El retorno de Velasco Ibarra

Edgar Molina Montalvo

Quito, Ecuador

Como resultado de la llamada Gloriosa Revolución del 28 mayo de 1944, se produjo la caída del presidente Arroyo del Río y la ascensión al poder, por aclamación, de José María Velasco Ibarra, convertido en símbolo de la oposición. Este se había instalado en la fronteriza y cercana ciudad colombiana de Ipiales, aproximadamente a 250 kilómetros al norte de Quito. Desde allí sus partidarios lo trajeron en caravana triunfal.

Su carisma alentaba la imagen de redentor que se había acuñado en las masas luego de la terrible crisis política, estructural y moral del Ecuador, tras la invasión peruana y el descalabro bélico. Y sobre todo, de la trampa diplomática contra el Estado ecuatoriano, tendida por la diplomacia estadounidense y la mayoría de Estados americanos en enero de 1942 con el Protocolo de Río de Janeiro, adoptado bajo pretexto de presentar al continente americano libre y unido junto a Estados Unidos, que había sido atacado por Japón en Pearl Harbor.

Este evento ocasionó el ingreso de América Latina, en coro, a la II Guerra Mundial, con Ecuador incluido. La noción del atropello histórico la recibí en la Escuela Municipal Espejo de Quito, en 1948. 

Entre los primeros recuerdos que tengo de mi niñez, está la aventura anunciada de trasladarnos al campo, a Cotocollao, que era una localidad totalmente rural, diez kilómetros hacia el norte de la Plaza de San Blas, donde empezaba a contabilizarse la ruta desde Quito. Mi padre había decidido convertir su restaurante, bajo el nuevo nombre de Las Américas, en un local de esparcimiento social y familiar para los fines de semana. La inminencia del traslado copó mi fantasía. Y llegó el día. Se hicieron varios viajes. En el primero nos instalamos con mi hermano, junto a nuestra madre, en la cabina, pero yo logré que me permitieran ir en un sillón en la parte descubierta. Era el primer viaje de mi vida. Diez kilómetros hacia el norte.

Salir del casco histórico y reconocer a San Blas, La Alameda, El Ejido, y la Colón, que era el final de lo urbano propiamente dicho, con la mansión de corte aristocrático y feudal conocida como La Circasiana. Allí el tranvía giraba hacia el oriente, abriendo el espacio de lo que sería la zona residencial del moderno Quito del siglo XX. 

A diestra y siniestra se veían pocas construcciones, la mayoría de adobe, algunas de ladrillo y menos de hormigón. Prevalecía el aspecto rural y se podían observar sitios de ordeño a la vera de la carretera. Alrededor del kilómetro siete estaban las instalaciones del Aeropuerto Mariscal Sucre, con su carga de fascinación, misterio y poder, que impactaba en el imaginario colectivo; una imagen que se completaba con la impresionante edificación del cuartel Vencedores, sede del Grupo Blindado de los Tanques.

Tres kilómetros al norte estaba el pequeño obelisco de la placita central de Cotocollao, donde un bus con carrocería de madera cubría la ruta desde la Plaza de San Blas durante una hora, cuyo último turno se sellaba a las 7 p.m. El ambiente era totalmente bucólico y el pueblo se caracterizaba por la artesanía de las ollas de barro, por lo que a los habitantes se les denominaba “olleros”.

Una vez instalada la familia se organizó el negocio del restaurante, que tenía movimiento los fines de semana. Con el tiempo fue ocupado por pequeños grupos familiares durante las vacaciones costeñas. Normalmente se quedaban las madres y los abuelos con los nietos. Era un ambiente muy agitado por la hiperactividad animada de los costeños. Pasadas sus vacaciones la casa recobraba su aspecto y ritmo de serrano, ocasionalmente activo el fin de semana. 

Un atractivo del negocio constituía una radiola alemana con un bello mueble de madera charolada que tenía una doble función: de radio noticiosa y musical. La música se activaba a discreción, mediante discos de carbón, frágiles, que se despedazaban al caer en el suelo o se rayaban fácilmente, afectando la reproducción del sonido. Este aparato era una atracción no solo para los habitantes del pueblo sino también para los visitantes y clientes en general.

El local tenía también otro atractivo: un mono, al que bautizamos Martin. Papá le mandó a hacer una caseta, colocada sobre un poste de unos cuatro metros de alto, y le tendió un grueso alambre a través del patio que unía la caseta con una ventana del segundo piso. Martín hacia las piruetas en el alambre. Los niños le daban naranjas, plátanos y objetos con los que él, colgado del alambre y en todo caso siempre en las alturas, hacía las delicias de la gente. Vivíamos pendientes de la llegada del bus que, en el turno de las nueve de la mañana, traía el periódico. Mi padre y la gente mayor de la casa se centraban en la lectura de las noticias y yo en las tiras cómicas que traían las aventuras de Tarzán, Superman, o Benitín y Eneas, el dúo cómico del pequeño y el alto. Con ayuda de Jacinto, el empleado de la casa, yo aprendí a leer antes de ir a la escuela.

Velasco Ibarra, el líder populista, llegó procedente de Colombia y fue recibido en forma clamorosa. Llegó por la ruta de Ipiales a Quito y, en los pueblos que atravesaba a su paso, la gente se aglomeraba para saludarlo. Mi padre decidió que iríamos, igual que algunas otras personas del pueblo de Cotocollao. Nos ubicamos en un área denominada Carretas, que era parte de la entrada norte hacia la ciudad de Quito.

Un pequeño declive de praderas y bosques con el aroma de pencos, chilcas y eucalipto, que se esparcía por el aire de las haciendas aledañas, en particular Carcelén, que a fines del siglo sería un área densamente poblada. Alrededor del mediodía la gente en la carretera empezó a animarse por la visión de una lejana columna polvorienta de autos, en cuya primera ubicación venía un automóvil grande y de color negro, con Velasco Ibarra, que estaba junto a la ventana delantera derecha.

Ahí observé por segundos la imagen del hombre que durante 40 años habría de copar la vida política del Ecuador y a quién muchos años después pude observar, de cerca, en un encuentro sui generis, en la sala del Gabinete Presidencial, que marcó en mi experiencia el lado truculento de la política en las alturas del poder, como lo consignaré en la siguiente entrega. 

José María Velasco Ibarra, tras asumir el poder en la revolución del 28 de mayo de 1944. A su lado camina Francisco Arízaga Luque.

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