y centro norte de Quito como el 24 de Mayo, Eloy Alfaro, Benjamín Carrión, Hipatia Cárdenas o Los Shyris, y las invitaban a las “caídas”: fiestas organizadas en la casa de El Abuelo, en las que se les inducía a participar en sesiones de sexo grupal y en la filmación de vídeos pornográficos, bajo el influjo de las drogas y el alcohol.

El Abuelo llegó de Texas a trabajar en Quito en los años noventa del siglo pasado. Vino a trabajar y a divertirse. A hacer cosas que no se atrevía a hacer en su propio país; aunque el caso de Jeffrey Epstein, encarcelado por cargos de tráfico sexual de menores, en julio de 2019, nos demuestre que allá, en los Estados Unidos, alguien, si es rico y poderoso, puede pasar años de años abusando de menores de edad sin que le pase nada. Epstein, de hecho, había tejido una red de explotación sexual de adolescentes para su placer y el de sus amigos, y tenía un avión, el Lolita Express, para transportar a sus víctimas a las orgías que organizaba en su propia isla.

Por el lugar donde vivían, por su edad, capacidad económica y los círculos sociales de los que formaban parte, era bastante improbable que alguna vez Carolina y El Abuelo se encontraran. Sin embargo, el improbable encuentro se dio y fue decisivo. Tan decisivo como la cárcel y la muerte.

Si el ingeniero que dirige una obra necesita una empleada doméstica, acude a uno de sus albañiles y le pregunta si alguna pariente o conocida de su barrio estaría interesada en trabajar en su casa. Esta pregunta, obviamente, no la haría al socio capitalista de su empresa.

Las relaciones entre personas de diversos círculos sociales parten de la asignación de una identidad social a los miembros de cada grupo. A partir de ella, los miembros de un círculo definen sus expectativas y los papeles que los miembros de otro deben cumplir en una posible relación.

Otro factor que moldea estos papeles y expectativas son los intereses y deseos de las personas involucradas. Es decir, lo que quieren los unos de los otros, directamente o por su intermedio. Y aquí es donde aparece la figura del “tercero”: el intermediario. Un personaje muy importante en la activación de las relaciones entre círculos sociales diferentes.

A El Abuelo le gustaba grabar cintas pornográficas con adolescentes y jugar golf. Vivía en el Quito Tenis, un barrio de clase media alta de la capital, y, que se sepa, nunca pidió a alguno de sus compañeros de juego que le ayudara a procurarse los chicos que necesitaba para sus grabaciones. Pero Careniña, su caddie, vivía en el Comité del Pueblo, un barrio popular de Quito, y su mayor aspiración era convertirse en la versión ecuatoriana de El Señor de los Cielos: un narcotraficante elevado a la categoría de héroe por la televisión. Cuando ocurrió el crimen de Carolina, ya había andado el primer trecho del camino para conseguir su sueño. Así, El Abuelo, ayudado por una peculiar conjunción del azar con la necesidad y el deseo, encontró a su “tercero”.

El “tercero” facilita una relación que, sin su ayuda, no se daría o, de darse, supondría altos costos y dificultades para los interesados. Si hay un “tercero” hay, obviamente, un “primero” y un “segundo”. El “tercero” pone en contacto el interés del primero con la necesidad, el deseo o la obligación del “segundo”. Este puede recibir un beneficio tanto del “primero” como del “tercero”. Así ocurre en ciertas formas de prostitución femenina. La mujer ejerce el oficio en la calle a cambio de la protección y el afecto del chulo o el padrote.

El hallarse constreñido a satisfacer una necesidad, muchas veces perentoria, de los otros miembros del triángulo, puede convertir al “segundo” en víctima. Algo muy frecuente en los casos de explotación sexual de adolescentes. Muchas chicas ingresan en el mundo de la explotación gracias a su dependencia emocional del traficante de personas o del proxeneta.

El “tercero” tiene, también, sus intereses, que puede alcanzar por el favor del “primero” o por la obligación que ha generado en el “segundo”. El “tercero” genera obligaciones en el “segundo” de modos muy diversos. El agradecimiento, por ejemplo, si su mediación le ha reportado algún beneficio. Pero, cuando esta mediación se dirige a victimizar al “segundo”, es frecuente el uso de mecanismos tales como el chantaje emocional, la coacción física, el engaño, la extorsión. Careniña tenía sus intereses, y a El Abuelo, el grupo de jóvenes que controlaba y Carolina para conseguirlos.

