La razón de estar con ellos

María Rosa Jurado

Guayaquil, Ecuador

Me cuentan mi mamá y mis hermanas, que en la casa donde yo nací en Guayaquil, en Letamendi y Eloy Alfaro, teníamos un perro dálmata, que sale al lado mío en algunas fotos amarillentas de esa época. Se puede decir que los perros han sido parte de mi vida, porque salvo los nueve años que viví en Quito, cuando mis hijos eran pequeños, siempre he tenido uno conmigo. De ese perrito dálmata no me acuerdo, pero después de ese, cuando nos cambiamos a la casa del Barrio del Centenario, frente al Cine Inca, tuvimos a nuestro perro Pinky, un soberbio ejemplar de pastor alemán.

Yo era muy pequeña, pero lo amaba con toda mi alma. Cuando llegaba en bus a mi casa desde el kínder del colegio La Asunción, dejaba mi loncherita y me acostaba a dormir la siesta de espaldas en la panza del perro. Él no movía ni un músculo ni pestañeaba, hasta que yo me hubiese despertado.

Todos amábamos a Pinky, por su belleza e inteligencia, pero las reglas del hogar eran que no podía entrar a la casa. Teníamos un patio amplio, así que espacio no le faltaba. Cuando no estaba con él en el patio, lo acariciaba y le hablaba a través de las rejas de la puerta del corredor que daba al porche, y pasaba horas allí. Como no lo entraban cuando llovía sino que dormía bajo el lavadero del corredor del patio, en las noches de lluvia yo, a escondidas, lo dejaba entrar y después, por supuesto, no quería salir. Así que  pasaba las de Caín para lograr sacarlo sin que mi mamá se diera cuenta. Pasé muchas madrugadas en esas lides.

Este era perro, absolutamente leal, tierno y amoroso con mi familia, y especialmente conmigo, tenía desgraciadamente, un lado agresivo: era aficionado a morder a los desconocidos que tenían la mala suerte de acercarse mucho a nuestra reja del garaje. Yo chiquitita, de unos 6 o 7 años, rezaba en mi bus para no llegar de la escuela y enterarme que hubiera mordido a alguien. Los taxistas que trabajaban fuera del Cine Inca, que como he escrito antes quedaba frente a mi casa, se lanzaban por la ventana dentro sus taxis, cuando por desgracia se nos escapaba.

Venía el inspector de la Sanidad, y éramos amonestados. Debíamos pagar las vacunas para la rabia de la persona mordida… El colmo fue cuando mordió al inspector. Yo vivía con el corazón en la garganta.

Un día se escapó y ya no volvió.  

No pudimos encontrarlo, hasta ahora se me encoge el corazón cuando lo recuerdo, tan bello, con tan fina estampa, tan amoroso. Fue el primer gran dolor de pérdida que sufrí: el dolor de lo irreparable, sin duda una preparación precoz para otras pérdidas muy grandes que habría de sufrir después, como la muerte de mi padre, la de mi tía Amparito, la de mi prima Carmencita… desde entonces, siento una empatía inmensa con aquellos que no logran despedirse de los suyos, ni enterrar a sus muertos. No hay angustia más terrible que imaginarse lo peor y nunca encontrar una certeza.

La Sissy

Años después, una tarde cualquiera, cuando vivíamos en Urdesa, llegó mi padre trayendo una French Poodle  blanquita, preciosa, a la que llamé Sissy. Era nerviosa y exaltada, pero de un gran corazón. No pude llevarla cuando me casé y terminó perdiéndose también. Fue como una pesadilla que volvía para romperme el corazón. Lo peor fue que yo estaba en Quito y no podía coger un avión para ir en ese momento a buscarla. Nunca más se supo de ella. Supongo que murió aplastada por un carro, o talvez alguien bueno la recogió. Era tan linda que podría ser una posibilidad.

