Quito, Ecuador
Un Estado puede considerarse como Estado fallido cuando sus instituciones no cumplen los objetivos para los cuales fueron creadas y, en lugar de eso, sirven de instrumentos a terceros para la obtención de sus fines particulares.
En un Estado fallido, quienes deciden sobre las cuestiones públicas son los políticos criminales, los criminales puros y las organizaciones con la capacidad suficiente para generar actos de violencia con gran impacto social.
El principal síntoma de que un Estado está dando los últimos pasos para convertirse en Estado fallido es la cesión que hace en favor de grupos políticos, criminales o político-criminales del control de parte del territorio nacional. Esta cesión suele hacerse, también, en favor de comunidades que, por razones étnicas o históricas, reivindican el control total de los lugares donde habitan y se resisten a la intervención del Estado en estos espacios.
Ejemplos de lo dicho en Ecuador son los barrios marginales de Guayaquil, en los que distintas bandas de delincuentes se disputan a sangre y fuego el dominio de estas zonas; las comunidades indígenas de la Sierra, en donde los servidores públicos no pueden entrar sin el permiso de sus dirigentes; las zonas urbanas que han sido repartidas como cotos de caza entre los narcotraficantes; o las porciones de mar territorial en manos de piratas.
Muy, muy cerca de ser un Estado fallido estamos cuando la población civil apoya abiertamente a grupos criminales y se somete a su control. Este apoyo, que proviene del temor de los pobladores al uso de la fuerza que pueden hacer dichos grupos, es el resultado, también, de los beneficios que la población ha recibido de ellos. Los cuales empiezan a desempeñar funciones propias del Estado como garantizar la seguridad ciudadana o hacer “obra social”.
Para llegar a este punto, han debido pasar muchas cosas, el crecimiento galopante de la pobreza, por ejemplo, pero, ante todo, la generalización de la permisividad a la corrupción, y la conversión del sistema de justicia en su contrario: un sistema de injusticia que, sin problemas, podría calificarse de delincuencial.
Ecuador va avanzando a pasos firmes a convertirse en un Estado fallido. Así lo demuestran las decisiones tomadas por jueces y fiscales en casos que involucran a personas poderosas, como Jorge Yunda y Cynthia Viteri, la familia Bucaram, o Leonidas Iza y Jaime Vargas.
En todos estos casos, la justicia se ha mostrado claramente injusta. Y, en lugar de servir a la ley y a los ciudadanos, ha favorecido a personas y grupos con mucho poder político y económico. ¿Una fiscal que afirma que Cynthia Viteri no tiene nada que ver con el bloqueo del aeropuerto de Guayaquil, pese a las declaraciones públicas en las que esta asume directamente su responsabilidad sobre el hecho, no está actuando como lo haría un delincuente?
En Quevedo, cientos de ciudadanos desfilan en apoyo al captador ilegal de dinero, Don Naza, quien, con su propia banda armada, controla la seguridad de la parroquia Venus del Río, donde vive.
“Queremos la reactivación económica, trabajo y dignidad”, dice Don Naza, como si se tratara del presidente de la república presentando el objetivo de la política económica y social del Gobierno. Política que, en lo que se refiere a don Naza, se concretaba en la entrega gratuita de alimentos, ropa, sillas de ruedas e intereses del 90% sobre el dinero que muchos ciudadanos habían depositado en sus manos sin hacer caso de lo irregular de esta operación.
Otro de los pasos que Ecuador ha dado en su camino a convertirse en un Estado fallido es el sometimiento, ya desde hace algunos años, de las autoridades y la ciudadanía a las decisiones de una organización social con capacidad de hacer grandes movilizaciones y generar violencia: la Conaie. Organización dirigida ahora por Leonidas Iza, un fanático que no tiene el menor escrúpulo en negar lo evidente y mentir si esto sirve a sus propósitos: “Que nos demuestren los niveles de violencia”, responde a una pregunta realizada por el diario El Universo a propósito de los actos de violencia cometidos por él y sus seguidores en las protestas de octubre de 2019.
