
Omar Bula Escobar
Bogotá, Colombia
Colombia y México están profundamente inmersos en el problema del tráfico de drogas, una cuestión ubicua que ha permeado todos los aspectos de sus sociedades. En ambas naciones, poderosos cárteles y organizaciones criminales han extendido su dominio sobre vastos territorios y han infiltrado insidiosamente el entramado político, económico y social.
Esta influencia perturbadora no solo ha generado una amplia crítica hacia el Estado por su aparente complacencia ante las mafias de la droga, sino que también ha llevado a muchas personas a atribuir el problema a una alianza, directa o indirecta, entre sus presidentes y estas organizaciones criminales, o al menos a una actitud tolerante frente a sus operaciones ilícitas.
Durante su reciente encuentro, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, y su homólogo de México, Andrés Manuel López Obrador, pusieron el tema del narcotráfico en primer plano. Como resultado, los dos mandatarios se comprometieron, con aparente firmeza, a luchar contra el narcotráfico y a controlar el poder de los cárteles de la droga.
Sin embargo, no sorprende que prevalezca un sentimiento generalizado de escepticismo y desazón.
Por un lado, ambos presidentes son a menudo vistos como maestros de la retórica vacía y desconectada de la realidad.
López Obrador, con su discurso insoportablemente lento y parsimonioso, a menudo pronunciando frases sin sentido aparente, es un experto en distraer la atención de la gente del impacto real de sus desastrosas políticas. Y, aunque muchos creen que se trata de una simple pantomima, sus palabras constituyen una verdadera afrenta ante la grave crisis que atraviesa el país.
Gustavo Petro, de su lado, considerado por muchos como un megalómano arrogante y presumido, pronuncia discursos a menudo incoherentes e incomprensibles que dejan a más de uno perplejo.
Un buen ejemplo es su postura sobre el cambio climático, en la cual no solo se presenta como un sabio autoproclamado, sino que también se embarca en intentos vanos de proyectar profundidad intelectual.
Ahora bien, a diferencia de su homólogo mexicano, Petro parece estar genuinamente convencido de su propia genialidad, lo que aumenta aún más la frustración de muchos de los que lo escuchan.
Por otro lado, lo que las palabras grandilocuentes y sin sustancia de los dos mandatarios ocultan es su ineptitud y la deplorable condición de desgobierno en la que se encuentran sus respectivos países.
En lo que respecta a López Obrador, la ineficacia de sus políticas en relación al tráfico de drogas ha sido notoria. Un ejemplo palpable de su fracaso es el aumento de la violencia y la delincuencia relacionada con las drogas, especialmente en regiones controladas por los grandes cárteles.
Además, México sigue siendo una fuente significativa de la cocaína que se trafica hacia los Estados Unidos. Según la DEA, agencia antidroga de EEUU, aproximadamente la mitad de la cocaína disponible en el país ingresa a través de su frontera con México.
El caso de Colombia y Gustavo Petro es otro. Por un lado, Colombia sigue aferrándose a su Medalla de Oro de mayor productor del estupefaciente a nivel mundial. Por otro lado, el país no cesa de batir récords en términos de hectáreas de coca plantadas y exportación de cocaína.
El enfoque de Petro, a menudo considerado absurdo e irracional, que incluye pagar dinero a los delincuentes con fondos públicos para que no delincan y buscar una presunta «paz» con sangrientos grupos criminales como si fuesen actores políticos, ha generado todo tipo de reacciones. Estas van desde la incredulidad total y la estupefacción ante la insensatez incuestionable de sus medidas, hasta el disgusto y la indignación.
En síntesis, en este paisaje político surrealista, las narrativas de López Obrador y Petro, así como su proclamado acuerdo para combatir el tráfico de drogas, no configuran más que un mero acto de palabrería de un pésimo espectáculo circense.
Ni México ni Colombia se lo merecen.