La Habana, Cuba
Apuro el paso. El taxi colectivo del que acabo de bajarme iba «a paso de tortuga» y si no doy zancadas más largas llegaré tarde a mi cita. Atravieso el parque de La Fraternidad, cruzo a toda velocidad la calle con una senda aún cerrada que desemboca en las ruinas del hotel Saratoga y entro de lleno en los jardines del Capitolio de La Habana. «¡Oiga, por aquí no se puede pasar!», me grita un custodio de rostro severo que añade: «¡Tiene que ir por la acera, por esta zona está prohibido el paso!».
Son los mismos jardines en los que practiqué de niña con mis primeros patines, la explanada salpicada de vegetación donde me senté con mis amigos a imaginar un futuro que la mayoría de ellos terminó realizando en otra parte del mundo y el espacio donde Reinaldo me esperó por cinco horas hace ya 30 años, en una muestra de perseverancia que selló aquella incipiente relación. O sea, el lugar en el que casi cada habanero tiene un recuerdo, ahora es exclusivo de funcionarios y custodios.
Aunque estoy muy apurada, decido interpelar al hombre por aquella prohibición. «¿Esto no es el Parlamento? ¿No es el Parlamento la Casa del Pueblo? ¿Por qué sus jardines están vedados para el pueblo?», le pregunto en vano, porque solo sigue señalando con su índice la acera por la que puedo transitar, separada por varios metros de la fachada reluciente de un edificio que fue humillado por décadas con la desidia, el descuido y los insultos oficiales. Ahora, ya reparado y con una capa de pan de oro en la cúpula, el oficialismo ha pasado de rechazarlo a monopolizarlo.
Ya voy llegando tarde a mi cita, así que me alejo del Capitolio, su adusto custodio y sus jardines exclusivos, mientras pienso en la sensación que sentí la primera vez que salí de Cuba. Era como un desasosiego que me hacía temer que en cualquier plaza o monumento público iba a salir un policía para decirme que tomarse una foto con aquella escultura, acercarse demasiado a esa tarja o tocar aquel trozo de piedra tan antiguo era un delito. Después de días sin que el uniformado apareciera para regañarme, me fui relajando y me quité el pesado fardo de esperar el silbato, el grito o la multa por mi comportamiento.
Ayer viernes en la mañana añoré aquella ligereza, cuando no pude atravesar los jardines cuidados pero censurados del Capitolio de mi ciudad.
- Yoani Sánchez es periodista independiente cubana. Su texto ha sido publicado originalmente en el sitio 14ymedio.com