Catherine Nixey describe la destrucción de la herencia cultural grecolatina perpetrada por fanáticos cristianos de la siguiente manera: “Los destructores surgieron del desierto. Palmira debía haberles estado esperando; durante años, bandas de saqueadores formadas por fanáticos barbudos con ropajes negros, armados con poco más que piedras, barras de hierro y una férrea idea de la rectitud habían estado aterrorizando el extremo oriental del Imperio romano. Sus ataques eran primitivos, violentos y muy efectivos. Esos hombres se movían en jaurías —más tarde en manadas de hasta quinientos— y cuando aparecían, lo que seguía era la completa destrucción. Sus objetivos eran los templos, y los ataques podían ser asombrosamente rápidos. Grandes columnas de piedra que habían resistido durante siglos se desmoronaban en una tarde; las caras de las estatuas que habían permanecido en pie durante medio milenio eran mutiladas en un momento; templos que habían visto el auge del Imperio romano caían en un solo día”.
¿No nos recuerda esto a los talibanes afganos haciendo saltar por los aires la estatua centenaria de Buda? ¿No nos recuerda esto a Leonidas Iza intentando derribar la estatua de Isabel la Católica en Quito?
Amparada en su poder para movilizar a las masas indígenas, la Conaie, con Iza a la cabeza, ve sus resoluciones internas como mandatos al Gobierno, sin percatarse de que gran parte de la población no está de acuerdo con ellas y de que no son sus bases ni sus dirigentes, sino el presidente de la república, legítimamente elegido por los ecuatorianos, el que tiene que tomar las decisiones concernientes a la política pública. Para eso lo hemos elegido a él y no a Leonidas Iza. Puede discrepar, seguro, ese es su derecho. Puede protestar. Puede proponer. Puede exigir por las vías que le da la ley que sus demandas se cumplan. Pero no puede decidir en lugar de quienes tienen la potestad legal y, por tanto, la responsabilidad de hacerlo.
Que los responsables del vandalismo de octubre de 2019 y de delitos tan graves como el secuestro de periodistas y policías sigan libres es otro signo de que la justicia ecuatoriana se ha convertido en un sistema de injusticia.
Es necesario, pues, conjurar el peligro que para la democracia representa el que un grupo minoritario imponga sus intereses a los demás, basado en su capacidad para producir violencia y en la renuncia del Estado a responder como debe en el marco de la ley.
Algo que tiene que quedar claro para los indígenas y todos los ecuatorianos es que la Conaie es una organización social más. No la única del país. Debe quedar claro, también, que su representación no es general, y que los gobernantes están en la obligación de escuchar y procesar todos los puntos de vista existentes sobre el manejo de la cosa pública, para, finalmente, tomar las decisiones que más convengan al interés común, aunque sean contrarias a uno o varios de esos puntos de vista.
Intelectuales, políticos, gobernantes, periodistas, que confunden la política con la violencia -que por definición es antipolítica-, y temen o ensalzan el potencial de la Conaie para producirla, han contribuido a su sobredimensionamiento. Las agrupaciones sociales y políticas no indigenistas tampoco han sabido hacer valer sus derechos frente a una entidad que quiere asumir la representación absoluta de lo social en el país.
Dejar que una sola organización hable en nombre de todas las organizaciones sociales y el pueblo ecuatoriano; permitir que únicamente su voz sea escuchada y tomada en cuenta; seguir cediendo el control del territorio nacional al crimen organizado y a grupos acostumbrados a imponerse por la fuerza; permitir que el papel de jueces, fiscales y abogados sea ejercido por verdaderos delincuentes; persistir en la impunidad; todo esto, si no hacemos algo para impedirlo -y pronto- terminará por convertir a Ecuador en un Estado fallido.