La fantasía es la puerta a través de la cual los seres humanos escapan de las restricciones y prohibiciones que les impone la vida en sociedad. Los seres humanos son capaces de imaginar todo, de desear todo, con las limitaciones propias de su época y cultura, pero solo los tiranos, los psicópatas y los criminales se deciden a convertir en realidad sus deseos y fantasías más dañinos. Su intento por escapar del control social se traduce en la validación y estimulación del descontrol propio, y en la búsqueda del control total de los actos, el cuerpo y la vida de los demás.

El triángulo delictivo, en el que el papel del intermediario es indispensable, es una de las formas preferidas por los criminales para hacer realidad lo que los demás solo llegan a imaginar.

El intermediario: retrato virtual[1]

El amor y el sexo, y las relaciones con las chicas, son el centro de sus preocupaciones; su interés público, el que comparte en las redes sociales. Ahí, en su muro de Facebook, se ven corazones rotos por ellas, las perras que luego se victimizan: “Terminan relaciones por culpa de ellas y lo peor de todo, es que ellas ponen estados hechas las víctimas y nosotros quedamos como los malos (…) perr.s”.

Ahí, en su muro, como un grafito trazado en una pared verdadera, están las iniciales de ella:  C.A., a la que Christian dice perdonarle todo, menos lo que le hizo sabiendo que iba a dolerle y a alejarlos. Definitivamente, ella, como las otras, no ha llegado a entender que no debe fijarse en “lagartos”, pero eso le gusta. Y entonces, no queda más que reírse. Sobre todo, cuando “Ni tú estás para tanto. Ni yo para tan poco”.

Pero, responde C.A., con las palabras de una canción de Daddy Yankee, “está claro que los hombres son los peores negociantes (dejan el oro por el cobre)”. Y remata, “pero normal, por mí que se lo coman las perras, ya no estoy para esa gente”.

Vale mucho Christian. Y C.A. debe estar consciente de lo que ha perdido. Pues él –asegura-  no ha sido ni su ex, ni su ganado, ni el segundo plato, ni un premio de consolación. No, él, Christian, ha sido, y ella no ha llegado a darse cuenta, un lujo en su vida que jamás volverá a tener.

En estas circunstancias, señala, es mejor no decir nada, “fingir no saber nada, para ver hasta dónde llega la hipocresía de tu pareja”. Sí, C.A., a veces solo basta mirar y escuchar para “decepcionarte de la persona en la cual depositaste tu confianza”. Aunque, debes saberlo, “Disimulas al decir que no me amas, que eso quedó en el pasado, pero el amor no se puede borrar, siempre queda grabado” (Aventura, Todavía me amas).

En todo caso, “Me das asco, perra”. Y “ya no me importa si me fallas, follas o te mueres”. Yo, C.A., tengo “mi conciencia tranquila (…) fue un gusto cada cosa que compartimos, solo quedarán en recuerdos y en la vida sabrá(s) pagar lo que hici(ste) (…). Agradezco a Dios todo, cada mínima cosa”. Y “si te llamo puta es porque eres mi puta, pero habrá problema si alguien más te llama puta, sí, así que edúcale por si caduca, por si acaba esa magia que buscas” (Rels B x Dollar, 3:45 a.m.).

Es, no hay duda, el pathos, la ética y la estética de la bachata y el reguetón. Combinado todo esto con lo que, en uno de los textos compartidos por Christian en su muro de Facebook, se califica de “frases chimbas”. Es decir, lugares comunes sobre el amor y el desamor. Refritos de psicología popular, frases de libros de autoayuda y sabiduría televisiva: la educación sentimental de Christian y de tantos adolescentes y jóvenes que interpretan el mundo con las prótesis cognoscitivas que les bridan la “zona de confort”, las “personas tóxicas”, las “personas básicas”. De esta cantera de lugares comunes y letras de reguetón viene, frente al fracaso amoroso, la conclusión justificativa y consoladora que se lee en uno de los textos compartidos por Christian: “Uno mismo es culpable de sus desilusiones por crear expectativas tan altas con personas tan básicas”.

