Tradiciones que cruzan oceános

Pía Molina

Tottori, Japón

En Ecuador, donde más del 90% de la población es cristiana, tenemos dos fechas importantísimas en el calendario gastronómico-religioso: la fanesca de Semana Santa, para este mes de abril, cuando se conmemora la muerte y resurrección de Jesús, y la colada morada del Día de los Difuntos, en noviembre. Dos platos tradicionales que marcan celebraciones en las que se comparte con la familia y las amistades y que giran en torno a la vida y la muerte. También son dos épocas que yo esperaba siempre con expectativa y ahora se han convertido en tradiciones que me ayudan a sentirme cerca de mi país, a pesar de la distancia.

No es la primera vez que vivo fuera de Ecuador por un periodo largo, pero nunca se me había ocurrido preparar fanesca o colada morada por mi cuenta. Siempre observé admirada el paso a paso de su elaboración y toda la vida tuve el feliz y despreocupado papel de degustadora voraz de cuantas fanescas y coladas me invitaban a comer; incluso en mi época estudiantil las disfruté todos los años porque en el Colegio América Latina siempre se festejaron –antes de la “moda” que se ha generalizado y espero haya llegado para quedarse–, los estudiantes ayudábamos en la preparación previa de la fanesca, ya sea pelando habas, desgranando choclos o dándoles forma a las masitas y, para la colada morada, hacíamos nuestras propias guaguas de pan.

No fue sino hasta que supe que me quedaría indefinidamente en Japón que caí en la cuenta de que si no los hacía yo misma me iba a perder por mucho tiempo de estos deliciosos platos. Nunca había hecho fanesca ni colada morada fuera de Ecuador, pero solía hablar mucho sobre ellas las veces que viví en el extranjero. Hace poco, fue una grata sopresa encontrar un libro de sopas del mundo, en la biblioteca del municipio de Tottori que, como representante de Ecuador –entre otras–, recoge una receta de fanesca en japonés. Estas dos tradiciones culinarias se han convertido en símbolos de encuentro e identidad de todo el Ecuador, así como de unión de los migrantes ecuatorianos alrededor del mundo.

Para prepararlas del otro lado del océano Pacífico, tuve que mentalizarme en mi objetivo y empezar a buscar los ingredientes con anticipación. Al principio me parecían misión imposible, sobre todo la fanesca que nunca me había animado a hacer por lo laboriosa. La colada morada hice por dos años consecutivos con mi gran amiga Mady, en Quito, bajo la dirección técnica de mi mamá, quien me guiaba con mucha paciencia desde Guayaquil, al otro lado del teléfono. Fue un trabajo muy esforzado, del que me sentí orgullosa, pero que no pensé repetir.

Estando en Japón, esa necesidad de sentirme cerca de lo conocido y familiar me hizo ponerme manos a la obra. Para mi sorpresa, logré que los dos platos tuvieran el sabor que esperaba. Por supuesto, eso lo tengo que agradecer a todas las fanescas y coladas moradas que he probado en mi vida y que son parte de mi patrimonio de recuerdos gastronómicos personal, las cuales me ayudaron a encontrar en mi memoria gustativa los sabores más cercanos al original; también me llevaron en un viaje en el tiempo, donde el reencuentro con las personas queridas que me ofrecieron todo el amor a través de estos platos, vive por siempre en mí.

Mientras cocinaba, reviví cada una de sus épocas de mi vida en Quito. Desde finales de marzo ya esperaba la invitación de mi cariñosa tía Marianita –que en paz descanse–, quien nos ofrecía una fanesca completa, con molo incluido y postre, que podía ser higos con queso, arroz con leche o tomate de árbol o babaco en almíbar.

Mi mamá no la prepara, pero cuando íbamos de vacaciones a Guayaquil por el feriado de Semana Santa, su hermana Meche nos deleitaba con una riquísima fanesca que sigue preparando hasta ahora, cada año, para toda la familia. Pero la fanesca que más me ha impresionado hasta ahora es la de nuestra querida vecina Rocío, en Quito, que siempre nos invitaba a comer una muy especial; una vez le pregunté cómo la preparaba y cuando me dijo que pelaba todo, hasta los granos de los choclos para que fuera más digerible, me convencí de que nunca la iba a hacer.

Seis meses después de la temporada de fanesca, mi mamá ya empezaba a comprar los ingredientes para la colada morada; lo que más que gustaba eran las hierbas dulces que, al hervirlas, aromatizaban el ambiente. Recuerdo a mi mamá cortando frutas hasta el cansancio, el olor meloso de la mora, el mortiño y la naranjilla cocinándose lentamente, que quedaba impregnado en la casa durante días.

La fanesca y la colada morada son la muestra palpable del sincretismo cultural tan arraigado en Ecuador, y en toda Latinoamérica, que contrasta con la aparente homogeneidad cultural que se vive en Japón. En Ecuador, donde convivimos personas con distinta ascendencia e identidad, estas tradiciones gastronómicas representan la unión de dos culturas –la indígena y la europea– de las que no podemos renegar. Y, a la vez, aunque llevan ingredientes comunes a toda la región andina, son propias de Ecuador.

El historiador y poeta Julio Pazos Barrera, quien ha investigado con dedicación la comida tradicional ecuatoriana, dice en un video que no se tienen datos certeros sobre el origen de la fanesca, solamente que se menciona por primera vez en el primer recetario del Ecuador de mediados del siglo XVIII. Tengo entendido que en la cultura popular los 12 granos simbolizan a los 12 apóstoles de Jesús, lamentablemente, en mi fanesca “japotariana” solo estuvieron seis, lo que me recordó la resistencia y persecusión que hubo en Japón al cristianismo a principios del 1600, donde se prohibió con pena de muerte.

Hoy en día, menos del 1% de la población japonesa –de 126 millones de personas– profesa el cristianismo. En cuanto a la colada morada, Pazos Barrera indica que para los indígenas el negro no era un color de luto y que el Día de los Difuntos fue instituido por el santo francés Odilón en el siglo X y luego decretado por un Papa; que de Roma pasó a España y de ahí a Latinoamérica. En Ecuador, la colada morada está documentada desde 1767 en un texto del jesuita Mario Cicala, quien menciona a la mazamorra morada.

Por mi parte, fue un gran descubrimiento haber logrado reemplazar ingredientes y entender que la cocina tradicional no es más que rebuscar en la memoria, donde reposan los sabores que nos han acompañado desde siempre. Mientras iba consiguiendo el color y la consistencia de la fanesca y –seis meses más tarde– de la colada morada, mi emoción se incrementaba; mi casa en Japón se impregnó de ese mismo olor empalagoso que me transportó a Quito. Cuando el sabor de ambos platos llegó a su punto, estaba en la gloria… No hubo quien pudiera confirmar estos triunfos culinarios porque soy la única ecuatoriana que vive en Tottori, y creo que lo seguiré siendo por mucho tiempo más.

Aunque mi fanesca no tenía chocho ni achiote y a mi colada morada la hice sin ishpingo ni mortiño, sus respectivos aromas, sabores y texturas, tan característicos, me hicieron sentir en casa y revivir los hermosos recuerdos de mi vida en Ecuador, rodeada de personas queridas con quienes compartí tantas veces estas tradiciones que cruzan oceános.

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