Rocco

Cuando regresamos de Quito, prometimos a los niños que tendríamos otro perro, y así llegó Rocco. Estábamos buscando, cuando un día mi hermana María de los Ángeles me anunció que tenía un perro para mí, que se lo habían regalado a su hijo y sin que yo atinara a reaccionar, lo dejó en mi casa y se fue.

Mis hijos con Rocco

Rocco era un Golden Retriver dorado, hermoso y bien plantado, que la gente lo celebraba cuando lo sacábamos a pasear. Fue el mejor compañero de juegos de los niños y mi gran engreído. Era el perro más dulce y bondadoso del mundo. Soy bien pastusa con mis cariños y muy amiga de molestar la paciencia a mis perros, pero este jamás, pero jamás, por mucho que yo lo importunase, osó gruñirme ni mirarme mal. Lo más que hacía cuando yo ya lo estaba enloqueciendo era embocarme la mano ligeramente. Nadie me ha tenido tanta paciencia en toda mi vida.

A él sí tuve la oportunidad de verlo partir. Todo empezó un día en que lo vi que se tambaleaba y se caía. “¿Qué pasó ¿Qué pasó, Rocco?» Me puse a examinarlo, parecía normal, pero se lo veía enclenque. El doctor confirmó que a sus doce años, ya estaba por morir. Fue dulce y amargo verlo en sus últimos momentos, sin poder moverse, lleno de llagas, tratando de respirar. Sus hermanos humanos, mis hijos, lo cargaban para movilizarlo de un lado a otros y mostraron una devoción increíble para cuidarlo en sus últimos momentos.

Finalmente, el veterinario dijo que no había nada que hacer más que evitarle sufrimiento, y eso hicimos. Uno por uno nos despedimos de él en cama de la clínica, mis hijos serenamente, yo deshecha en lágrimas, me quebré. Le acaricié su hocico que parecía lo único que no le dolía y le dije todo lo que significaba para mí.

Había hecho una cita para cortarme el pelo ese día y me llamaron a recordarme, en mi aturdimiento decidí ir.

Cuando llegué bañada en lágrimas, todas las peluqueras y asistentes me rodearon preocupadas, así que tuve que decir, “es que se me murió mi perrito” y en ese momento se oyó como un lamento general. Todas las peluqueras recordaron sus perritos muertos y lloraron conmigo, cada una contaba su historia, de lo maravillosos y fieles que habían sido, y cuánto los echaban de menos y esa terapia de grupo, regalo de la providencia, me dio fuerzas para  sobreponerme y salí más tranquila.

Daisy

Después de Roquito, antes de la pandemia, empezamos a  buscar un nuevo perro. Yo no estaba lista, pero los chicos insistieron. Quisimos rescatar uno de la calle, pero los que encontramos parecían muy inestables. Cuando inesperadamente, las dos perras de una amiga de la familia tuvieron cachorros  de labradores y nos ofrecieron uno. Habían cachorros negros y cafés. Los más populares eran los machos cafés, así que escogí una hembra negra, por solidaridad de género, a quien llamamos Daisy. Resultó brujita, nació el 31 de octubre y me hechizó desde la primera vez que la vi.

Uno de mis hijos entró en la casa con la perrita de dos meses de nacida entre sus dedos largos. Ella no se movía, no ladraba, apenas parecía respirar. La pusimos en el piso y parecía casi una estatua de sal negra. Yo quise cargarla, pero no le gustó. Pasó como una semana aterrada, pero parece que pasamos sus filtros porque terminó uniéndose al clan.

Ahora tomó demasiada confianza y nos baila en la cabeza, o al menos a mí. Cree que somos sus iguales y no me respeta. Ella y yo somos muy parecidas y a veces nos peleamos, pero como no somos rencorosas, en seguida ya ella me está lamiendo los pies y yo sobándole la cabeza. Todavía es joven, pero sé algún rato tendrá que partir, y ya como que no estoy tan fuerte como antes, pero no estoy dispuesta a renunciar a ese cariño tan puro que nos dan nuestros hermanos caninos. Una vida sin ellos sí que sería una vida de perros.

Daisy

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