Alguien dijo que la ideas no son inocuas. Detrás del nazismo y el régimen del apartheid sudafricano hubo ideas. Unas ideas que llegaron a fijarse en las mentes de las personas que construyeron estos sistemas. No son, pues, solo las condiciones físicas, sociales y económicas de un determinado lugar las que inciden en el modo de comportarse de las personas y en la definición de sus valores. Las ideas cuentan. Cuenta que alguien sea para otro “perro” o “perra”.

Careniña le llaman a Christian Giler. Y, efectivamente, en las fotografías publicadas en su cuenta de Facebook, tiene cara de niño. Una cara que se infantiliza aún más cuando se exhibe adornada con orejas y nariz de oso o de perro de peluche, producto del uso de filtros de Snapchat (también Carolina tiene fotos de ese tipo), y que contrasta con el “Hagámoslo despacio, para matar las ganas”, fragmento de una canción del reguetonero Nicky Jam, con el que Christian acompaña una de sus fotos de niño disfrazado de perro de peluche.

La primera estrofa de la canción dice: ¿Cómo estás? /Esta noche quiero hacer maldades. / Esta noche quiero hacértelo/ y que no acabe. / Hacer que te entregues a mí. / Ven, bebé, /que mi cama se convertirá en tuya. /Aunque digan que no crees en labia y que eres sabia, /hoy te hago travesuras a ti.

¿Qué quiere? ¿Qué dice querer Christian de sus relaciones con los demás? Lealtad. Y quienes “jugaron sucio” con él, es decir, los que testificaron en su contra en el juicio por la violación y asesinato de Carolina, no deben estar tranquilos, porque él no es –afirma- “de los que dicen ya no pasa nada y agachan la cabeza y se van, conmigo se equivocaron. Ahora se sienten intimidadas. Después de las cosas que dijeron e hicieron tienen miedo, pobrecitas…Ya nos veremos las caras”.

La lealtad, piensa Christian, no tiene precio. Así que, “lo hecho verga es cuando conoces (a) alguien que no conoce (a) nadie y nadie la conoce, sales con ella y te ilusionas, después les presentas a tus amigos y termina tirando y vacilando con todos”.

Faltar a la lealtad trae un castigo. Es una falta que siempre se paga. Por eso, escribe Christian, “cuando dañas a la persona correcta, la incorrecta te enseñará cómo duele”.

Tätïs Bëbëë es de los suyos. Y ante las acusaciones que pesan sobre él por la violación y muerte de Carolina Andrango, le expresa su apoyo. “Negrito, te queremos y te apoyaremos en todo”, le asegura, “Leales con leales. Firmes con los firmes”.

También es leal Christian Álvarez, sentenciado junto a Careniña por el delito de trata con fines de explotación sexual. Él, como Tätïs Bëbëë, sabe “valorar una amistad”. Y los que no han sabido hacerlo – “interesados ascos”- le dan pena, y sus comentarios “se los pasa por los huevos”.

Cree en Dios Careniña. Recomienda, por eso, amarlo “sobre todas las cosas, con todo (el) corazón”. Y le agradece porque “nunca ha tenido la necesidad de hundir a alguien para quedar bien”.  “Soy lo que soy –insiste- y poco me interesa lo que piensen los demás. Por eso y más agradezco a mi Dios, porque me ha tocado estar por encima de muchos que me han querido robar hasta la sonrisa”.

Careniña –como se ve- considera estar siempre un peldaño arriba de sus semejantes. Por eso, a él y a su amigo, Christian Álvarez, los otros les tienen sin cuidado. “Me vale verga lo que digan los demás -dice este último-, esos sapos hijueputas que andan hablando huevadas de ti”. 

Alguien que quiere ser El Señor de los Cielos ecuatoriano ¿puede, acaso, sentir algo más que desprecio por los otros? El desprecio es la base psicológica de quienes, como Careniña, ven a los demás como medios para conseguir sus objetivos, y nunca como fines en sí mismos. Para ellos, como es propio de los miembros de las bandas criminales, la lealtad, es decir, el silencio cómplice y la suspensión del juicio moral ante el delito, es, más que un valor, una necesidad. Convertida en mito, les sirve para protegerse y dar un sentido ético al control criminal. La eliminación de los “sapos” y los desertores: esos “ascos”, esas escorias, es la aplicación extrema de ese control.

