
Guayaquil, Ecuador
La Corte Constitucional ha destruido la idea de que la institución de la muerte cruzada facultaba a un Presidente de la República a gobernar por decreto si se veía obligado a disolver una Asamblea Nacional obstruccionista, como se entendía que era el espíritu de la Constitución.
En una resolución de la semana pasada, la Corte se ha atribuido el poder, que la Constitución confiere al Presidente, de determinar si el decreto ley de emergencia es realmente emergente, y no como se entendía, que su papel era el de un guardián de la Constitución, que debía velar para que el Ejecutivo no pueda pasarse de la raya. El límite era la Constitución. Y ya será la próxima Asamblea Nacional, la que se conforme en las elecciones anticipadas, la que decida si revoca o mantiene esa legislación de excepción.
Lo que ha hecho la Corte es dinamitar ese período de excepción, despojar al Presidente de la República de su capacidad para ejercer el poder y convertirlo en un mero espectador del proceso electoral. En adelante, los presidentes deben saber que su poder termina cuando disuelvan al Congreso, y que quedarán sujetos, rehenes, del arbitrio de unos jueces que no responden por sus actos.
Al hacerlo, la Corte Constitucional parece haber asumido no solo el rol de contrapeso del Ejecutivo, como menciona expresamente en el texto de su resolución, sino particularmente el que corresponde a una oposición que considera que su deber es el de paralizar al Gobierno.
Discuten los doctores si la Corte Constitucional ejerce o no un rol de actor político en el contexto de la institucionalidad democrática. Esa discusión ha sido superada por la actual Corte, alguna vez considerada la mejor de las últimas décadas, que se ha confirmado ante el país como un actor político de ligas mayores.
Han dado el visto bueno a una reforma tributaria para reducir impuestos, reconociendo expresamente su urgencia, quizás porque hubiera sido totalmente impopular que la negaran. Pero al mismo tiempo niegan un decreto ley de inversiones que permitiera enfrentar el grave problema del desempleo.
¿Por qué es urgente rebajar impuestos y no un decreto que intente dar soluciones al problema del empleo? ¿Acaso no es urgente atraer inversiones que permitan reducir el desempleo? ¿Ha hecho la Corte un análisis político o uno constitucional? ¿Se dan cuenta los magistrados del daño tan grande que provocan en su propia institucionalidad al actuar como políticos en lugar de como jueces?
Lo peor es que son unos políticos muy malos, incapaces de entender el futuro que se les avecina como consecuencias de sus propios actos. Por jugar a políticos, dieron a paso a una interpelación al Presidente de la República, que nos ha llevado a la circunstancia actual de que lo más probable es que antes que termine este año el correísmo haya regresado al poder.
¿Creen que serán respetados? ¿No recuerdan cómo terminó el anterior Tribunal Constitucional, cuando sus magistrados tuvieron que huir de las turbas que atacaron la sede donde se encontraban, linchados a palo, por discrepar con la línea del gobierno de la revolución?
Miopes. Ilusos. La toga les ha quedado grande, para decirlo en palabras del expresidente de esa misma Corte, el doctor Hernán Salgado.
La Corte Constitucional ha dado paso a una consulta popular para dejar bajo tierra el petróleo del Yasuní, que puede provocar la pérdida de alrededor de 1.500 millones de dólares al año en exportaciones petroleras cuando el mundo parece a las puertas de una recesión global. Luego ha negado un decreto ley de inversiones que buscaba hacer al país más atractivo para la inversión extranjera.
Al final del día, no solo han abierto el camino del retorno del autoritarismo, sino también obstaculizado la búsqueda del bienestar para los ciudadanos. Y muy probablemente sea la responsable de una debacle económica. Ha sido una Corte Constitucional muy mala para el país.
Lo esencial, escribió a mediados del siglo pasado la novelista francesa Marguerite Yourcenar, es que un hombre que ha llegado al poder demuestre luego que merecía ejercerlo. Los magistrados de la Corte Constitucional, salvo dos o tres excepciones, han demostrado que no merecían serlo.
