La Habana, Cuba
Lo había leído en esos libros forrados que pasaban de mano en mano en la Cuba de los años 90. Luego, en nuestra Isla donde la censura había ensayado todas sus formas, se colaron varios videocasetes con algunas de sus participaciones en programas televisivos extranjeros.
Tenía una forma de hablar y argumentar tan diferente a los líderes que nos gritaban desde la tribuna que no había manera de despegar la mirada de la pantalla. Culto, calmado, sin sobresaltos y con una habilidad verbal prodigiosa, Carlos Alberto Montaner practicaba un ejercicio que se había perdido en la vida política nacional: debatir con respeto y argumentos.
No en balde Fidel Castro lo odiaba tanto. Comparado con el hombre de letras, versátil, disciplinado y que escuchaba atento a su interlocutor, nuestro caudillo tropical se veía más histérico, burdo y autoritario. En un hipotético duelo oral entre ambos era fácil determinar quién convencería más a la audiencia, emocionaría mejor y esgrimiría los datos más fiables. El miedo a encontrarse con Montaner en algún evento internacional y salir malparado de un intercambio de frases debió atormentar por décadas al dictador, que siempre quiso ser escritor y solo consiguió convertirse en un disparatado orador sin vuelo poético alguno.
El discurso oficial presentó al exiliado, que escapó de la Isla en 1961, como la «bestia negra» del castrismo, el enemigo público uno de la nación y acuñó que era un terrorista violento porque no podía vencerlo en el terreno de la palabra. Hicieron que varias generaciones de cubanos no leyeran sus textos en la escuela y, ni siquiera así, lograron que la gente no lo conociera en el país donde había nacido en aquel lejano 1943.
Cuando abrí mi blog Generación Y, en abril de 2007, uno de los primeros ataques que recibí de parte de los voceros del régimen era el de un supuesto entrenamiento que Montaner me había dado en España para regresar a la Isla y empezar a publicar una bitácora. En aquel momento me generaba miedo e indignación que mintieran con tanta impunidad, pero hoy solo me provoca risas y el orgullo de ver que, aunque yo ni siquiera conocía para entonces a ese habanero de porte elegante y elevada estatura, con aquella campaña de fusilamiento de mi reputación, en realidad estaban uniendo mi nombre al de él para siempre.
Con el paso de los años y una larga pelea por recuperar el derecho a viajar fuera de mi país, conocí finalmente al autor del Informe secreto sobre la revolución cubana. Me sorprendió el tono de su voz cuando compartimos mesa de debate en Madrid, la afabilidad de su carácter, el cariño inmediato que profesaba a todo cubano que se le acercaba, la disposición a ayudar a sus compatriotas y la absoluta falta de rencor en su actitud. Aquel no era, para nada, el hombre que habían pintado –con brocha muy gorda– los llevaitrae de la Seguridad del Estado cubana.
Luego encontré a su familia, me regaló varios de sus libros y seguimos conversando sobre Cuba, su gran obsesión. El día en que Fidel Castro murió, en noviembre de 2016, fue la primera persona a la que llamamos mi esposo y yo desde La Habana para darle la noticia. Lo vi más de una vez aclarar que ya se le había pasado el tiempo para dedicarse a la política o integrar un Gobierno, aunque fui testigo también de mucha gente que se le acercaba y le decía: «Usted tiene que ser el próximo presidente de Cuba».
Tuvo, como pocas figuras relevantes, el buen tino de sentir y actuar en consecuencia. Siempre que nos veíamos me preguntaba sobre los jóvenes en la Isla, mostraba sus esperanzas de que a las nuevas generaciones no habrían logrado extirparles del todo las ansias de libertad. Tenía razón. El 11 de julio de 2021 volvimos a marcar su número para ratificarle que no se había equivocado. Aunque con su muerte este 29 de junio en Madrid no pudo llegar a ver el fin del régimen, sí que vivió la ilusión de aquellas protestas populares, las de mayor envergadura y extensión en toda la historia de nuestro país.
Su reciente columna de despedida mostraba parte de su grandeza: era un recorrido por sus deseos, desasosiegos y expectativas. Mientras su archienemigo había muerto consumido por la ira y publicando descabelladas reflexiones, Montaner se iba engrandecido: lúcido, respetado por la comunidad intelectual y con la humildad del que sabe que el tiempo de la vida es finito pero cada segundo cuenta. Este jueves partió con la tranquilidad de haber aportado con todo su talento y energía a su tierra, a esa Isla a la que no pudo regresar físicamente pero a la que volvió, una y otra vez, a través de la escritura.
Buen viaje, amigo, la Cuba del futuro se parecerá más a tus sueños que a la pesadilla actual.