El desprecio puede conducir al cinismo. Una estrategia de reafirmación en el mal muy común entre criminales y políticos. El cínico se regodea en el daño causado y, a través del sarcasmo, lo minimiza; y minimiza, ridiculizándola, a la víctima de sus actos. Intenta, de este modo, convertir un hecho terrible en una anécdota sin importancia, no más grave que llegar tarde a la cita con el dentista.

En un vídeo, posterior al asesinato de Carolina, difundido en la página Justicia por Carolina, se ve a Christian Giler con cinco jóvenes más: dos chicos y tres chicas –una de ellas con el uniforme del colegio- riendo, oyendo música, bebiendo.

Uno de ellos se refiere a Carolina, La China, y Christian agrega: “Ahorita está en el infierno. La plena, pues murió en el alcoholismo y la putería. Y dice en la Biblia: no fornicarás. Ningún borracho entrará en el reino de Dios”. Así que la muerte de Carolina, según su asesino, sería la conclusión lógica de su vida. De la vida de una chica que, como dijo la madre de uno de los imputados en el caso, “ya estaba acabada”.

En estos chicos, cuyo juicio moral está distorsionado, la compasión ausente y la sensibilidad embotada, el umbral del horror se halla demasiado alto. Hasta el punto de que un asesinato y una violación les resultan risibles. Con un asesinato y una violación a cuestas Christian Giler sigue riendo y haciendo escarnio de su víctima mientras las chicas que le acompañan apenas si se inmutan, y de los dos varones, el uno, demasiado ocupado con su celular, no presta atención al asunto, y el otro bromea.

“Había –asegura una fuente que solicitó el anonimato-  chicas fuera del juzgado que defendían (a Christian Giler) y eran de la edad de (Carolina), pequeñas igual. Estas niñas tomaban todo a chiste, como si el caso fuera chistoso, al igual que estos chicos que nunca tuvieron remordimiento alguno”. De hecho, el adolescente sentenciado por la violación y asesinato de Carolina llegó, después de la muerte de esta, a compartir una publicación en su muro de Facebook, que, según la misma fuente, decía algo así como “Y ya fuiste mía, lástima que ya te fuiste”.

Compadecer, decía Unamuno, equivale a amar. Y el hombre quiere ser amado, es decir, compadecido. Pero esto solo es posible cuando los seres humanos son capaces de reconocer su propia miseria y, a partir de ahí, la miseria de sus semejantes. El que compadece es capaz de compartir las penas y dolores de los otros. Y esto en quien desprecia a los demás es, sencillamente, imposible.

Carolina Andrago, foto publicada en el portal Plan V.

La víctima: entre el grupo y la familia[2]

¿Cómo era Carolina? Una chica “extrovertida, dinámica, activa, (…) como (…) un niño. Por lo general, un hombre es bastante activo, le gusta jugar y todo eso. Ella era así. A veces era grosera en su forma de jugar, le encantaba jugar con los perros (…) Cuando era más chiquita, (…) doce o trece años, jugaba mucho con los perros, (y) se iba con toda la manada al Comité. Por eso, muchas personas la conocían (…), la conocían bastante por los perritos”.

Quería ser doctora, luego veterinaria y, al final, juez.

Le gustaban el rock, la bachata, el reguetón y, en los últimos tiempos, el rap al estilo de AL 2 El Aldeano. “Teníamos la computadora y ponía las canciones de rap a todo volumen y las cantaba a todo pulmón (…) Hubo un tiempo que escuchaba canciones como si le hubieran herido o algo así (…) Canciones de despecho. Y por eso me di cuenta que la habían herido”.

El gusto por este género surge, al parecer, en la etapa final de su relación con Careniña y su grupo. Grupo en el que, según nuestra fuente, era la más chica de todos y estaba, por tanto, sujeta a la manipulación de los adultos que lo controlaban.

El ingreso al grupo de Careniña, que coincide con el cambio de colegio para cursar noveno de básica, supuso varios cambios en la vida de Carolina. Comenzó a faltar a clase y a tener problemas con su familia: “cambió nuestra relación cuando ella comenzó a cambiar de actitud. Ella se volvió un poco más grosera, más altanera, y yo no aguantaba ciertas cosas que ella me decía, entonces nos alejamos un chance en ese tiempo”. Además, “no quería ser controlada por nadie”.

Sus familiares, que no tenían un conocimiento exacto de quiénes eran sus amigos, insistían en que se alejara de ellos, pero Carolina se resistía. Y los defendía de la crítica de sus familiares arguyendo que estos, al desconocer cómo eran las vidas de sus amigos y qué problemas tenían con sus padres, carecían de autoridad para juzgarlos.

La relación de Carolina con su grupo de amigos era muy fuerte. Y la separación del grupo y su familia, total. A diferencia de lo que suele ocurrir con otras familias, la de Carolina no mantenía ninguna relación con sus amigos ni con sus padres. No había, pues, esa red familiar-amical que constituye un importante mecanismo de control y protección de los hijos.

Esta separación es beneficiosa para los grupos con tendencias delictivas o antisociales como las pandillas juveniles, que la alientan de diversos modos. Al desvincularse de la familia, estos grupos pueden ejercer un mayor control sobre sus miembros y disputarle el papel de grupo central de referencia.

El interés por mantener separada la esfera familiar del círculo de amigos llevó a Carolina a aparentar, cuando visitaba el Comité del Pueblo con sus familiares, que no los conocía. Y si estaba con sus amigos, fingía también no conocerlos: “Cuando salíamos con (ella) se apartaba de nosotros. Ella se adelantaba o se quedaba atrás. Es decir, hacía como si no nos conociera cuando íbamos al Comité del Pueblo”.  Además, “los amigos nunca venían a la casa, sino que tenían un punto fijo para encontrarse”.

En un determinado momento, afirma nuestra fuente, Carolina se volvió en extremo rebelde. “No hacía caso a nada de lo que se le decía. Era más de escaparse y ya no pedía ni permiso. Podría decir que ya no se la podía controlar. Se enojaba por todo y decía cosas como: ´no me pueden hacer esto, me voy a ir de la casa´, etc. (…) Era incontrolable (…) Salía a escondidas, diciendo que iba a comer (…). Mentía en casa, ya no llegaba a las horas que era”.  Entonces su madre, al no saber qué hacer, terminó internándola en un centro “para chicas con varios tipos de problemas. Le íbamos a visitar los fines de semana. Cuando estuvo ahí, ella se encontraba bien porque en ese lugar había psicólogos y les tomaban pruebas. Entonces, Carolina salió porque ya había una mejora en su actitud y la dejaron salir”.

Sin embargo, y a pesar de haber pasado más de seis meses en dicho centro, no rompió los lazos con Careniña y su grupo. Cuando regresó a su casa, “no salía, pero un tiempo después volvió a salir, ya que su grupo de amigos estaba cerca. Ella seguía en contacto con el grupo, chateaba con ellos y salía. No sé qué tenían ellos, pero hacían que (…) haga cualquier cosa”.

Y cualquier cosa era el sexo en público, los vídeos pornográficos, el robo, la droga, la bebida (Plan V, 8 de abril de 2019). “Cualquier cosa” era la muestra de que el grupo y su líder habían logrado romper las reservas morales de Carolina y ocupar el puesto de su familia como principal grupo de referencia y fuente de autoridad. Los valores familiares habían cedido el puesto a los valores grupales: representación de los deseos de su líder y sus secuaces. Y la participación de Carolina en las actividades de explotación sexual había sellado su sometimiento al grupo. Intentar salir del círculo, contrariar al líder, como se vio después, le iba a costar la vida.

El día de su muerte, Carolina salió con su hermana y su madre a comprar mochilas para el nuevo año lectivo. Al regresar, en la casa, le dijo a su madre que había cambiado y que, de ahí en adelante, todo iría bien. Aprovechó el momento para pedirle permiso para salir en la noche a comer salchipapas con un amigo, cuyo nombre nunca mencionó, aunque en realidad, ya se había puesto de acuerdo con Christian Giler para salir. Su madre se negó en principio, pero Carolina insistió. Fue al cuarto de su hermana y le pidió permiso también a ella. Le dijo que regresaría en una hora y media, que solo iba a comer.

Carolina, como se sabe, no volvió. El grupo la había arrebatado definitivamente a su familia.

El lugar

“Al que madruga Dios le ayuda…Esto no aplica para la Bota y el Comité”, afirma, riendo, Aldahir Alexander, en un texto colgado en el muro de Facebook de Carolina.  El Comité es, ciertamente, el Comité del Pueblo. Una parroquia del norte de Quito, en la que vivían Christian Giler y varios de sus amigos, y que frecuentaba Carolina.

No es un lugar bonito el Comité. Sobre todo, por su aspecto inacabado, de impulso congelado antes de llegar a la meta. Muchas de sus casas exhiben el bloque o el ladrillo crudo. Y otras, un segundo o tercer piso sin paredes, solo con columnas de concreto rematadas por varillas de hierro retorcidas.

Es como si las construcciones del lugar hubieran surgido por generación espontánea, para suplir una necesidad urgente e inaplazable. Así ocurre en los barrios populares y en aquellos nacidos de la ocupación ilegal, de las invasiones de gente sin techo, desesperada por tener una vivienda.

Esta urgencia ha provocado que, en la construcción de las casas, la utilidad se imponga a la estética. No hay aspiración estética en las casas del Comité, pero sí el afán de sacarle la máxima utilidad posible al espacio penosamente adquirido. Son casas renteras, casas-tiendas, casas-restaurantes, casas-talleres mecánicos, casas-depósitos de frutas, casas-distribuidoras de huevos, casas-peluquerías, casas-negocios.

No han sido construidas de una sola vez, sino poco a poco, según la disponibilidad de dinero de sus dueños. Y si uno toma distancia, y observa despaciosamente el panorama arquitectónico que ofrece el Comité, tiene la sensación de que las casas, apiñadas, tratan de hacerse un espacio para poder respirar y les meten el codo a las vecinas. Las calles del sector padecen, también, este apretujamiento, este estrechamiento, y uno anda por ellas como si anduviera por callejones sin salida.

De estas casas, cuatro de cada diez son propias. Y la mayoría de los que habitan en ellas no son pobres. De hecho, el 67% de los hogares del sector está sobre la línea de pobreza (INEC, Censo 2010).

Si el Comité del Pueblo no es una parroquia mayoritariamente pobre, tampoco es la más insegura de La Delicia, administración zonal a la que pertenece. Los incidentes relacionados con el consumo de alcohol y la venta y consumo de drogas representan el 18,9% del total de incidentes reportados en dicha administración en el año 2020, y la mitad más o menos del total de incidentes que se reportan en San Bartolo, parroquia ubicada en el sur de Quito, donde el tráfico de drogas y los problemas a él asociados son de los más graves de la ciudad (Observatorio Metropolitano de Seguridad Ciudadana).

El comercio ilegal de drogas, sin embargo, es percibido por los habitantes del sector como un problema serio. Hay tres zonas especializadas en el tráfico de drogas: La Invasión, donde manda La Pastora, la primera “bruja” del Comité; El Hueco, donde manda Toby, quien ha convertido el tráfico de drogas en un negocio familiar (“Nadie vende el polvo aquí sin permiso de él”, dice Carlos –nombre protegido-); y La Cancha de la 8, donde gobiernan los Ñetas. También se vende droga en La Pileta, justo al frente de un pequeño parque infantil. “¿Qué no más venden?”. “De todo: perica, polvo, marihuana”.

Aparte de los problemas relacionados con la venta ilegal de drogas, el Observatorio Metropolitano de Seguridad Ciudadana registra, en el año 2020, 337 casos de violencia intrafamiliar y dieciocho desapariciones en el Comité.

Estas son las estadísticas, pero más allá de las cifras, Carlos cuenta: “Yo fui ladrón, mi don. Ya no, desde que conocí a Dios. El Señor me salvó: soy neocatecúmeno. Pero antes éramos ladrones sanos. La gente del barrio nos conocía y hasta nos daba plata para una botella. Ahora no: pistolas, cuchillos. El martes no más le mataron a un señor aquí. Sí, aquí mismo –estamos en la calle Manuel Ambrosi-. Fue El Chuno, Fernando se llama. No, eso no está bien: matar a una persona por un celular. Que le roben, bueno: pero no matarle”. “El barrio antes era bonito”, continúa Carlos, pensando en el Comité de hace treinta años. Época en la que la gente, cuando hablaba del crimen, tenía en la cabeza el delito común, y no el crimen organizado; el estruchante, el ladrón de carros, el arranchador, y no los sacapintas en moto ni los sicarios.

La cabeza de una Gorgona de yeso monta guardia en lo que parece ser un taller de escultura. Sujeta con alambre a las varillas de hierro de una ventana, vigila con sus ojos ciegos.

Sin hacer caso de las culebras retorcidas que tiene como cabellos, dos niñas, en el parquecito de enfrente, se columpian riendo. Un hombre tembloroso, apoyado en unas muletas metálicas, avanza por la Jorge Garcés, la calle principal del Comité; la más comercial, la más ruidosa y concurrida de todas. Pide dinero. Pide mientras advierte a los transeúntes que se apartan de su camino: “el párkinson no es contagioso”.

Las paredes hablan: “Teníamos que serlo todo”. “Me encanta la mariconada”. “Ñetas. Ñetas. Ñetas”. Las paredes hablan con la voz de los jóvenes, que, con los niños, son casi el 60% de todos los habitantes de la zona (INEC, Censo 2010).

En este medio creció Careniña. Aquí formó su grupo de amigos, del que era el líder. Aquí probó las drogas. Aquí se encontró con Carolina el día de su muerte. Aquí forjó su reputación: “Tirado a maldito” se lo llama en una publicación de la página de Facebook Justicia por Carolina. En la que, además, se le acusa de haber inducido a consumir drogas a otros chicos del barrio, y de robar y golpear tanto a los chicos como a las chicas con los que se juntaba.

En este barrio, ni muy pobre ni demasiado peligroso, pero en el que se impone la sensación de lo provisorio, y donde muchos jóvenes se alimentan espiritualmente de las historias de la bachata y el reguetón; en este barrio, donde el estilo de vida de los capos del narcotráfico tiene el brillo de lo prestigioso; y donde el consumo de drogas y alcohol acerca la realidad al deseo, en este barrio se cometió un crimen brutal.

¿Cómo? ¿Por qué?

La trata con fines de explotación sexual era la especialidad de Careniña. Quien actuaba, a la vez, como explotador directo e intermediario de El Abuelo, al que proveía de las víctimas necesarias para sus filmaciones y vídeos pornográficos.

La forma de operar de Careniña, como es habitual en este tipo de delitos, se basaba en la generación de relaciones de dependencia afectiva con la víctima. Así ocurrió con Carolina, quien, según un reportaje de Plan V, publicado el ocho de abril de 2019, “estaba perdidamente enamorada de él”.

Valiéndose de estas relaciones, poco a poco el explotador va destruyendo las barreras morales de su víctima, hasta, finalmente, involucrarla en las actividades propias de la explotación. Actividades que, por lo general, le producen sentimientos de culpa, que reafirman su sometimiento al explotador. Pero las cosas van más allá todavía. En un giro perverso, el involucramiento de la víctima en dichas actividades le quita la fortaleza y la superioridad moral que su condición de víctima le proporciona sobre el victimario.

Esta forma de operar se asemeja a la de la administración de los lager dirigidos por las SS. A través de las Escuadras Especiales, formadas por prisioneros que se encargaban de “imponer el orden a los recién llegados (…) que debían ir a las cámaras de gas; sacar de las cámaras a los cadáveres; quitarles de las mandíbulas los dientes de oro; cortar el pelo a las mujeres (…); sacar las cenizas y hacerlas desparecer”, sostiene Primo Levi, “se trataba de descargar en otros, y precisamente en las víctimas, el peso de la culpa, de manera que para su consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes”.

En tales condiciones, la víctima es incapaz de defenderse y oponerse a las órdenes del explotador. Y si, reuniendo fuerzas, se atreve a desafiar su autoridad, él sabe hacer buen uso del chantaje, la amenaza, la violencia física y sexual para someterla.

La explotación sexual, tal como la practicaban Careniña y El Abuelo, al abolir los códigos morales básicos de las víctimas, genera, en estas y en los victimarios, la idea de que todo está permitido. Y, en este sentido, aumenta la sensación de vulnerabilidad de las víctimas y de omnipotencia de los victimarios. Quienes se valen de su sensación de indefensión e impotencia para ejercer un dominio total sobre ellas.

Mientras se profundiza la explotación, las víctimas van perdiendo valor para sus victimarios. A los que, finalmente, y una vez que han logrado anular la esfera privada de las víctimas, gracias a prácticas que, como el sexo grupal o con parejas impuestas por ellos, exponen públicamente su intimidad y muestran el control absoluto que ellos ejercen sobre su voluntad, no les cuesta nada deshacerse de ellas.

Cuando esto ocurre, tanto las víctimas como los victimarios han llegado a un punto de no retorno. Y el asesinato, el crimen definitivo, es una posibilidad que cualquier momento puede concretarse.

Hay crímenes que se cometen obedeciendo a un impulso. Otros, a un plan. Otros más no obedecen a un plan bien meditado ni a un impulso repentino, sino a odios y venganzas largamente madurados; a fantasías y deseos homicidas que encuentran el momento oportuno para realizarse. Este, probablemente, fue el caso de la violación y asesinato de Carolina, que es, al mismo tiempo, uno de los desenlaces típicos de las relaciones de explotación sexual cuando la víctima intenta romper con ellas.

La incursión del crimen organizado en la explotación sexual de niños y adolescentes en el país es una de las explicaciones obvias de lo sucedido con Carolina, también el narcisismo criminal de Careniña. Pero hay otros factores. Entre ellos, la pobreza intelectual y moral de unos jóvenes que, alimentados casi exclusivamente de reguetón y bachata, encuentran en sus letras los principios morales y los modelos de vida que necesitan para conducirse en sus relaciones tanto con los adultos como con los otros jóvenes.

No hay generación que no se oponga en alguna medida a la de sus padres, a sus ideas y valores. El problema aparece, sin embargo, cuando la nueva generación no tiene nada mejor que ofrecer, ningún modelo de vida positivo que oponer a las ideas, valores y modelos de vida de sus mayores.

Es como si los chicos que vemos en el vídeo en el que Careniña hace escarnio de su víctima vivieran ensimismados. Reconcentrados en ellos mismos y en su pequeño círculo de referencia.

¿La escuela forma? ¿El colegio forma? ¿La familia forma? Y, avanzando un poco más, ¿Las familias son capaces de “contener” a los niños y adolescentes? ¿Los padres de familia saben cómo protegerlos? Es posible que muchos de ellos hayan abdicado de sus responsabilidades. Las actuales familias, en sus distintos tipos, son familias débiles. Tanto que los chicos terminan por sustituirlas por grupos de referencia, que, en varios casos, son verdaderas bandas delincuenciales.

La pobreza no explica un caso como el de Carolina: ella no fue captada por dinero, El Abuelo era rico y Careniña se dedicaba al negocio de la explotación sexual por motivos que exceden lo puramente económico. Ayuda a explicarlo en parte la generalización en nuestras sociedades de una forma de relación entre las personas –sobre todo si son de sectores sociales distintos- marcada por la instrumentalización del otro, y que se observa con especial claridad en el triángulo delictivo. Careniña era un instrumento de El Abuelo, este un instrumento de Careniña. Y Carolina un instrumento de los dos.

El crimen de Carolina se produce en una sociedad que comienza a ver la vida en los extremos como la forma normal de vivir y que, incluso, propone el exceso y el extremo como ideales de vida frente a la moderación y el autocontrol. ¿No ha llegado, acaso, la violencia criminal en Ecuador a unos niveles impensables solo veinte años antes? Según el diario El Universo, entre enero y junio de 2021, se habían registrado, en la Zona 8, que comprende Guayaquil, Durán y Samborondón, 269 muertes violentas, la mayoría de ellas vinculadas al narcotráfico.

Los valores del exceso, el extremo y el descontrol se han ido imponiendo a los de la mesura, el punto medio y el autocontrol. Muchos jóvenes han hecho suyos estos valores. Y al hacerlo, se han puesto en peligro y han puesto en peligro a otros. Decía Carolina, en una de sus publicaciones de Facebook: “No le coquetee al diablo si no le gusta el infierno”. Pues sí, quien le coquetea al diablo puede acabar precisamente en los infiernos.


[1] Esta parte ha sido elaborada en base a las publicaciones del muro de Facebook de Christian Giler.

[2] Este punto fue escrito a partir del testimonio de una fuente que pidió mantener el anonimato.

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